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  • 4.3. CONVERSACIÓN CON LOS REYES

    Zaratustra no llevaba aún una hora de camino por sus montañas y bosques cuando vio, de repente, un extraño cortejo. Justo por el sendero que él quería descender venían caminando dos reyes, adornados con coronas y ceñidores de púrpura, multicolores como flamencos: empujaban delante de sí a un asno cargado. “¿Qué quieren estos reyes en mi reino?”, habló Zaratustra, sorprendido, a su corazón, y se escondió rápidamente detrás de un arbusto. Pero cuando los reyes llegaron hasta él, dijo en voz queda, como quien habla solo consigo mismo: “¡Extraño! ¡Extraño! ¿Cómo encaja eso? ¡Dos reyes veo —y solo un asno!”

    Entonces los dos reyes se detuvieron, sonrieron, miraron hacia el lugar de donde venía la voz y se miraron mutuamente a la cara. “Cosas así también se piensan entre nosotros”, dijo el rey de la derecha, “pero no se dicen.” Pero el rey de la izquierda se encogió de hombros y replicó: “Eso bien puede ser un pastor de cabras. O un ermitaño que ha vivido demasiado tiempo entre rocas y árboles. Pues la completa falta de sociedad estropea también las buenas costumbres.”

    “¿Las buenas costumbres?”, respondió con disgusto y amargura el otro rey. “¿A quién le salimos entonces del camino? ¿No es a las ‘buenas costumbres’? ¿A nuestra ‘buena sociedad’? Antes, en verdad, vivir entre ermitaños y pastores de cabras que con nuestro dorado, falso, pintarrajeado populacho —aunque se llame a sí mismo ‘buena sociedad’, aunque se llame a sí mismo ‘nobleza’. Pero ahí todo es falso y podrido, y lo primero, la sangre, gracias a antiguas malas enfermedades y aun peores sanadores. El mejor y más querido es aún hoy para mí un campesino sano: rudo, astuto, obstinado, duradero; esa es hoy la índole más distinguida. El campesino es hoy el mejor, y la índole campesina debería ser señora. Pero este es el reino del populacho: no dejo ya que nada me engañe. Y populacho significa: revoltijo. Populacho-revoltijo: en él todo está mezclado con todo, santo y bribón y barón y judío y cada animal del arca de Noé. ¡Buenas costumbres! Entre nosotros todo es falso y podrido. Nadie sabe ya reverenciar: a eso precisamente le salimos del camino. Son perros dulzarrones e importunos: doran hojas de palmera.”

    Este asco me estrangula: que nosotros, los reyes, nos hayamos vuelto falsos, cubiertos y disfrazados con el viejo, amarillento boato de los abuelos, monedas falsas para los más estúpidos y los más astutos, y para quien hoy todo lo trafica con el poder. No somos los primeros —y, sin embargo, debemos significarlo: de este fraude estamos por fin hartos y asqueados. A la chusma le salimos del camino, a todos esos gritones y moscas inmundas de la escritura, al hedor de los tenderos, al temblor de la ambición, al mal aliento —¡Puaf, vivir entre la chusma!— ¡Puaf, entre la chusma significar los primeros! ¡Ay! ¡Asco! ¡Asco! ¡Asco! ¿Qué importamos ya nosotros, los reyes!”

    “Tu vieja enfermedad te acomete”, dijo aquí el rey de la izquierda; “el asco te acomete, mi pobre hermano. Pero ya lo sabes: alguien nos escucha.”

    Al instante se levantó Zaratustra, que a estas palabras había abierto de par en par oídos y ojos, salió de su escondrijo, se acercó a los reyes y comenzó: “El que os escucha, el que con gusto os escucha, oh reyes, se llama Zaratustra. Yo soy Zaratustra, el que una vez dijo: ‘¿Qué importan ya los reyes?’ Perdonadme: me alegré cuando os dijisteis el uno al otro: ‘¿Qué importamos ya nosotros, los reyes?’ Pero aquí está mi reino y mi señorío: ¿qué podéis estar buscando en mi reino? Quizá, sin embargo, encontrasteis en el camino lo que yo busco: a saber, al hombre superior.”

    Cuando los reyes oyeron esto, se golpearon el pecho y hablaron a una sola voz: “¡Hemos sido reconocidos! Con la espada de esta palabra desgarras la más espesa tiniebla de nuestro corazón. Descubriste nuestra necesidad, pues mira: estamos en camino para encontrar al hombre superior —al hombre que es superior a nosotros, aunque seamos reyes. A él le llevamos este asno. Pues el hombre superior ha de ser en la tierra también el supremo señor. No hay infortunio más duro en todo el destino humano que cuando los poderosos de la tierra no son también los primeros hombres. Entonces todo se vuelve falso y torcido y monstruoso. Y si son incluso los últimos y más bestia que hombre, entonces sube y sube el populacho en precio, y al final incluso la virtud-populacho dice: ‘¡Mira, yo sola soy virtud!’”

    “¿Qué oí yo ahora?”, respondió Zaratustra. “¡Qué sabiduría en los reyes! Estoy entusiasmado y, en verdad, ya me entra el deseo de hacer una rima sobre ello —aunque sea una rima que no sirva para los oídos de todos. Hace ya mucho que desaprendí la consideración por las orejas largas. ¡Ea! ¡Arriba!”

    (Pero aquí ocurrió que también el asno tomó la palabra: pero dijo claramente y con mala voluntad: I-A.)

    Antaño —creo, en el año de la Salvación uno— habló la Sibila, ebria sin vino: “¡Ay, ahora todo va torcido! ¡Decadencia! ¡Decadencia! ¡Nunca cayó el mundo tan hondo! Roma cayó hasta volverse ramera y burdel de rameras, el César de Roma cayó hasta volverse bestia, ¡Dios mismo — se hizo judío!”

    Con estas rimas de Zaratustra se recrearon los reyes; pero el rey de la derecha dijo: “¡Oh Zaratustra, qué bien hicimos al ponernos en camino para verte! Pues tus enemigos nos mostraron tu imagen en su espejo: allí mirabas con la mueca de un diablo y riendo burlón, así que te temimos. ¿Pero de qué servía eso? Una y otra vez nos pinchabas el oído y el corazón con tus sentencias. Entonces dijimos por fin: ¿qué importa cómo se muestre? ¡Tenemos que oírlo a él, a él que enseña: ‘habéis de amar la paz como medio para nuevas guerras, y la paz corta más que la larga!’ Nadie habló jamás palabras tan guerreras: ‘¿Qué es bueno? Ser valiente es bueno. La buena guerra es la que santifica toda causa.’ ¡Oh Zaratustra, la sangre de nuestros padres se conmovió ante tales palabras en nuestro cuerpo: aquello fue como el discurso de la primavera a viejas cubas de vino! Cuando las espadas se cruzaban unas con otras como serpientes manchadas de rojo, entonces nuestros padres se volvían amigos de la vida; todo sol de paz les parecía insípido y tibio, pero la larga paz les daba vergüenza. ¡Cómo suspiraban nuestros padres cuando veían en la pared espadas resecas, relucientes! Como ellas, tenían sed de guerra. Pues una espada quiere beber sangre y centellea de deseo.”

    Mientras los reyes, de este modo, hablaban y charlaban con ardor del gozo de sus padres, a Zaratustra le sobrevino no pequeña gana de burlarse de su ardor: pues evidentemente eran reyes muy pacíficos los que veía ante sí, tales de rostros viejos y finos. Pero se contuvo. “¡Ea!”, dijo, “por allí conduce el camino, allí yace la cueva de Zaratustra; y este día ha de tener una larga tarde. Ahora, sin embargo, me llama con urgencia un grito de angustia lejos de vosotros. Honra a mi cueva si reyes quieren sentarse en ella y esperar; pero, ciertamente, habréis de esperar largo tiempo. ¡Sea, pues! ¿Qué importa? ¿Dónde se aprende hoy mejor a esperar que en las cortes? ¿Y no se llama hoy saber-esperar toda la virtud de los reyes que les ha quedado?”

    Así habló Zaratustra.

    Traducción desde el alemán (ed. crítica Colli-Montinari), revisada con ayuda de IA basada en arquitectura Transformer, siguiendo la segmentación de párrafos de Walter Kaufmann.

  • 4.2. EL GRITO DE ANGUSTIA

    Al día siguiente volvió Zaratustra a sentarse sobre su piedra, delante de la cueva, mientras los animales vagaban por el mundo para traer a casa nuevo alimento, también nueva miel; pues Zaratustra había gastado y derrochado la miel vieja hasta el último grano. Pero cuando estaba así sentado, con un palo en la mano, y trazaba sobre la tierra la sombra de su figura, entonces se asustó de repente y se estremeció: porque vio junto a su sombra otra sombra distinta. Y cuando miró rápidamente a su alrededor y se levantó, he aquí que el adivino estaba a su lado, el mismo a quien una vez había dado de comer y beber a su mesa, el anunciador de la gran fatiga, aquel que enseñaba: “Todo es igual, nada merece la pena, el mundo carece de sentido, el saber ahoga.” Pero su rostro había cambiado entretanto; y cuando Zaratustra le miró a los ojos, su corazón volvió a estremecerse: tantos malos anuncios y relámpagos gris ceniza corrían por ese rostro.

    El adivino, que había percibido lo que acontecía en el alma de Zaratustra, se pasó la mano por el rostro como si quisiera borrarlo. Lo mismo hizo Zaratustra. Y cuando ambos, así, en silencio, se hubieron serenado y fortalecido, se dieron la mano, como señal de que querían volver a reconocerse.

    “Sé bienvenido —dijo Zaratustra—, tú, adivino de la gran fatiga; no ha de ser en vano que una vez fuiste mi comensal y huésped. Come y bebe también hoy conmigo, y perdona que un viejo alegre se siente contigo a la mesa.”

    “¿Un viejo alegre?”, replicó el adivino, sacudiendo la cabeza. “Pero seas quien seas, o quieras ser, oh Zaratustra, tú has sido quien más tiempo ha estado aquí arriba: tu barca, dentro de poco, ya no estará en lo seco.”

    “¿Estoy yo entonces en lo seco?”, preguntó Zaratustra riendo.

    “Las olas alrededor de tu montaña —respondió el adivino— suben y suben, las olas de la gran necesidad y tribulación: pronto levantarán también tu barca y te arrastrarán.”

    Zaratustra guardó silencio y se maravilló.

    “¿Aún no oyes nada?”, prosiguió el adivino. “¿No resuena y brama desde la profundidad?”

    Zaratustra calló de nuevo y escuchó: entonces oyó un grito largo, larguísimo, que los abismos se arrojaban y pasaban unos a otros, pues ninguno quería retenerlo: tan siniestro sonaba.

    “Tú, funesto anunciador —dijo por fin Zaratustra—, eso es un grito de angustia, y el grito de un hombre; puede venir quizá de un mar negro. Pero ¿qué me importa a mí la aflicción humana? Mi último pecado, el que me quedó reservado… ¿sabes cómo se llama?”

    “¡Compasión!”, replicó el adivino desde un corazón desbordante, y levantó ambas manos en alto. “Oh Zaratustra, vengo para seducirte hacia tu último pecado.”

    Y apenas fueron pronunciadas estas palabras, volvió a resonar el grito: más largo y más angustioso que antes, y también mucho más cercano.

    “¿Oyes? ¿Oyes, oh Zaratustra?”, gritó el adivino. “A ti va dirigido el grito, a ti te llama: ¡ven, ven, ven! ¡Es la hora, es más que la hora!”

    Zaratustra guardó silencio, confuso y estremecido; por fin preguntó, como quien vacila dentro de sí: “¿Y quién es ese que me llama ahí?”

    “Pero si lo sabes —replicó el adivino con vehemencia—. ¿Por qué te ocultas? Es el hombre superior quien te llama.”

    “¿El hombre superior?”, gritó Zaratustra, presa del espanto. “¿Qué quiere? ¿Qué quiere? ¡El hombre superior! ¿Qué quiere aquí?” Y su piel se cubrió de sudor.

    Pero el adivino no respondió a la angustia de Zaratustra, sino que escuchó y volvió a escuchar hacia la profundidad. Pero como allí abajo reinase largo rato el silencio, volvió por fin la mirada y vio a Zaratustra de pie, temblando. “Oh Zaratustra —comenzó con voz triste—, no estás ahí en pie como alguien a quien su felicidad marea: tendrás que bailar, para que no te me desplomes. Pero aunque quisieras bailar delante de mí y ejecutar todos tus saltos laterales, nadie ha de poder decirme: ‘Mira, aquí baila el último hombre alegre.’ En vano vendría uno hasta esta altura que aquí lo buscara: encontraría cuevas, y cuevas tras las cuevas, escondrijos para escondidos, pero no pozos de felicidad, ni cámaras del tesoro, ni nuevas vetas de oro de felicidad. Felicidad… ¿cómo se podría encontrar la felicidad entre semejantes sepultados y ermitaños? ¿Debo aún buscar la última felicidad en las islas bienaventuradas y allá lejos, entre mares olvidados? Pero todo es igual, nada merece la pena, de nada sirve buscar: ya no hay tampoco islas bienaventuradas.”

    Así suspiró el adivino; pero con su último suspiro Zaratustra volvió a estar lúcido y seguro, como quien sale de una profunda sima a la luz. “¡No! ¡No! ¡Tres veces no!” —gritó con voz fuerte y se alisó la barba—. “Eso lo sé yo mejor: hay aún islas bienaventuradas. ¡Calla ya con eso, tú suspirante saco de tristeza! ¡Deja ya de chapotear con eso, tú nube de lluvia de la mañana! ¿No estoy ya aquí, empapado por tu tribulación y mojado como un perro? Ahora me sacudo y echo a correr lejos de ti para volver a secarme; de ello no debes extrañarte. ¿Te parezco descortés? Pero esta es mi corte. Pero en lo que toca a tu hombre superior, ¡pues bien!, lo buscaré en seguida en esos bosques: de allí vino su grito. Quizá allí lo acosa una fiera maligna. Está en mi dominio: dentro de él no ha de venir a daño por mi causa. Y, en verdad, hay junto a mí muchas fieras malignas.”

    Con estas palabras Zaratustra se volvió para partir. Entonces habló el adivino: “¡Oh Zaratustra, eres un pícaro! Ya lo sé: quieres librarte de mí. Preferirías correr a los bosques y acechar fieras malignas. Pero ¿de qué te sirve? Por la tarde me tendrás de nuevo: en tu propia cueva estaré sentado, paciente y pesado como un bloque de piedra… y esperaré por ti.”

    “¡Así sea!” —gritó Zaratustra, mientras se alejaba—. “Y lo que es mío en mi cueva te pertenece también a ti, mi huésped y amigo. Pero si dentro hubieras de encontrar aún miel, ¡pues bien!, lámela sin más, tú, oso gruñón, y endulza tu alma. Pues por la tarde queremos ambos estar de buen ánimo, de buen ánimo y contentos de que este día haya llegado a su fin. Y tú mismo habrás de danzar al son de mis canciones como mi oso danzante. ¿No lo crees? ¿Sacudes la cabeza? ¡Pues bien! ¡Arriba! ¡Oso viejo! Pero también yo… soy un adivino.”

    Así habló Zaratustra.


  • 4.1. LA OFRENDA DE MIEL

    Y de nuevo corrieron lunas y años sobre el alma de Zaratustra, y él no hizo caso de ello; pero su cabello se volvió blanco. Un día, cuando estaba sentado sobre una piedra delante de su cueva y miraba en silencio a lo lejos —pues desde allí se mira hacia el mar y por encima de abismos sinuosos—, entonces sus animales anduvieron pensativos en torno a él y por fin se plantaron delante de él.

    «Oh Zaratustra —dijeron—, ¿miras acaso a lo lejos en busca de tu felicidad?»

    «¡Qué importa la felicidad! Hace ya mucho que no aspiro a la felicidad; aspiro a mi obra.»

    «Oh Zaratustra —volvieron a decir los animales—, eso lo dices como quien está harto de lo bueno. ¿No yaces acaso en un lago de felicidad azul celeste?»

    «Vosotros, pícaros necios —respondió Zaratustra y sonrió—, ¡qué bien habéis escogido la parábola! Pero sabéis también que mi felicidad es pesada y no como una ola líquida de agua: me oprime y no quiere apartarse de mí, y actúa como brea derretida.»

    Entonces los animales volvieron a andar pensativos en torno a él y luego se plantaron de nuevo delante de él. «Oh Zaratustra —dijeron—, ¿de ahí viene, pues, que tú mismo te vuelves cada vez más amarillo y más oscuro, aunque tu cabello quiera parecer blanco y color de lino? ¡Mira, estás sentado en tu brea!»

    «¿Qué decís ahí, animales míos? —dijo Zaratustra riendo—. En verdad, blasfemé cuando hablé de la brea. Lo que me ocurre a mí les sucede a todos los frutos que maduran. Es la miel en mis venas la que vuelve más espesa mi sangre y también más silenciosa mi alma.»

    «Así será, oh Zaratustra —respondieron los animales y se apretaron contra él—; pero ¿no quieres hoy subir a una alta montaña? El aire está puro, y hoy se ve más del mundo que nunca.»

    «Sí, animales míos —respondió él—, aconsejáis certeramente y conforme a mi corazón: hoy quiero subir a una alta montaña. Pero procurad que allí tenga miel a mano: amarilla, blanca, buena, miel dorada de panal fresca como el hielo. Porque, sabedlo, allá arriba quiero ofrecer la ofrenda de miel.»

    Pero cuando Zaratustra estuvo arriba, en lo alto de la cumbre, envió de vuelta a casa a los animales que lo habían guiado y vio que ahora estaba solo; entonces rió de todo corazón, miró a su alrededor y habló así:

    «Que hoy haya hablado de ofrendas y de ofrendas de miel no fue más que un ardid de mi discurso y, en verdad, una necedad útil. Aquí arriba puedo hablar ya con más libertad que ante cuevas de ermitaños y animales domésticos de ermitaños.

    ¿Qué ofrendas? Yo derrocho lo que se me regala, yo, derrochador de mil manos; ¿cómo podría llamar a eso todavía ofrenda? Y cuando deseé miel, no deseé sino cebo y dulce sebo y baba, tras los cuales también los osos gruñones y las extrañas, hoscas y malévolas aves se relamen – tras el mejor cebo, como el que necesitan cazadores y pescadores. Pues si el mundo es como un oscuro bosque de fieras y jardín de delicias para todos los cazadores salvajes, tanto más, y con mayor agrado, se me aparece como un mar abismal y rico – un mar lleno de peces de muchos colores y de cangrejos, que también podría antojárseles a los dioses para volverse en él pescadores y lanzadores de redes: tan rico es el mundo en cosas extrañas, grandes y pequeñas. Sobre todo el mundo de los hombres, el mar de los hombres: hacia él lanzo ahora mi caña de pescar de oro y digo: ¡ábrete, abismo de los hombres!»

    ¡Ábrete y lánzame tus peces y cangrejos relucientes! Con mi mejor cebo atraigo a mí hoy los más extraños peces de los hombres. Mi propia felicidad la arrojo fuera, a todas las anchuras y lejanías, entre amanecer, mediodía y ocaso, para ver si muchos peces de los hombres no aprenden a tirar de mi felicidad y retorcerse hasta que, mordiendo mis agudos, ocultos anzuelos, deban subir a mi altura, los más coloridos gobios del abismo hasta el más malévolo de todos los pescadores de peces de hombres. Pues ese soy yo, desde el fondo y desde el comienzo: el que tira, el que atrae, el que eleva, el que hace crecer; un tirador, un criador y un maestro de disciplina; aquel que no en vano se dijo una vez a sí mismo: “¡Llega a ser el que eres!”.

    Así, pueden ahora los hombres subir hasta mí; pues aún espero las señales de que ha llegado el tiempo para mi descenso. Aún no me hundo yo mismo, como debo, entre los hombres. Por eso espero aquí, astuto y burlón, sobre altas montañas: no un paciente, no un impaciente, más bien alguien que desaprendió también la paciencia, porque ya no “soporta”. Pues mi destino me deja tiempo. ¿Se ha olvidado acaso de mí? ¿O está sentado detrás de una gran piedra, a la sombra, cazando moscas? Y, en verdad, siento por esto afecto hacia él, hacia mi eterno destino, porque no me acosa ni me apremia, y me deja tiempo para bufonadas y maldades: ¡así que hoy, para una pesca, ascendí a esta alta montaña!

    ¿Ha pescado alguna vez un hombre peces en las altas montañas? Y aunque sea una necedad lo que aquí arriba quiero y hago, ¡mejor aun esto que ahí abajo volverme solemne de esperar y verde y amarillo — un hinchado resoplador de ira de esperar, una santa tormenta-aullido salida de las montañas, un impaciente que grita a los valles: “¡Oíd, o os fustigo con el azote de Dios!”!

    ¡No es que yo guarde rencor a tales iracundos por ello! Me bastan para reírme. Impacientes deben ya estar estos grandes tambores de estrépito, que o bien hablan hoy o no hablan nunca. Pero yo y mi destino no hablamos para el hoy, tampoco hablamos para el nunca; para hablar tenemos ya paciencia, tiempo y sobretiempo. Porque un día debe llegar y no puede pasar de largo. ¿Qué debe un día llegar y no puede pasar de largo? Nuestro gran Hazar. Eso es nuestro gran, lejano reino de los hombres, el reino de Zarathustra de mil años. ¿Qué tan lejano puede ser ese “lejos”? ¿Qué me incumbe? Pero por eso no está para mí menos firme: con ambos pies me planto seguro sobre este suelo, sobre un suelo eterno, sobre dura roca primigenia, sobre esta, la más alta y la más dura cordillera primigenia, a la que todos los vientos llegan como a una línea divisoria de los vientos, preguntando: ¿dónde?, ¿de dónde?, ¿hacia dónde afuera?

    ¡Aquí ríe, ríe, mi clara maldad intacta! ¡Desde las altas montañas arroja hacia abajo tu resplandeciente carcajada de burla! ¡Ceba con tu resplandor para mí a los más hermosos peces de los hombres! Y lo que en todos los mares me pertenece, mi en-y-para-mí en todas las cosas: eso, péscamelo fuera, eso tráemelo arriba hasta mí. — Por eso espero yo, el más malévolo de todos los pescadores.

    ¡Fuera, fuera, caña de pescar mía! ¡Dentro, hacia abajo, cebo de mi felicidad! ¡Destila tu rocío más dulce, miel de mi corazón! ¡Muerde, caña de pescar mía, en el vientre de toda negra aflicción!

    ¡Fuera, fuera, ojo mío! ¡Oh, cuántos mares en torno a mí, qué crepusculares futuros de hombres! Y sobre mí: ¡qué quietud del rojo de las rosas, qué silencio sin nubes!

    Traducción revisada con asistencia de IA basada en la arquitectura Transformer. Edición orientada por el texto alemán (Colli y Montinari) y la división estructural de Walter Kaufmann.

  • 3.16. LOS SIETE SELLOS (O: LA CANCIÓN DEL SÍ Y EL AMÉN)

    [1]Si soy un adivino, y lleno de ese espíritu profético que camina sobre un alto yugo entre dos mares, entre lo pasado y lo futuro camina como una nube pesada, hostil a las bochornosas bajuras y a todo lo que está cansado y no puede ni morir ni vivir; preparado para el relámpago en el oscuro pecho y para el rayo de luz redentor, grávido de relámpagos que dicen ¡Sí!, que ríen ¡Sí!, para haces de relámpagos proféticos: — bienaventurado es el así grávido. Y en verdad, largo tiempo debe pender como un pesado temporal sobre la montaña quien un día haya de encender la luz del porvenir. ¿Oh, cómo no habría de estar yo en celo por la eternidad y por el anillo nupcial de los anillos, — el anillo del retorno?


    Nunca aún encontré a la mujer de la que quisiera tener hijos, exceptuando esta mujer a quien amo: porque te amo, oh eternidad.


    Porque te amo, oh eternidad.

    [2] Si mi cólera alguna vez quebró sepulcros, movió mojones y rodó viejas tablas rotas a escarpadas profundidades; si mi escarnio alguna vez deshizo con su soplo palabras podridas, y llegué como una escoba a las arañas cruceras y como viento barredor a las antiguas criptas enmudecidas; si alguna vez me senté exultante donde los viejos dioses yacen enterrados, bendiciendo al mundo, amando al mundo, junto a los monumentos de los viejos calumniadores del mundo: — pues incluso iglesias y tumbas de dioses amo yo, cuando el cielo, de mirada pura, mira a través de sus techos derruidos; con gusto me siento, como la hierba y las rojas amapolas, sobre iglesias derruidas. ¿Oh, cómo no habría de estar yo en celo por la eternidad y por el anillo nupcial de los anillos, — el anillo del retorno?


    Nunca aún encontré a la mujer de la que quisiera tener hijos, exceptuando esta mujer a quien amo: porque te amo, oh eternidad.


    Porque te amo, oh eternidad.

    [3] Si alguna vez un aliento vino a mí del aliento creador y de esa celestial necesidad que fuerza aún al azar a danzar corros de estrellas; si alguna vez reí con la risa del relámpago creador, al que, retumbando pero obediente, sigue el largo trueno del acto; si alguna vez jugué a los dados con los dioses en la mesa de dioses de la tierra, de modo que la tierra tembló y se abrió y vomitó hacia lo alto ríos de fuego: — pues una mesa de dioses es la tierra, y tiembla por las nuevas palabras creadoras y por los lanzamientos de dados divinos: ¿Oh, cómo no habría de estar yo en celo por la eternidad y por el anillo nupcial de los anillos, — el anillo del retorno?


    Nunca aún encontré a la mujer de la que quisiera tener hijos, exceptuando esta mujer a quien amo: porque te amo, oh eternidad.


    Porque te amo, oh eternidad.

    [4] Si alguna vez bebí un copioso trago de ese cántaro espumeante de sazonar y mezclar, en el que todas las cosas están bien mezcladas; si mi mano alguna vez vertió lo más lejano en lo más próximo, y fuego al espíritu, y placer al sufrimiento, y lo peor a lo más bondadoso; si yo mismo soy un grano de esa sal redentora que hace que todas las cosas se mezclen bien en el cántaro de mezclar: — pues hay una sal que liga lo bueno con lo malo; y también lo peor es digno de sazonar y de ese último rebosar: ¿Oh, cómo no habría de estar yo en celo por la eternidad y por el anillo nupcial de los anillos, — el anillo del retorno?


    Nunca aún encontré a la mujer de la que quisiera tener hijos, exceptuando esta mujer a quien amo: porque te amo, oh eternidad.


    Porque te amo, oh eternidad.

    [5] Si soy afín al mar y a todo lo que es índole del mar, y más afín aún cuando me contradice airado; si en mí hay ese deseo buscador que impulsa las velas hacia lo inexplorado, si hay en mi deseo un deseo de navegante; si alguna vez mi regocijo exclamó: “la costa se desvaneció, ahora cayó de mí la última cadena; lo ilimitado ruge a mi alrededor, muy hacia lo lejos brillan para mí el espacio y el tiempo, ¡Ea! ¡Arriba, viejo corazón!”: ¿Oh, cómo no habría de estar yo en celo por la eternidad y por el anillo nupcial de los anillos, — el anillo del retorno?


    Nunca aún encontré a la mujer de la que quisiera tener hijos, exceptuando esta mujer a quien amo: porque te amo, oh eternidad.


    Porque te amo, oh eternidad.

    [6] Si mi virtud es la virtud de un danzarín, y a menudo he saltado con ambos pies a un éxtasis de oro y esmeralda; si mi malicia es una malicia riente, en su casa bajo emparrados de rosas y entre setos de lirios: — pues en la risa está todo lo malo junto, pero santificado y absuelto por su propia bienaventuranza; y si esto es mi alfa y omega: que todo lo pesado se vuelva ligero, todo cuerpo danzarín, todo espíritu pájaro; y, en verdad, esto es mi alfa y omega: — ¿Oh, cómo no habría de estar yo en celo por la eternidad y por el anillo nupcial de los anillos, — el anillo del retorno?


    Nunca aún encontré a la mujer de la que quisiera tener hijos, exceptuando esta mujer a quien amo: porque te amo, oh eternidad.


    Porque te amo, oh eternidad.

    [7] Si alguna vez extendí cielos silenciosos sobre mí y volé con mis propias alas a mis propios cielos; si nadé jugando en profundas lejanías de luz, y llegó la sabiduría-pájaro de mi libertad: — mas la sabiduría-pájaro habla así: “Mira, no hay arriba, no hay abajo. Arrójate de un lado a otro, hacia fuera, hacia atrás, tú, ligero. ¡Canta, no hables más! ¿No están todas las palabras hechas para los pesados? ¿No mienten al ligero todas las palabras? ¡Canta, no hables más!” ¿Oh, cómo no habría de estar yo en celo por la eternidad y por el anillo nupcial de los anillos, — el anillo del retorno?


    Nunca aún encontré a la mujer de la que quisiera tener hijos, exceptuando esta mujer a quien amo: porque te amo, oh eternidad.


    Porque te amo, oh eternidad.

    Traducción desde el alemán (ed. crítica Colli-Montinari), revisada con ayuda de IA basada en arquitectura Transformer, siguiendo la segmentación de párrafos de Walter Kaufmann.

  • 3.15. LA OTRA CANCIÓN PARA LA DANZA

    [1] En tu ojo miré recientemente, oh vida: oro vi relucir en tu ojo-noche; mi corazón quedó inmóvil ante esa voluptuosidad. Una barca de oro vi relucir sobre aguas nocturnas, una barca que se hundía, bebía y de nuevo hacía señas, un barquichuelo oscilante de oro. A mi pie, frenético por danzar, lanzaste una mirada, una mirada oscilante, risueña, interrogante, fundente. Apenas dos veces agitaste tu crótalo con manos pequeñas: y ya oscilaba mi pie, por frenesí de danzar.

    Mis talones se alzaron, mis dedos de los pies escucharon con atención para entenderte: pues el danzarín lleva el oído en los dedos de los pies.

    Salté hacia ti: entonces huiste de mi salto; y me lengüeteó la huidiza, voladora lengua de tu pelo.

    Salté lejos de ti y de tus serpientes; entonces ya estabas allí, medio vuelta, el ojo lleno de deseo.

    Con torcidas miradas me enseñas torcidas sendas; sobre torcidas sendas aprende mi pie mañas.

    Te temo en la cercanía, te amo en la distancia; tu huida me atrae, tu buscar me frena: sufro, ¿pero qué no sufrí por ti con agrado?

    Aquella cuyo frío inflama, cuyo odio tienta, cuya huida ata, cuyo escarnio agita.

    ¿Quién no te odió a ti, a ti, gran atadora, tentadora, buscadora, halladora? ¿Quién no te amó a ti, a ti, inocente, impaciente, con alma de viento, pecadora con ojos infantiles?

    ¿Adónde me arrastras ahora, tú, prodigio y desatada? Y ahora me huyes de nuevo, tú, dulce criatura montaraz e ingratitud.

    Danzo tras de ti, te sigo también sobre débil huella. ¿Dónde estás? ¡Dame la mano! ¡O un dedo solo!

    Aquí hay cuevas y espesuras; nos perderemos. ¡Alto! ¡Queda inmóvil! ¿No ves búhos y murciélagos zumbando en vuelo?

    ¡Tú, búho! ¡Tú, murciélago! ¿Quieres parodiarme? ¿Dónde estamos? De los perros aprendiste ese aullar y ese ladrar.

    Desnudas graciosamente blancos dientecillos para mí; tus ojos perversos saltan hacia mí desde melenita rizada.

    Esta es una danza sobre troncos y piedras: soy el cazador; ¿quieres ser mi perro o mi gamuza?

    ¡Ahora a mi lado! ¡Y deprisa, taimada saltarina! ¡Ahora arriba! ¡Y al otro lado! ¡Ay! ¡Entonces caí yo mismo al saltar!

    Oh mírame tú, desmesura, yacer e implorar clemencia. Con gusto querría recorrer contigo más encantadores senderos.

    Los caminos del amor a través de silenciosos, multicolores matorrales. O a lo largo del lago: ahí nadan y danzan peces de colores.

    ¿Estás ahora cansada? Por ahí hay ovejas y el arrebol de la tarde. ¿No es hermoso dormir cuando los pastores tocan la flauta?

    ¿Estás tan terriblemente cansada? Te llevo hasta allí; deja solo los brazos caer. Y si tienes sed, tendría quizá algo… pero tu boca no lo quiere beber.

    ¡Oh esta maldita, ágil, flexible serpiente y escurridiza bruja! ¿Dónde te has ido? Pero en mi cara siento, de tu mano, dos toques y dos manchas rojas.

    Estoy, en verdad, cansado de siempre ser tu pastor ovejuno. Tú, bruja, he cantado yo para ti hasta ahora; ahora has de gritar tú para mí.

    ¡Al compás de mi látigo has de danzar y gritar para mí! ¿No olvidé el látigo, verdad? — ¡No!

    [2] Entonces me replicó la vida así y al mismo tiempo se tapaba las delicadas orejas: «¡Oh Zaratustra, no chasques tan terriblemente con tu látigo! Lo sabes, sí: el ruido asesina los pensamientos, — y justo ahora me vienen pensamientos tan tiernos. Somos ambos los dos auténticos no-bien-hechores y no-mal-hechores. Más allá del bien y del mal encontramos nuestra isla y nuestra verde pradera — nosotros dos solos. Por eso debemos ser afectuosos el uno con el otro. Y aunque no nos amemos desde el fondo del corazón, ¿debe sentirse resquemor por no amarse desde el fondo del corazón? Y que yo soy afectuosa contigo y, a menudo, demasiado afectuosa, eso lo sabes; y el fondo de ello es que estoy celosa de tu sabiduría. ¡Ah, esa loca y vieja necia, la sabiduría! Si tu sabiduría alguna vez se te escapara corriendo, ¡ay!, entonces también mi amor correría enseguida lejos de ti.»

    A continuación la vida miró pensativa hacia atrás y en torno suyo y dijo en voz baja: «¡Oh Zaratustra, no me eres lo bastante fiel! No me amas ni de lejos tanto como dices; sé que piensas en que quieres abandonarme pronto. Hay una vieja y pesada, muy pesada campana zumbona que por la noche hace llegar su zumbido hasta tu cueva: — cuando oyes a esa campana dar la hora de medianoche, entonces, entre una y doce, piensas en ello — piensas en ello, oh Zaratustra, lo sé, en que quieres abandonarme pronto.»

    «Sí —repliqué vacilante—, pero tú también lo sabes…» Y le dije algo al oído, justo en medio de sus enredados, amarillos, locos mechones de pelo. «Tú sabes eso, ¡oh Zaratustra! Eso no lo sabe nadie.» Y nos miramos y miramos hacia la verde pradera, sobre la cual justo entonces el fresco atardecer corría, y lloramos juntos. Pero entonces la vida me fue más querida que nunca antes toda mi sabiduría.

    Así habló Zaratustra.

    [3]¡Uno!
    ¡Oh hombre, presta atención!

    ¡Dos!
    ¿Qué dice la profunda medianoche?

    ¡Tres!
    «Yo dormía, dormía —»

    ¡Cuatro!
    «De profundo sueño he despertado —»

    ¡Cinco!
    «El mundo es profundo,»

    ¡Seis!
    «Y más profundo de lo que el día pensó.»

    ¡Siete!
    «Profundo es su dolor —»

    ¡Ocho!
    «El placer — más profundo aún que el dolor del corazón:»

    ¡Nueve!
    «El dolor dice: ¡pasa!»

    ¡Diez!
    «Pero todo placer quiere eternidad —»

    ¡Once!
    «— quiere profunda, profunda eternidad.»

    ¡Doce!»

    Traducción revisada con asistencia de IA basada en la arquitectura Transformer. Edición orientada por el texto alemán (Colli y Montinari) y la división estructural de Walter Kaufmann.

  • 3.14. DEL GRAN ANHELO

    Oh alma mía, te enseñé a decir “hoy” como “una vez” y “antaño”, y a danzar tu corro por encima de todo aquí y ahí y allá.

    Oh alma mía, te redimí de todos los rincones; barrí el polvo, las arañas y el crepúsculo de ti.

    Oh alma mía, lavé la pequeña vergüenza y la virtud-de-rincón de ti, y te persuadí a estar en pie desnuda ante los ojos del sol. Con la tormenta que se llama “espíritu” soplé sobre tu mar embravecido; soplando alejé de allí todas las nubes, y estrangulé incluso a la estranguladora que se llama “pecado”.

    Oh alma mía, te di el derecho a decir no como la tormenta y a decir sí como dice sí el cielo abierto. Estás quieta como la luz y ahora caminas a través de tormentas negadoras.

    Oh alma mía, te devolví la libertad sobre lo creado y lo increado; ¿y quién conoce, como tú la conoces, la voluptuosidad de lo futuro?

    Oh alma mía, te enseñé el desprecio que no llega como carcoma de gusano, el gran, el amante desprecio, que más ama allí donde más desprecia.

    Oh alma mía, te enseñé a persuadir de tal manera que persuades hacia ti los fundamentos mismos: como el sol, que aun al mar lo persuade a su altura.

    Oh alma mía, tomé de ti todo obedecer, doblar la rodilla y decir “Señor”; y yo mismo te di los nombres de “giro de la necesidad” y “destino”.

    Oh alma mía, te di nuevos nombres y juguetes multicolores; te llamé “destino”, “límite de los límites”, “cordón umbilical del tiempo” y “campana azur”.

    Oh alma mía, a tu tierra le di toda la sabiduría para beber, todos los vinos nuevos, y también todos los inmemorialmente viejos y recios vinos de la sabiduría.

    Oh alma mía, cada sol lo derramé sobre ti, y cada noche, y cada silencio, y cada anhelo: entonces creciste para mí como una vid.

    Oh alma mía, desbordante de riqueza y pesada te yergues ahora ahí, una vid con ubres henchidas y apretados racimos de oro pardo; apretada y oprimida por tu felicidad, esperando en tu sobreabundancia, y aún tímida de tu esperar.

    Oh alma mía, ahora no hay en ninguna parte un alma que sea más amante, más envolvente y más vasta. ¿Dónde estarían futuro y pasado más estrechamente unidos que en ti?

    Oh alma mía, te lo he dado todo, y todas mis manos han quedado vacías por ti; y ahora — ahora me dices, sonriendo y llena de melancolía: “¿Quién de nosotros ha de agradecer? ¿No tiene el dador que agradecer que el que recibe reciba? ¿No es dar una necesidad? ¿No es recibir — compasión?”

    Oh alma mía, entiendo la sonrisa de tu melancolía: tu sobreabundancia misma extiende ahora manos anhelantes. Tu plenitud mira por encima de rugientes mares, busca y espera; el anhelo de la sobre-plenitud mira desde tu sonriente cielo de ojos. Y en verdad, oh alma mía: ¿quién vería tu sonrisa y no se derretiría en lágrimas? Los mismos ángeles se derriten en lágrimas ante la sobre-bondad de tu sonrisa. Es tu bondad y sobre-bondad la que no quiere quejarse ni llorar; y, sin embargo, anhela, oh alma mía, tu sonrisa lágrimas, y tu temblorosa boca sollozos. “¿No es todo llorar un lamentar? ¿Y no es todo lamentar — una acusación?” Así te hablas a ti misma, y por eso quieres tú, oh alma mía, sonreír más bien que derramar tu dolor — en lágrimas que se precipitan derramar todo tu dolor sobre tu plenitud y sobre toda el ansia de la vid por el vendimiador y su cuchillo.

    Pero si no quieres llorar, si no quieres desahogar llorando tu púrpura melancolía, entonces deberás cantar, oh alma mía. Mira, yo mismo sonrío, yo, que esto te predigo: cantar con canto rugiente, hasta que todos los mares se aquieten para escuchar tu anhelo; hasta que sobre mares quietos y anhelantes flote el bote, la maravilla dorada, alrededor de cuyo oro todas las cosas buenas, malas y extrañas danzan y saltan, también mucho animal grande y pequeño, y todo lo que tiene pies ligeros y extraños, para que pueda correr por senderos color violeta, hacia la maravilla dorada, el bote voluntario, y hacia su señor; pero ese es el vendimiador, el que espera con su cuchillo diamantino, tu gran libertador, oh alma mía, el sin nombre, a quien solo los cantos futuros hallarán nombre. Y en verdad, ya huele tu aliento a cantos futuros; ya brillas y sueñas, ya bebes sedienta en todos los hondos, resonantes pozos de consuelo, ya descansa tu aliento en la bienaventuranza de los cantos futuros.

    Oh alma mía, ahora te lo he dado todo y también mi último don, y todas mis manos han quedado vacías por ti: que te mandara cantar, mira, eso fue mi último don. Que te mandara cantar: habla ahora, habla, ¿quién de nosotros, en este momento, ha de agradecer? Pero mejor aún: cántame, cántame, oh alma mía, y déjame a mí agradecer.

    Así habló Zaratustra.


    Traducción revisada con asistencia de IA basada en la arquitectura Transformer. Edición orientada por el texto alemán (Colli y Montinari) y la división estructural de Walter Kaufmann.

  • 3.13. EL CONVALECIENTE

    [1] Una mañana, no mucho después de su regreso a la cueva, Zaratustra saltó de su lecho como un loco, gritó con voz terrible y se comportó como si aún yaciera alguien en el lecho que no quisiera levantarse de allí; y así resonó la voz de Zaratustra, que sus animales acudieron espantados, y que de todas las cuevas y escondrijos vecinos a la cueva de Zaratustra se escabulló toda clase de animales — volando, aleteando, arrastrándose, saltando, según la índole de pie y de ala que les fue dada. Pero Zaratustra dijo estas palabras:

    ¡Arriba, pensamiento abismal, desde mi profundidad! Soy tu gallo y alba de la mañana, gusano adormilado: ¡arriba! ¡arriba! Mi voz ha de cacarearte ya despierto. Desata los grilletes de tus oídos: ¡escucha! Porque quiero escucharte. ¡Arriba! ¡arriba! Aquí hay trueno suficiente para que hasta las tumbas aprendan a escuchar. Y límpiate el sueño y toda torpeza y ceguera de los ojos. Escúchame también con los ojos: mi voz es un remedio aún para los nacidos ciegos. Y una vez despierto, has de permanecer despierto eternamente. No es mi índole despertar del sueño a las tatarabuelas para mandarles — que continúen durmiendo.

    ¿Te mueves, te estiras, resuellas? ¡Arriba! ¡arriba! No has de resollar, has de hablarme. Zaratustra, el impío, te convoca. Yo, Zaratustra, el intercesor de la vida, el intercesor del sufrimiento, el intercesor del círculo — te convoco, mi pensamiento más abismal.

    ¡Salve a mí! Vienes, te escucho. Mi abismo habla, mi última profundidad la he vuelto del revés hacia la luz. ¡Salve a mí! ¡Acércate! ¡Dame la mano — ja! ¡suelta! ¡ja, ja! — náusea, náusea, náusea — ¡ay de mí!

    [2] Pero apenas hubo Zaratustra pronunciado estas palabras, cayó al suelo como un muerto y permaneció mucho tiempo como un muerto. Y cuando volvió en sí, estaba pálido y tembloroso, quedó tendido y durante mucho tiempo no quiso ni comer ni beber. Tal estado duró en él siete días; sus animales no lo abandonaron, sin embargo, ni de día ni de noche, excepto que el águila salía volando en busca de alimento. Y lo que traía y reunía como botín lo depositaba sobre el lecho de Zaratustra, así que Zaratustra finalmente yacía entre bayas amarillas y rojas, uvas, manzanas de rosa, hierbas fragantes y piñas de pino. Pero a sus pies yacían tendidos dos corderos que el águila, con esfuerzo, había arrebatado a sus pastores.

    Finalmente, después de siete días, Zaratustra se levantó de su lecho, tomó una manzana de rosa en la mano, la olió y su olor le pareció grato. Entonces creyeron sus animales que había llegado el momento de hablar con él.

    “Oh Zaratustra —dijeron—, ya yaces así siete días, con ojos pesados: ¿no quieres ponerte por fin de nuevo sobre tus pies? Sal de tu cueva: el mundo te espera como un jardín. El viento juega con densas fragancias que desean llegar hasta ti; y todos los arroyos querrían correr tras de ti. Todas las cosas te anhelan, porque permaneciste siete días solo. ¡Sal de tu cueva! Todas las cosas quieren ser tus médicos. ¿Te llegó quizá un nuevo saber, uno amargo, pesado? Como masa fermentada yacías; tu alma se alzaba y se hinchaba más allá de todos sus bordes.”

    “Oh animales míos —replicó Zaratustra—, parlotead, pues, y dejadme escuchar. Me reconforta tanto que parloteéis: donde se parlotea, allí se me presenta ya el mundo como un jardín. Qué hermoso es que haya palabras y sonidos: ¿no son palabras y sonidos arcoiris y puentes ilusorios entre lo eternamente separado?”

    A cada alma le corresponde otro mundo; para cada alma toda otra alma es un trasmundo. Entre lo más semejante, precisamente, miente la apariencia de la forma más bella, pues la grieta más pequeña es la más difícil de salvar.

    Para mí — ¿cómo habría un fuera-de-mí? No hay afuera. Pero eso lo olvidamos con todos los sonidos; qué hermoso es que lo olvidemos. ¿No han sido regalados nombres y sonidos a las cosas para que el hombre se reconforte en las cosas? Es una hermosa locura, el hablar: con ello danza el hombre por encima de todas las cosas. ¡Qué hermoso es todo decir y toda mentira de los sonidos! Con los sonidos danza nuestro amor sobre arcoiris de muchos colores.

    “Oh Zaratustra —dijeron a esto los animales—, para quienes piensan como nosotros, todas las cosas danzan ellas mismas: eso viene, se da la mano, ríe y huye — y regresa. Todo se va, todo regresa; eternamente rueda la rueda del ser. Todo muere, todo florece de nuevo; eternamente corre el año del ser. Todo se quiebra, todo es nuevamente ensamblado; eternamente se construye a sí misma la misma casa del ser. Todo se separa, todo se saluda de nuevo; eternamente permanece fiel a sí mismo el anillo del ser. En cada ahora comienza el ser; alrededor de cada aquí rueda la esfera del allí. El centro está en todas partes. Torcida es la senda de la eternidad.”

    “¡Oh vosotros, pícaros locos y organillos! —replicó Zaratustra y sonrió de nuevo—, qué bien sabéis lo que en siete días debía cumplirse — y cómo ese monstruo se me arrastró a la garganta y me estranguló. Pero yo le mordí la cabeza y la escupí lejos de mí. ¿Y vosotros, ya habéis hecho una canción de organillo de ello? Pero ahora yazgo aquí, cansado aún de ese morder y escupir lejos, enfermo aún de mi propia redención. ¿Y vosotros contemplasteis todo eso? Oh animales míos, ¿sois también vosotros crueles? ¿Habéis querido contemplar mi gran dolor, como hacen los hombres? Pues el hombre es el animal más cruel.”

    En tragedias, corridas de toros y crucifixiones es donde hasta ahora se ha sentido mejor en la tierra; y cuando se inventó para sí el infierno, mira, eso fue entonces su cielo en la tierra.”

    “Cuando el gran hombre grita, al punto acude el pequeño; y la lengua se le sale del cuello de pura lascivia. Pero él lo llama su “compasión””

    El hombre pequeño, especialmente el poeta — ¡con cuánta avidez acusa a la vida en palabras! Escuchad, pero no dejéis de escuchar el placer que hay en todo acusar. A tales acusadores de la vida los sobrepasa la vida con un parpadeo. “¿Me amas?”, dice la insolente; “espera aun un poco; aun no tengo tiempo para ti.”

    El hombre es contra sí mismo el animal más cruel; y en todo lo que a sí mismo “pecador” y “portador de la cruz” y “penitente” se llama, no dejéis de escuchar la voluptuosidad que hay en ese lamento y acusación.

    Y yo mismo, ¿quiero con esto ser acusador del hombre? Ay, animales míos, esto solo aprendí hasta ahora: que al hombre lo peor que hay en él le es necesario para lo mejor que hay en él, — que todo lo peor es su mejor fuerza y la piedra más dura para el más alto creador; y que el hombre tiene que volverse mejor y más malo.

    No a este madero de suplicio fui atado: saber que el hombre es malo, sino que grité como aun nadie ha gritado: “¡Ay, que lo peor en él sea tan pequeño! ¡Ay, que lo mejor en él sea tan pequeño!”

    El gran hastío del hombre — eso me estranguló y se me arrastró a la garganta; y lo que vaticinó el adivino: “Todo es igual, nada vale la pena, el saber estrangula.” Un largo crepúsculo cojeaba delante de mí, una tristeza mortalmente cansada, ebria de muerte, que hablaba con boca bostezante. “Eternamente regresa el hombre del que tú estás cansado, el pequeño hombre” — así bostezaba mi tristeza, y arrastraba el pie y no podía dormirse. En cueva se me convirtió la tierra de los hombres, su pecho se hundió hacia dentro, todo lo viviente se me volvió podredumbre de hombres, y huesos, y carcomido pasado. Mi suspiro se sentó sobre todas las tumbas de los hombres y ya no pudo levantarse; mi suspiro y mi preguntar graznaban y estrangulaban y roían y se lamentaban día y noche: “¡Ay, el hombre regresa eternamente! ¡El pequeño hombre regresa eternamente!”

    Desnudos los había visto una vez a ambos, al hombre más grande y al hombre más pequeño: demasiado parecidos el uno al otro, — demasiado humano también el más grande. ¡Demasiado pequeño el más grande! — eso fue mi hastío del hombre. Y el eterno retorno también del más pequeño — eso fue mi hastío de toda existencia. ¡Ay, náusea, náusea, náusea! —

    Así habló Zaratustra, y suspiró y se estremeció; pues recordó su enfermedad. Pero entonces sus animales no le dejaron seguir hablando.

    “¡No sigas hablando, tú convaleciente!” —así le replicaron sus animales—, sino sal fuera, donde el mundo te aguarda como un jardín. Sal fuera a las rosas y a las abejas y a las bandadas de palomas; pero especialmente a los pájaros cantores, para que de ellos aprendas a cantar. Pues cantar es para el que convalece; el sano puede hablar. Y cuando también el sano quiere canciones, quiere canciones distintas de las del que convalece.”

    “¡Oh vosotros, pícaros locos y organillos, callad ya!” respondió Zaratustra y se sonrió de sus animales. “¡Qué bien sabéis qué consuelo inventé para mí en siete días! Que debo volver a cantar — ese consuelo inventé para mí y esta convalecencia: ¿queréis vosotros también hacer enseguida de eso una canción de organillo de nuevo?”

    “No sigas hablando” —le replicaron una vez más sus animales—; “mejor aun, tú, convaleciente, prepara para ti primero una lira, ¡una nueva lira! Porque mira, oh Zaratustra, para tus nuevas canciones son menester nuevas liras. Canta y ruge desbordándote, oh Zaratustra, sana con nuevas canciones tu alma, para que puedas soportar tu gran destino, que aún no ha sido el destino de ningún hombre. Porque tus animales lo saben bien, oh Zaratustra, quién eres y debes llegar a ser: mira, eres el maestro del eterno retorno; ese es ahora tu destino. Que tú, como el primero, debas enseñar esta enseñanza, ¿cómo no habría de ser este gran destino también tu más grande peligro y enfermedad?”

    “Ahora muero y desaparezco — dirías —, y en un ahora soy una nada. Las almas son tan mortales como los cuerpos. Pero el nudo de las causas regresa de nuevo, en el que estoy enredado; este volverá a crearme. Yo mismo pertenezco a las causas del eterno retorno. Vengo de nuevo, con este sol, con esta tierra, con este águila, con esta serpiente — no a una vida nueva, ni a una vida mejor, ni a una vida parecida: vengo eternamente de nuevo a esta misma e idéntica vida, en lo más grande y en lo más pequeño, para enseñar de nuevo el eterno retorno de todas las cosas, para pronunciar de nuevo la palabra del gran mediodía de la tierra y del hombre, para proclamar de nuevo el superhombre a los hombres. Hablé mi palabra, me quiebro en mi palabra: así lo quiere mi suerte eterna; como proclamador perezco. Ahora ha llegado la hora de que el que desciende se bendiga a sí mismo. Así termina el descenso de Zaratustra.”

    Cuando los animales hubieron hablado estas palabras, callaron y esperaron a que Zaratustra les dijera algo; pero Zaratustra no oyó que callaban. Más bien permaneció tendido, con los ojos cerrados, semejante a alguien que duerme, aunque no dormía; pues conversaba en ese momento con su alma. Pero la serpiente y el águila, cuando lo encontraron así silencioso, honraron la gran quietud que había en torno a él y se marcharon con cautela de allí.

  • 3.12. DE TABLAS VIEJAS Y NUEVAS

    [1]Aquí me siento y espero, viejas tablas rotas a mi alrededor, y también nuevas tablas a medio escribir. ¿Cuándo llegará mi hora? — la hora de mi descenso, de mi ocaso; pues una vez más quiero ir a los hombres. Por eso espero ahora: porque primero han de llegarme las señales de que es mi hora — a saber: el león riente con la bandada de palomas. Entre tanto, como quien tiene tiempo, hablo conmigo mismo. Nadie me cuenta nada nuevo: así, me cuento yo a mí mismo.

    [2]Cuando llegué a los hombres, los encontré sentados sobre un viejo engreimiento: todos se creían desde hacía ya mucho saber qué es para el hombre el bien y el mal. Un asunto viejo y cansado les parecía todo hablar de la virtud; y quien quería dormir bien, antes de ir a dormir aún hablaba de “bien” y “mal”.

    Perturbé este sopor cuando enseñé: lo que es el bien y el mal, eso no lo sabe todavía nadie — salvo el creador. — Y creador es quien crea la meta del hombre y da a la tierra su sentido y su futuro: solo este hace que algo llegue a ser bueno o malo.

    Y les mandé volcar sus viejas cátedras, y allí donde se había sentado aquel viejo engreimiento; les mandé reírse de sus grandes maestros de la virtud, de sus santos, de sus poetas y de sus redentores del mundo. De sus sombríos sabios les mandé reírse, y de cualquiera que alguna vez, como un negro espantapájaros, se hubiera posado en el árbol de la vida en ademán de advertencia. En su gran calle de las tumbas me senté, yo mismo entre carroña y buitres — y me reí de todo su antaño y de su carcomida gloria ruinosa.

    En verdad, como predicadores de penitencia y como necios, grité con ira y alaridos sobre todo su grande y su pequeño: ¡que su mejor sea tan del todo pequeño! ¡que su peor sea tan del todo pequeño! — así reí.

    Mi sabio anhelo gritó y rió así desde mí — el que nació en las montañas, una sabiduría salvaje, en verdad —, mi gran anhelo de rugientes alas. Y a menudo me arrancó fuera, arriba y más allá, y en medio de la risa: entonces volé, no sin estremecimiento, como una flecha, a través de un arrebato ebrio de sol; hacia lejanos futuros que ningún sueño ha visto aún, a sures más ardientes que los que jamás soñaron artífices; allí donde los dioses, danzando, se avergüenzan de toda vestidura; esto es: hablo en parábolas y, como los poetas, cojeo y tartamudeo; y, en verdad, me avergüenzo de que aún deba ser poeta.

    Donde todo devenir me pareció danza de dioses y travesura de dioses, y el mundo suelto y desatado, y replegándose hacia sí mismo: — como un eterno huirse y volverse a buscar de muchos dioses; como el bienaventurado contradecirse, volverse a oír y volver a pertenecerse mutuamente de muchos dioses.

    Donde todo tiempo me pareció una bienaventurada burla de los instantes; donde la necesidad era la libertad misma, que, bienaventurada, jugaba con el aguijón de la libertad.

    Donde también reencontré a mi viejo diablo y archienemigo — el espíritu de la gravedad —, y todo cuanto él creó: coacción, precepto, necesidad, y consecuencia, y propósito, y voluntad, y bien y mal.

    Porque, ¿no debe haber algo sobre lo que se dance, más allá de lo cual se dance? ¿No deben, en aras de los ligeros, de los más ligeros, existir topos y enanos graves?

    [3] Allí fue también donde recogí del camino la palabra «superhombre», y que el hombre es algo que debe ser superado — que el hombre es un puente y no un fin: proclamándose bienaventurado por su mediodía y su tarde, como camino hacia nuevas auroras rosadas: — la palabra de Zaratustra sobre el gran mediodía, y cuanto además colgué por encima del hombre, como segundos arreboles purpúreos del atardecer.

    En verdad, también les hice ver estrellas nuevas, junto con noches nuevas; y sobre las nubes, el día y la noche, aún extendí la risa como un dosel multicolor.

    Les enseñé todo mi poetizar y mi empeño: componer en uno y reunir cuanto es fragmento en el hombre, y acertijo y temible azar; — como poeta, adivinador de acertijos y redentor del azar, les enseñé a forjar el porvenir y a redimir, creando, todo lo que fue. Redimir lo pasado en el hombre y recrear todo «fue», hasta que la voluntad diga: «¡Pero así lo quise! ¡Así lo querré!» — a eso lo llamé redención ante ellos; a eso solo les enseñé a llamar redención.

    Ahora espero mi redención: ir a ellos por última vez. Porque una vez más quiero ir a los hombres; entre ellos quiero descender; muriendo quiero darles mi más rico don. Del sol aprendí esto: cuando se pone, el sumamente rico, derrama oro en el mar desde inagotable riqueza, — de modo que hasta el pescador más pobre rema con remo de oro. Esto lo vi una vez y no me sacié de lágrimas al contemplarlo.

    Como el sol, también Zaratustra quiere descender: ahora está aquí sentado y espera, con viejas tablas rotas a su alrededor, y también nuevas tablas — medio escritas.

    [4] Mira, aquí hay una nueva tabla: pero ¿dónde están mis hermanos que la lleven conmigo al valle y a corazones de carne?

    Así lo exige mi gran amor por los más lejanos: ¡no trates con miramiento a tu más próximo! El hombre es algo que debe ser superado.

    Hay muchos caminos y maneras de la superación: ¡Mira tú ahí! Pero solo un bufón piensa: «al hombre también se le puede saltar por encima».

    Supérate a ti mismo aun en tu más próximo; y un derecho que puedes arrebatar para ti, no has de dejar que te lo den. Lo que tú haces, nadie puede volvértelo a hacer. Mira, no hay retribución.

    Quien no puede mandarse a sí mismo, ha de obedecer. Y más de uno puede mandarse a sí mismo, pero ahí todavía falta mucho para que también se obedezca a sí mismo.

    [5] Así lo quiere la índole de las almas nobles: no quieren tener nada gratis, y menos aún la vida. Quien es del populacho quiere vivir gratis; pero nosotros, los otros, a quienes la vida se dio, cavilamos siempre sobre qué es lo mejor que podemos dar a cambio. Y, en verdad, este es un dicho noble, el que dice: «lo que la vida nos promete, eso queremos — cumplírselo a la vida».

    No se ha de querer gozar donde no se da goce. Y — ¡no se ha de querer gozar! Pues el goce y la inocencia son las cosas más pudorosas: ambas no quieren ser buscadas. Se las ha de tener — pero más bien se ha de buscar aun culpa y dolores.

    [6] ¡Oh, hermanos míos, quien es primogénito siempre es sacrificado! Ahora, sin embargo, somos primogénitos. Sangramos todos en secretos altares de sacrificio, ardemos y nos asamos todos en honor de viejos ídolos. Nuestro mejor es todavía joven: eso excita los viejos paladares. Nuestra carne es tierna, nuestra piel no es más que piel de cordero: ¿cómo no habríamos de excitar a los viejos sacerdotes de ídolos? En nosotros mismos habita aún el viejo sacerdote de ídolos, que asa nuestro mejor para su festín. ¡Ay, hermanos míos, cómo no habrían los primogénitos de ser sacrificios!

    Pero así lo quiere nuestra índole; y amo a quienes no quieren preservarse. A los que descienden los amo con todo mi amor: porque pasan al otro lado.

    [7] Ser veraz — ¡eso pocos pueden! Y quien puede, aún no quiere. Menos que nadie pueden los buenos. ¡Oh esos buenos! Los hombres buenos nunca dicen la verdad; para el espíritu, ser bueno así es una enfermedad. Ceden, estos buenos, se entregan; su corazón repite, su fondo obedece: pero quien obedece no se oye a sí mismo.

    Todo lo que los buenos llaman malo debe juntarse para que nazca una verdad. ¡Oh, hermanos míos, ¿sois también lo bastante malos para esta verdad?! El temerario osar, la larga desconfianza, el cruel ‘no’, el hastío, el cortar en lo vivo — ¡qué raras veces se junta todo eso! Pero de tal semilla, sin embargo, se engendra la verdad.

    ¡Junto a la mala conciencia ha crecido hasta ahora todo conocimiento! ¡Romped, romped por mí, vosotros, los que conocéis, las viejas tablas!

    [8] Cuando el agua tiene vigas, cuando pasarelas y barandillas saltan sobre el río, en verdad, no encuentra entonces crédito el que entonces dice: “Todo fluye.” Antes bien, hasta los necios le contradicen: “¿Cómo? —dicen los necios— ¿que todo fluye? ¡Pero si hay vigas y barandillas por encima del río!” “Por encima del río todo es firme: los valores de las cosas, los puentes, los conceptos, todo “bien” y “mal”: ¡eso todo es firme!”

    Si de hecho llega el duro invierno, el domador del animal-río, entonces aprenden hasta los más ingeniosos desconfianza; y, en verdad, no sólo los necios dicen entonces: “¿No debería todo — estar quieto?”

    “En el fondo está todo quieto” — esa es una enseñanza propiamente invernal, una cosa adecuada para el tiempo estéril, un buen consuelo para durmientes invernales y arrimados a la estufa.

    “En el fondo está todo quieto” — pero contra esto predica el viento del deshielo. El viento del deshielo, un toro que no ara — un toro furioso, un destructor que, con cuernos airados, rompe el hielo. Pero el hielo — rompe pasarelas.

    ¡Oh, hermanos míos, ¿no fluye todo ahora? ¿No han caído todas las barandillas y pasarelas al agua? ¿Quién se aferraría aún a “bien” y “mal”?

    “¡Ay de nosotros! ¡Salud para nosotros! ¡El viento del deshielo sopla!” — Así predicadme, oh, hermanos míos, por todas las calles.

    [9] Hay un viejo delirio, que se llama “bien” y “mal”. En torno a adivinos y astrólogos ha girado hasta ahora la rueda de ese delirio. Antaño se creyó en adivinos y astrólogos, y por eso se creyó: “Todo es destino: has de, pues debes.”

    Luego, de nuevo, se desconfió de todos los adivinos y astrólogos; y por eso se creyó: “Todo es libertad: puedes, pues quieres.”

    ¡Oh, hermanos míos, sobre las estrellas y el futuro hasta ahora sólo se ha supuesto, no sabido; y por eso, sobre “bien” y “mal” hasta ahora sólo se ha supuesto, no sabido!

    [10] “¡No robarás! ¡No matarás!” — tales palabras se llamaron antaño sagradas; ante ellas se doblaba la rodilla y las cabezas, y se quitaban los zapatos. Pero yo os pregunto: ¿dónde hubo jamás mejores ladrones y asesinos en el mundo que lo que fueron tales sagradas palabras?

    ¿No hay en toda vida misma — robar y matar? ¿Y que tales palabras se llamaran sagradas, no fue con ello la verdad misma — muerta a golpes? ¿O fue una predicación de la muerte que se llamara sagrado lo que contradecía y desaconsejaba toda vida? — ¡Oh, hermanos míos, romped, romped por mí las viejas tablas!

    [11] Esta es mi compasión por todo lo pasado: que veo que está abandonado, — abandonado a merced de la gracia, del espíritu y de la locura de cada generación, que llega y reinterpreta todo lo que fue como su puente.

    Un gran déspota podría llegar, un astuto demonio, que con su favor y su desfavor forzara y forzase todo lo pasado, hasta que se convirtiera para él en puente, presagio, heraldo y canto del gallo.

    Pero este es el otro peligro y mi otra compasión: — quien es del populacho, su memoria se remonta sólo hasta el abuelo; — pero con el abuelo se detiene el tiempo.

    Así está todo lo pasado abandonado: porque podría suceder que el populacho se hiciera amo y en aguas poco profundas ahogara todo tiempo.

    Por eso, ¡oh, hermanos míos, hace falta una nueva nobleza que sea adversaria de todo populacho y todo despotismo, y que sobre tablas nuevas, de nuevo, escriba la palabra “noble”.

    Porque hacen falta muchos nobles y muy diversos nobles, para que haya nobleza. O, como dije una vez en parábola: “Eso precisamente es divinidad: que haya dioses, pero no Dios.”

    [12] Oh hermanos míos, os consagro y os destino a una nueva nobleza: para mí habéis de llegar a ser engendradores y criadores y sembradores del futuro — en verdad, no a una nobleza que podríais comprar al modo de los tenderos y con oro de tendero; pues poco valor tiene todo cuanto tiene su precio.

    ¡Que no de dónde venís determine en adelante vuestro honor, sino adónde vais! Vuestra voluntad y vuestro pie, que quiere ir por encima y más allá de vosotros mismos — eso determine vuestro nuevo honor.

    En verdad, no que hayáis servido a un príncipe — ¡qué importan aún los príncipes! — ni que os hayáis convertido en baluarte de lo que está en pie, para que estuviera en pie más firme.

    No que vuestro linaje se volviera cortesano en las cortes, ni que aprendierais, multicolores, a semejanza de un flamenco, a estar de pie largas horas en someros estanques. — Pues saber estar de pie es un mérito entre los cortesanos; y todos los cortesanos creen que a la bienaventuranza tras la muerte pertenece — ¡poder sentarse!

    Ni tampoco que un espíritu, al que ellos llaman santo, condujera a vuestros antepasados a tierras prometidas, que yo no alabo — pues donde el peor de todos los árboles creció, la cruz, en esa tierra ¡nada hay que alabar! Y en verdad, adondequiera que este “santo espíritu” condujera también a sus caballeros, siempre corrían en tales campañas — cabras y gansos y cabezas de cruz y de través — por delante.

    ¡Oh hermanos míos, no hacia atrás ha de mirar vuestra nobleza, sino hacia fuera! Desterrados habéis de ser de todas las tierras de vuestros padres y patriarcas. La tierra de vuestros hijos habéis de amar: ese amor sea vuestra nueva nobleza — lo no descubierto, en el más lejano mar. ¡Tras ella mando a vuestras velas buscar y buscar!

    En vuestros hijos habéis de enmendar el hecho de que sois hijos de vuestros padres: todo lo pasado habéis de redimir así. ¡Esta nueva tabla coloco sobre vosotros!

    [13] “¿Para qué vivir? ¡Todo es vanidad! Vivir — eso es trillar paja; vivir — eso es quemarse y, sin embargo, no entrar en calor.” — Tal arcaica cháchara pasa todavía por “sabiduría”; porque es vieja y huele a rancio, por eso se la honra más. También el moho ennoblece.

    A los niños se les permitió hablar así: rehúyen el fuego, porque los quemó. Hay mucha niñería en los viejos libros de sabiduría. Y quien siempre “trilla paja”, ¿cómo habría de blasfemar de la trilla? A tal necio habría, desde luego, que amordazarle el hocico.

    Tales se sientan a la mesa y no traen nada consigo, ni siquiera buen hambre — y ahora blasfeman: “¡Todo es vanidad!”. Pero comer y beber bien, ¡oh hermanos míos!, en verdad no es vano arte. Romped, romped por mí las tablas de los nunca alegres.

    [14] “Para los puros, es todo puro” — así habla el pueblo. Pero yo os digo: “para los puercos se vuelve todo puerco”.

    Por eso predican los exaltados y los cabizbajos, a quienes también se les descuelga el corazón: “El mundo mismo es un monstruo de excremento.” Porque estos todos son de espíritu impuro; pero en especial aquellos que no hallan paz ni reposo a menos que miren el mundo por detrás — ¡los transmundanos! A esos se lo digo a la cara, aunque no suene placentero: en esto se parece el mundo al hombre, en que tiene un trasero — tanto es verdad. Hay en el mundo mucho excremento — tanto es verdad. Pero por eso el mundo mismo no es aún ningún monstruo de excremento.

    Hay sabiduría en que muchas cosas en el mundo huelen mal: el asco mismo cría alas y fuerzas que presienten las fuentes. En lo mejor hay aún algo que da asco; y el mejor es aún algo que ha de ser superado. ¡Oh hermanos míos, hay mucha sabiduría en que hay mucho excremento en el mundo!

    [15] Tales máximas oí a los piadosos transmundanos decir a su conciencia; y, en verdad, sin malicia ni falsía — aunque nada más falso hay en el mundo, nada más malicioso:

    “¡Deja al mundo ser el mundo! ¡No levantes contra ello ni un dedo!”

    “Deja que quien quiera estrangule y apuñale y corte y raspe a la gente: ¡no levantes contra ello ni un dedo! Por ello aprenden aún a renunciar al mundo.”

    “Y tu propia razón — con ella habrías de hacer gárgaras y estrangularla tú mismo; pues es una razón de este mundo — por ello aprendes tú mismo a renunciar al mundo.”

    ¡Romped, romped por mí, oh hermanos míos, estas viejas tablas de los piadosos! ¡Haced trizas por mí las máximas de los calumniadores del mundo!

    [16]“Quien mucho aprende, desaprende todo deseo vehemente” — eso se susurran hoy unos a otros en todos los callejones oscuros.

    “La sabiduría cansa; no merece la pena — nada; ¡no has de desear!” — esta nueva tabla la encontré colgada incluso en los mercados al aire libre.

    Romped por mí, oh hermanos míos, romped por mí también esta nueva tabla. Los cansados del mundo la colgaron allí, y los predicadores de la muerte, y también los capataces del látigo; pues mirad, ¡es también una prédica de servidumbre! Que aprendieron mal, y no lo mejor, y todo demasiado pronto y todo demasiado deprisa; que comieron mal, de ahí les vino ese estómago estropeado. Un estómago estropeado es, en efecto, su espíritu: aconseja la muerte. Porque, en verdad, hermanos míos, el espíritu es un estómago. La vida es un manantial de placer; pero para aquel desde el que habla el estómago estropeado —el padre de la aflicción—, todas las fuentes están envenenadas.

    ¡Conocer: eso es placer para el que tiene voluntad de león! Pero quien se cansó, ese es sólo “querido”; con él juegan todas las olas. Y así es siempre la índole de los hombres débiles: se pierden en sus caminos. Y, al fin, su cansancio aun pregunta: “¿Para qué recorrimos jamás caminos? ¡Todo es lo mismo!” A esos les suena dulce al oído que se predique: “¡Nada merece la pena! ¡No habéis de querer!” Pero esto es una prédica de servidumbre.

    ¡Oh hermanos míos, como un fresco viento rugiente llega Zaratustra a todos los cansados del camino; muchas narices hará aun estornudar! También a través de muros sopla mi libre aliento, y penetra en las prisiones y en los espíritus cautivos. Querer libera; porque querer es crear: así enseño. Y sólo para crear habéis de aprender.

    Y también el aprender habéis de aprenderlo primero de mí: ¡el buen aprender! — Quien tenga oídos, que oiga.


    [17]Ahí está el bote; por ahí quizá se va a la gran nada. Pero ¿quién quiere embarcarse en este “quizá”? Ninguno de vosotros quiere embarcarse en el bote de la muerte. ¿Cómo queréis, entonces, estar cansados del mundo? ¡Cansados del mundo! Y aun ni siquiera fuisteis arrebatados de la tierra. Ávidos os encontré todavía de tierra, enamorados aun de vuestro propio cansancio de la tierra. No en vano os cuelga el labio hacia abajo: un pequeño deseo terrenal se posa aun sobre él. Y en el ojo, ¿no flota ahí una nubecilla de placer terrenal no olvidado?

    Hay sobre la tierra muchas buenas invenciones, unas útiles, otras agradables: por ellas la tierra merece ser amada. Y muchas diferentes cosas tan bien inventadas hay allí, que son como el pecho de la mujer: útiles y agradables a la vez.

    ¡Pero vosotros, cansados del mundo! ¡Vosotros, perezosos de la tierra! A vosotros se os ha de “acariciar” con varas: a varazos se os han de volver a hacer las piernas vivaces de nuevo. Porque, si no sois enfermos y criaturillas gastadas, de los que está cansada la tierra, entonces sois astutos animales perezosos o golosos, agazapados, gatos de placer. Y si no queréis correr alegres de nuevo, entonces habéis de partir de este mundo. De los incurables no se ha de querer ser médico: así lo enseña Zaratustra; así que habéis de partir de este mundo.

    Pero se requiere más valor para hacer un final que para hacer un nuevo verso: eso lo saben todos los médicos y poetas.


    [18]Oh hermanos míos, hay tablas que creó el cansancio y tablas que creó la pereza, la corrompida: aunque hablan igual, quieren, no obstante, ser escuchadas de manera distinta.

    ¡Mirad aquí a este languideciente! Sólo a un palmo está aun de su meta, pero por cansancio se ha tendido aquí, desafiante, en el polvo — ¡este valiente! Por cansancio bosteza ante el camino, la tierra, la meta y ante sí mismo: ningún paso quiere dar ya más adelante — ¡este valiente! Ahora el sol arde sobre él y los perros lamen su sudor; pero yace ahí en su desafío y prefiere languidecer — ¡a un palmo de su meta languidecer! En verdad, aun deberéis arrastrarlo por los cabellos hasta su cielo — a este héroe. Mejor aun, dejadle yacer donde se ha tendido, para que le venga el sueño, el consolador, con refrescante lluvia susurrante. Dejadle yacer hasta que por sí mismo despierte, hasta que por sí mismo repudie todo cansancio y lo que el cansancio enseñó a través de él. Sólo, hermanos míos, que ahuyentéis de él a los perros, a los perezosos merodeadores y a todo el enjambre de alimañas, todo el enjambre de alimañas de los “cultos” que se regala con el sudor de cada héroe.


    [19]Cierro círculos a mi alrededor y sagradas fronteras; cada vez menos ascienden conmigo a cada vez más altas montañas: construyo una cordillera con montañas cada vez más sagradas. Pero, adondequiera que queráis ascender conmigo, oh hermanos míos, cuidad que ningún parásito ascienda con vosotros. Un parásito: eso es un gusano, una criatura rastrera y zalamera, que quiere engordar en vuestros enfermos y doloridos rincones. Y éste es su arte: que adivina, en las almas que ascienden, dónde se cansan; en vuestro pesar y descontento, en vuestro delicado pudor, construye su nido nauseabundo. Donde el fuerte es débil, donde el noble es en exceso benigno, ahí construye su nido nauseabundo: el parásito habita donde el grande tiene pequeños doloridos rincones.

    ¿Cuál es la más alta índole de todo lo que existe y cuál la más baja? El parásito es la índole más baja; pero quien es de la índole más alta, ese alimenta a la mayoría de los parásitos. Pues el alma que tiene la escalera más larga y puede descender más hondo: ¿cómo no habrían de posarse en ella la mayoría de los parásitos? El alma que más abarca, que puede correr, errar y vagar en sí misma más lejos; la más necesaria, que por puro gusto se lanza al azar; el alma que es, que se zambulle en el devenir; la que posee, que quiere lanzarse al querer y al anhelar; la que huye de sí misma, la que se alcanza a sí misma en el más amplio círculo; el alma más sabia, a la que la necedad persuade de la manera más dulce; la que más se ama a sí misma, en la que todas las cosas tienen su corriente y contracorriente, y su flujo y reflujo: ¡oh, cómo no habría de tener el alma más alta los peores parásitos!

    [20] Oh hermanos míos, ¿soy entonces cruel? Pero digo: lo que cae, eso debe aún empujarse. Todo lo de hoy — eso cae, eso se desmorona: ¿quién querría mantenerlo? Pero yo — yo quiero aún empujarlo.

    ¿Conocéis la lujuria que hace rodar piedras por despeñaderos empinados? Estos hombres de hoy: ¡mirad cómo ruedan por mis despeñaderos!

    ¡Soy preludio de jugadores mejores, oh hermanos míos! ¡Un ejemplo! ¡Haced según mi ejemplo!

    Y al que no enseñáis a volar, a ese enseñádmelo — ¡a caer más rápido!

    [21] Amo a los valientes; pero no basta ser espadachín: hay que saber también a quién golpear. Y a menudo hay más valentía en contenerse y pasar de largo, para reservarse para el enemigo más digno.

    Yo sólo habría de tener enemigos a los que haya que odiar, pero no enemigos para despreciar; debéis estar orgullosos de vuestro enemigo: así enseñé ya una vez. Para el enemigo más digno, oh amigos míos, os habéis de reservar; por eso debéis pasar de largo ante muchas cosas, sobre todo ante mucha chusma que os ensordece los oídos con su griterío sobre el pueblo y los pueblos. Mantened vuestro ojo limpio de sus pros y contras. Ahí hay mucha justicia, mucha injusticia; quien se detiene a mirar ahí acaba lleno de ira. Mirar ahí, golpear ahí: ahí ambas cosas son una sola; por eso marchaos a los bosques y dejad dormir vuestra espada.

    ¡Recorred vuestros caminos! Y dejad a pueblo y pueblos recorrer los suyos: oscuros caminos, en verdad, sobre los que ya no destella una sola esperanza. ¡Que ahí domine el tendero, donde todo lo que aún brilla es oro de tendero! Ya no es tiempo de reyes; lo que hoy se llama pueblo no merece reyes. Mirad cómo esos pueblos hacen ahora ellos mismos igual que los tenderos: arrancan aún las más pequeñas ventajas de cada montón de basura. Se acechan unos a otros, se arrancan unos a otros algo al acecho: a eso lo llaman “buena vecindad”. Oh, bienaventurado lejano tiempo en que un pueblo se decía a sí mismo: “quiero ser señor por encima de los pueblos”. Porque, hermanos míos: lo mejor ha de dominar, lo mejor quiere también dominar. Y donde la enseñanza reza de otro modo, ahí falta lo mejor.

    [22] Si esos tuviesen pan gratis, ¡ay!, ¿por qué gritarían? Su manutención — ese es su verdadero entretenimiento; y han de tenerlo difícil. Son bestias de presa: en su “trabajar” hay todavía robo; en su “ganar” hay todavía engaño. Por eso han de tenerlo difícil. Así han de volverse mejores bestias de presa, más finas, más inteligentes, más semejantes al hombre; pues el hombre es la mejor bestia de presa. A todos los animales el hombre ya les ha robado sus virtudes; por eso, de todos los animales, el hombre lo ha tenido más difícil. Sólo los pájaros están aún por encima de él. Y si el hombre aprendiera a volar, ¡ay!, ¿a qué alturas volaría su ansia de rapiña?

    [23] Así quiero a hombre y mujer: al uno hábil para la guerra, a la otra hábil para dar a luz, pero a ambos hábiles para danzar con cabeza y piernas. Y perdido sea para nosotros el día en que no se danzó ni una sola vez. Y falsa se llame para nosotros toda verdad a la que no acompañó una risa.

    [24] El sello de vuestro matrimonio: mirad que no sea un mal sello. Sellasteis demasiado rápido; de ahí se sigue — quebrantar el matrimonio. Y mejor aún quebrantar el matrimonio que torcer el matrimonio, mentir el matrimonio. Así me habló una mujer: “Cierto que quebranté el matrimonio, pero primero me quebrantó el matrimonio a mí”.

    A los mal casados los encontré siempre los más vengativos: hacen pagar a todo el mundo el hecho de que ya no corran solos.

    Por eso quiero que los honestos se digan el uno al otro: “Nos amamos; cuidemos de seguir queriéndonos. ¿O ha de ser nuestra promesa una equivocación?”

    “Dadnos un plazo y un pequeño matrimonio, para ver si valemos para el gran matrimonio. ¡Es cosa grande siempre ser dos!”

    Así aconsejo a todos los honestos; ¿y qué sería entonces mi amor al superhombre y a todo lo que ha de venir, si aconsejara y hablara de otro modo? Que no sólo a extender vuestra estirpe, sino a elevarla — a eso, oh hermanos míos, os ayude el jardín del matrimonio.

    [25] Quien se volvió sabio respecto a viejos orígenes, ese acabará por buscar fuentes del futuro y nuevos orígenes. Oh hermanos míos, no falta mucho: entonces nuevos pueblos surgirán y nuevas fuentes se precipitarán rugiendo hacia nuevas profundidades. Pues el terremoto — que ciega muchos pozos, que causa mucho languidecer — saca también a la luz fuerzas y secretos interiores. El terremoto deja nuevas fuentes al descubierto. En el terremoto de viejos pueblos manan nuevas fuentes.

    Y quien clama: “He aquí un pozo para muchos sedientos, un corazón para muchos anhelantes, una voluntad para muchas herramientas”: en torno a ese se congrega un pueblo, esto es: muchos que intentan.

    Quién puede mandar, quién debe obedecer — eso es lo que ahí se ensaya. ¡Ay, con qué largo buscar, y conjeturar, y desacertar, y aprender, e intentar de nuevo!

    La sociedad de los hombres: eso es un intento, así lo enseño — una larga búsqueda; pero busca al que manda. Un intento, oh hermanos míos, y no un “contrato”. Romped, romped por mí tal palabra de los de corazón blando y de los mitad-y-mitad.

    [26] ¡Oh hermanos míos! ¿En quiénes radica el mayor peligro para todo futuro de los hombres? ¿No es en los buenos y los justos — en aquellos que dicen y sienten en el corazón: “sabemos ya lo que es bueno y justo, lo tenemos también; ¡ay de aquellos que aquí aún buscan!”? Y cualquiera que sea el daño que puedan los malvados hacer, el daño de los buenos es el daño más dañino. Y cualquiera que sea el daño que puedan los calumniadores del mundo hacer, el daño de los buenos es el daño más dañino.

    Oh hermanos míos, hubo uno que una vez miró al corazón de los buenos y los justos, el que dijo: “son los fariseos.” Pero nadie lo entendió. Los buenos y los justos mismos no tuvieron permitido entenderlo: su espíritu está cautivo en su buena conciencia. La estupidez de los buenos es de una inteligencia insondable. Pero esa es la verdad: los buenos deben ser fariseos — no tienen elección. Los buenos deben crucificar a aquel que inventa para sí su propia virtud. ¡Esa es la verdad!

    Pero el segundo que descubrió su país, país, corazón y tierra de los buenos y los justos, ese fue el que preguntó: “¿a quién odian más?” Al que crea odian más: a aquel que rompe tablas y viejos valores, al rompedor — a ese lo llaman criminal. Pues los buenos — esos no pueden crear: esos son siempre el principio del fin: crucifican a aquel que escribe nuevos valores en nuevas tablas, se sacrifican a sí mismos el futuro — crucifican todo futuro de los hombres.

    Los buenos — esos fueron siempre el principio del fin.

    [27] Oh hermanos míos, ¿entendisteis también esta palabra? ¿Y lo que un día dije sobre el “último hombre”? ¿En quiénes radica el mayor peligro para todo futuro de los hombres? ¿No es en los buenos y justos? ¡Romped, romped por mí a los buenos y justos! Oh hermanos míos, ¿entendisteis también esta palabra?

    [28] ¿Huís de mí? ¿Estáis asustados? ¿Tembláis ante esta palabra? Oh hermanos míos, cuando os mandé romper a los buenos y las tablas de los buenos, fue entonces cuando embarqué al hombre en su alta mar. Y solo ahora le llega el gran espanto, el gran mirar en torno, la gran enfermedad, la gran náusea, el gran mareo en alta mar. Falsas costas y falsas seguridades os enseñaron los buenos; en las mentiras de los buenos nacisteis y tuvisteis cobijo. Todo, hasta el fundamento, está falseado y torcido por los buenos. Pero quien descubrió la tierra “hombre” descubrió también la tierra “futuro de los hombres”. Ahora habéis de ser navegantes, valientes, pacientes. Caminad erguidos, pronto, oh hermanos míos; aprended a caminar erguidos. El mar se agita con tormenta: muchos quieren, apoyándose en vosotros, erguirse de nuevo. El mar se agita con tormenta: todo está en el mar. ¡Ea! ¡Arriba! ¡Vosotros, viejos corazones de marino! ¡Qué patria! Hacia allí quiere ir nuestro timón, donde está la tierra de nuestros hijos. ¡Hacia allá fuera, más tempestuoso que el mar, embiste nuestro gran anhelo!

    [29] «¿Por qué tan duro?», le dijo al diamante un día el carbón de cocina. «¿No somos entonces parientes cercanos?» ¿Por qué tan blandos? Oh hermanos míos, así os pregunto: ¿no sois, entonces, mis hermanos? ¿Por qué tan blandos, tan vacilantes y transigentes? ¿Por qué hay tanta negación, renegación en vuestros corazones? ¿Tan poco destino en vuestra mirada? Y si no queréis ser destinos e inexorables, ¿cómo podríais vencer conmigo?

    Y si vuestra dureza no quiere relampaguear y separar y cortar en pedazos, ¿cómo podríais un día crear conmigo? Pues los creadores son duros. Y debe pareceros una bienaventuranza imprimir vuestra mano sobre milenios como sobre cera. Bienaventuranza, escribir sobre la voluntad de milenios como sobre bronce, más duro que bronce, más noble que bronce. Solo lo más noble es enteramente duro. Esta nueva tabla, oh hermanos míos, pongo sobre vosotros: ¡volveos duros!

    [30] ¡Oh tú, mi voluntad! Tú, giro de toda necesidad, tú, mi necesidad. ¡Presérvame de todas las pequeñas victorias! Tú, providencia de mi alma, a la que llamo destino. ¡Tú-en-mí! ¡Sobre-mí! ¡Presérvame y resérvame para un gran destino!

    Y tu última grandeza, mi voluntad, resérvala para lo último tuyo: que seas inexorable en tu victoria. ¡Ay, quién no sucumbió a su victoria! ¡Ay, de quién no se oscureció el ojo en este ebrio crepúsculo! ¡Ay, de quién no se tambaleó el pie y desaprendió, en la victoria, a mantenerse en pie!

    Para que un día yo esté preparado y maduro en el gran mediodía, preparado y maduro como bronce resplandeciente, nube preñada de relámpagos y ubre de leche henchida; preparado para mí mismo y para mi voluntad más escondida, un arco en celo tras su flecha, una flecha en celo tras su estrella; una estrella preparada y madura en su mediodía, resplandeciente, traspasada, bienaventurada ante las flechas aniquilantes del sol; un sol mismo y una inexorable voluntad de sol, lista para aniquilar en la victoria.

    ¡Oh voluntad, giro de toda necesidad, tú mi necesidad! ¡Resérvame para una gran victoria!

    Así habló Zaratustra.


    Traducción revisada con asistencia de IA basada en la arquitectura Transformer. Edición orientada por el texto alemán (Colli y Montinari) y la división estructural de Walter Kaufmann.

  • 3.11. DEL ESPÍRITU DE LA GRAVEDAD

    Mi hablar — es del pueblo: hablo con demasiada rudeza y cordialidad para los conejos de seda. Y todavía más extraña suena mi palabra a todos los calamares y zorros de la pluma.

    Mi mano — es mano de necio: ¡ay de todas las mesas y paredes, y de cuanto aún tenga sitio para adornos de necio y borrones de necio!

    Mi pie — es pezuña de caballo; con él pataleo y troto sobre troncos y piedras, en zigzag y campo a través, y el gozo me endiabla en todo correr veloz.

    Mi estómago — ¿es, quizá, estómago de águila? Porque ama, sobre todo, la carne de cordero. Ciertamente, sin embargo, es estómago de ave. Alimentado con cosas inocentes y con poco, dispuesto e impaciente por volar, por volar lejos — esa es ahora mi índole: ¿cómo no habría de haber en ello algo de índole de pájaro? Y, sobre todo, que soy enemigo del espíritu de la gravedad: eso es índole de pájaro — y, en verdad, enemigo a muerte, archienemigo, enemigo primordial. ¡Oh, adónde no voló ya, y se extravió ya volando, mi enemistad!

    De ello podría ya cantar una canción — — y quiero cantarla: aunque esté solo en una casa vacía y deba cantarla a mis propios oídos. Hay, ciertamente, otros cantantes a quienes sólo la casa llena les suaviza la garganta, les vuelve la mano locuaz, el ojo expresivo y el corazón despierto: — a esos no me parezco. —

    El que un día enseñe a volar a los hombres, habrá corrido todos los mojones; los propios mojones saltarán por los aires ante él, y rebautizará la tierra — como «la Ligera».

    El avestruz corre más veloz que el caballo más veloz, pero también él hunde aún pesadamente la cabeza en la tierra pesada: así el hombre que aún no puede volar. Pesada llama él a la tierra y a la vida; ¡y así lo quiere el espíritu de la gravedad! Pero quien quiere volverse ligero, y un ave, debe amarse a sí mismo: — así lo enseño yo.

    No, ciertamente no con el amor de los enfermos y de los ávidos: porque en ellos apesta incluso el amor propio. Uno debe aprender a amarse a sí mismo — así enseño yo — con un amor sano e íntegro, de modo que uno se soporte a sí mismo y no deambule. Tal deambular se bautiza «amor al prójimo»: con esta palabra se ha mentido y fingido de la mejor manera hasta ahora, y especialmente por aquellos que han caído pesados a todo el mundo.

    Y, en verdad, no es un mandamiento para hoy ni para mañana, aprender a amarse a sí mismo. Más bien, de entre todas las artes, esta es la más delicada, la más astuta, la última y la más paciente. Pues para su dueño está todo lo propio bien escondido; y de todos los tesoros enterrados, el propio es el que más tarde se desentierra — así lo obra el espíritu de la gravedad.

    Casi en la cuna se nos dan ya palabras pesadas y valores: «bien» y «mal» — así se llama esta dote. Por cuya causa se nos perdona que vivamos.

    Y para ello se deja que los niños se acerquen, para impedirles a tiempo que se amen a sí mismos: así lo obra el espíritu de la gravedad.

    Y nosotros — nosotros cargamos fielmente lo que se nos da, sobre hombros duros y por montes ásperos. Y si sudamos, nos dicen: «Sí, la vida es pesada de llevar». ¡Pero sólo el hombre es, para sí mismo, pesado de llevar! Eso sucede porque carga demasiado ajeno sobre sus hombros. Como el camello, se arrodilla y se deja cargar a conciencia. En especial el hombre fuerte, resistente al peso, en quien mora la reverencia: demasiadas palabras ajenas y pesadas, y valores ajenos y pesados, carga sobre sí — ahora la vida le parece un desierto.

    ¡Y, en verdad, también más de una cosa propia es pesada de llevar! Y mucho de lo interior en el hombre es como la ostra: repugnante, resbaladizo y difícil de asir — de modo que una noble concha, con noble adorno, ha de interceder por ello. Pero también este arte hay que aprenderlo: tener concha, y bello parecer, y sabia ceguera. Y, de nuevo, sobre más de una cosa en el hombre nos engaña el que más de una concha sea pobre y triste, y nada más que concha. Mucha bondad y fuerza escondidas no llegan nunca a ser adivinadas; los más exquisitos bocados no encuentran catadores. Las mujeres lo saben, las más exquisitas: un poco más henchida, un poco más enjuta — ¡oh, cuánto destino yace en tan poco!

    El hombre es difícil de descubrir, y descubrirse a sí mismo, aún lo más difícil de todo; a menudo miente el espíritu acerca del alma. Así lo obra el espíritu de la gravedad. Pero se ha descubierto a sí mismo el que dice: «Esto es mi bien y mi mal»; con ello ha dejado mudo al topo y al enano que repite: «Para todos bueno, para todos malo».

    En verdad, tampoco me agradan aquellos que llaman buena cualquier cosa, y a este mundo, incluso, el mejor: a esos los llamo los omnicomplacientes. Omnicomplacencia, que sabe gustar de todo: ¡ese no es el mejor gusto! Honro las lenguas y los estómagos díscolos y selectivos, que aprendieron a decir «Yo», y «Sí» y «No». Pero masticarlo y digerirlo todo — eso sí que es una verdadera índole de cerdo. Decir siempre «i‑a» — eso lo aprendió sólo el asno, y quien es de su espíritu. —

    El amarillo profundo y el rojo ardiente: así lo quiere mi gusto — que añade sangre a todos los colores. Pero quien encala de blanco su casa, me delata un alma encalada. Unos, enamorados de momias; otros, de fantasmas; y ambos por igual enemigos de toda carne y sangre — ¡oh, cómo van ambos contra mi gusto! Pues yo amo la sangre.

    Y no quiero vivir y estar allí donde todo el mundo escupe y vomita: ese es ahora mi gusto — antes viviría entre ladrones y perjuros. Nadie lleva oro en la boca. Pero más repugnantes me son todavía todos los lamebabas; y la bestia de hombre más repugnante que encontré, a esa la bauticé «Parásito»: no quiso amar y, sin embargo, vivir del amor.

    Desventurados llamo a todos los que tienen sólo una elección: volverse bestias malvadas o domadores malvados de bestias: entre tales no levantaría para mí cabaña alguna.

    Desventurados llamo también a los que siempre deben esperar; me van contra el gusto: todos los publicanos, los tenderos y los reyes, y los demás guardianes de tierras y de tiendas. En verdad, aprendí también a esperar, y desde el fondo — pero sólo a esperarme a mí mismo. Y, sobre todo, aprendí a estar de pie, a marchar, a correr, a saltar, a trepar y a danzar. Pero esta es mi enseñanza: quien quiera un día aprender a volar, primero ha de aprender a estar de pie, a marchar, a correr, a trepar y a danzar: — ¡no se aprende a volar volando! Con escaleras de cuerda aprendí a trepar a más de una ventana; con rápidas piernas ascendí a altos mástiles; sentarme en los altos mástiles del saber me pareció no poca bienaventuranza — como pequeñas llamas que titilan en altos mástiles: una luz pequeña, sí, pero aun así un gran consuelo para marineros a la deriva y náufragos.

    Todo mi caminar fue un probar y preguntar: — y, en verdad, también hay que aprender a responder a tales preguntas. Pero esto — es mi gusto: — ni bueno ni malo, sino mi gusto, del que ya no tengo ni vergüenza ni disimulo.

    «Esto — es ahora mi camino; ¿dónde está el vuestro?» Así respondí a quienes me preguntaban «por el camino». Pues el camino — ese — no lo hay.

    Así habló Zaratustra.

    Traducción desde el alemán (ed. crítica Colli-Montinari), revisada con ayuda de IA basada en arquitectura Transformer, siguiendo la segmentación de párrafos de Walter Kaufmann.

  • 3.10. DE LAS TRES COSAS MALAS

    En un sueño, en el último sueño de la mañana, hoy estuve de pie sobre un promontorio —más allá del mundo—; tenía una balanza y pesaba el mundo. ¡Ay, que demasiado pronto me vino la aurora: me encendió hasta despertarme, la celosa! Siempre está celosa de los incendios de mis sueños matutinos.

    Mensurable para quien tiene tiempo, pesable para un buen pesador, alcanzable en vuelo para alas fuertes, adivinable para divinos cascanueces: así encontró mi sueño al mundo:— Mi sueño, un audaz navegante, mitad nave, mitad novia del viento, silencioso como las mariposas, impaciente como los halcones nobles: ¡cómo tuvo, sin embargo, hoy paciencia y reposo para pesar el mundo! ¿Le susurró acaso en secreto mi sabiduría, mi risueña, despierta, sabiduría diurna, la que se burla de todos los “mundos infinitos”? Pues dice: «donde hay fuerza, también el número se vuelve soberana: tiene más fuerza».

    ¡Con qué seguridad contempló mi sueño este mundo finito, no curioso, no ávido de lo antiguo, no temeroso, no suplicante! Como si una manzana colmada se ofreciese a mi mano, una madura manzana de oro, con suave, fresca, aterciopelada piel, así se me ofreció el mundo. Como si un árbol me hiciera señas, de anchas ramas, de fuerte voluntad, curvado para servir de respaldo y aún de reposapiés a los fatigados del camino, así se plantó el mundo en mi promontorio. Como si delicadas manos me acercaran un sagrario, un sagrario abierto para el deleite de ojos pudorosos y veneradores, así se me ofreció hoy el mundo al encuentro. No enigma bastante como para ahuyentar el amor humano, no solución bastante como para adormecer la sabiduría humana. Una cosa humana buena fue hoy para mí el mundo, al que tanto mal se le achaca.

    ¿Cómo agradecer a mi sueño matutino que yo así, al amanecer, hoy haya pesado el mundo? Como una cosa humana buena vino a mí este sueño, y consolador del corazón. Y para hacer como él durante el día, y aprender —y desaprender— de él lo mejor, quiero ahora poner en la balanza las tres cosas más malas y sopesarlas humanamente bien. Quien enseñó a bendecir enseñó también a maldecir: ¿cuáles son en el mundo las tres cosas más malditas? Estas quiero ponerlas en la balanza.

    Voluptuosidad, afán de dominio, egoísmo: estos tres han sido hasta ahora los más maldecidos y los más calumniados y mentidos; a estos tres quiero sopesarlos humanamente bien.

    ¡Ea! Aquí está mi promontorio y allí el mar; este rueda hacia mí, hirsuto, adulador, el viejo y fiel monstruo canino de cien cabezas, al que amo. ¡Ea! Aquí quiero sostener la balanza sobre el mar batido; y también elijo un testigo para que lo vea: a ti, árbol ermitaño, de fuerte fragancia, de amplia bóveda, al que amo.

    ¿Sobre qué puente va hacia el algún día el ahora? ¿Por qué compulsión se fuerza lo alto hacia lo más bajo (que él)? ¿Y qué ordena incluso a lo más alto crecer aún hacia arriba?

    Ahora está la balanza igual y quieta: tres pesadas preguntas arrojé en ella; tres pesadas respuestas carga el otro platillo.

    Voluptuosidad: para todos los despreciadores del cuerpo vestidos de cilicio, su aguijón y su estaca; y maldita como “mundo” entre todos los ultramundanos, porque se burla y escarnece a todos los maestros del caos y el error.

    Voluptuosidad: para la chusma, el fuego lento donde se consume; para toda la madera agusanada y para todos los andrajos apestosos, el horno presto de celo y hervor.

    Voluptuosidad: para los corazones libres, inocente y libre; la dicha-jardín de la tierra, el desbordado agradecimiento de todo el futuro al ahora.

    Voluptuosidad: solo para lo marchito un veneno dulzón; pero para los de voluntad de león, el gran fortalecimiento del corazón, y el reverentemente preservado vino de los vinos.

    Voluptuosidad: la gran dicha-parábola para una dicha más alta y para la más alta esperanza. Porque a muchas cosas les está prometido matrimonio, y más que matrimonio, a muchas cosas que son más extrañas entre sí que hombre y mujer. ¿Y quién comprende del todo cuán extraños entre sí son hombre y mujer?

    Voluptuosidad: pero quiero tener cercas en torno a mis pensamientos y también en torno a mis palabras, para que no irrumpan en mis jardines los puercos y los exaltados.

    Afán de dominio: el látigo incandescente de los más duros de los duros de corazón; la atroz tortura que se reserva al más atroz; la llama sombría de hogueras vivientes.

    Afán de dominio: el tábano malicioso que se impone a los pueblos más vanidosos; la escarnecedora de toda virtud incierta; la que cabalga todo corcel y todo orgullo.

    Afán de dominio: el terremoto que rompe y abre todo lo podrido y ahuecado. La que rueda, ruge y castiga, la demoledora de sepulcros blanqueados. El relampagueante signo de interrogación junto a las respuestas prematuras.

    Afán de dominio: ante cuya mirada el hombre se arrastra, se agacha y se somete, y se hace más bajo que serpiente y puerco, hasta que por fin el gran desprecio grita desde él.

    Afán de dominio: la temible maestra del gran desprecio, que predica a ciudades y reinos, a la cara: «¡fuera contigo!», hasta que de ellos mismos grita: «¡fuera conmigo!».

    Afán de dominio: pero también asciende, seductora, hacia los puros y los solitarios, y hacia alturas autosuficientes, ardiendo como un amor que pinta, seductor, bienaventuranzas púrpuras en el cielo de la tierra.

    Afán de dominio: ¿pero quién la llamaría “afán” cuando lo alto anhela ir hacia abajo tras poder? En verdad, nada enfermo ni ávido hay en tal anhelar y descender. Que la altura solitaria no se eternice en soledad y se baste a sí misma eternamente; que la montaña vaya a los valles y los vientos de la altura a las tierras bajas. ¡Oh, quién hallaría el justo nombre de bautismo y de virtud para tal anhelo! «La virtud que hace regalos»: así llamó Zaratustra una vez a lo innombrable.

    Y en aquel tiempo sucedió también —y en verdad, sucedió por primera vez— que su palabra proclamó bienaventurado al afán de sí mismo, al sano, al saludable afán de sí mismo que brota de un alma poderosa; de un alma poderosa a la que pertenece el cuerpo alto, el hermoso, triunfante, vivificante, en torno al cual toda cosa se vuelve espejo; el cuerpo ágil y persuasivo, el danzante, cuya parábola y compendio es el alma alegre de sí misma. La alegría de sí mismos de tales cuerpos y almas se llama a sí misma «virtud».

    Con sus palabras acerca de bueno y malo, tal alegría de sí se protege como con bosquecillos sagrados; con los nombres de su dicha aparta de sí todo lo despreciable. Aparta lejos de sí todo lo cobarde; dice: «Malo — eso es cobarde». Despreciable le parece el siempre preocupado, suspirante, lastimoso, y quien recoge aun las más pequeñas ventajas. Desprecia también toda sabiduría bienaventurada en el dolor; porque, en verdad, hay también sabiduría que florece en la oscuridad, una sabiduría de sombras nocturnas, la que siempre suspira: «¡Todo es vanidad!».

    La medrosa desconfianza vale para ella poco, y todo aquel que quiere juramentos en lugar de miradas y manos; también toda sabiduría demasiado desconfiada, pues tal es la índole de las almas cobardes. Aún menos vale para ella el rápidamente complaciente, el perruno, el que de inmediato yace sobre el lomo, el humilde; y también hay sabiduría que es humilde, y perruna, y piadosa, y rápidamente complaciente. Odiado le es por completo, y le causa repulsión, quien nunca quiere defenderse, quien traga hacia dentro saliva venenosa y malas miradas, el demasiado paciente, el que todo lo soporta, el que con todo se contenta: porque esa es la índole servil.

    Tanto si es servil ante los dioses y las patadas divinas, como si lo es ante los hombres y las estúpidas opiniones humanas, sobre toda índole de siervo escupe este bienaventurado afán de sí mismo. Malo: así llama a todo lo que está quebrado y mezquino-servil, a los ojos que guiñan sin libertad, a los corazones oprimidos, y a esa falsa índole condescendiente que besa con anchos labios cobardes.

    «Falsa sabiduría»: así llama a todo lo que bromean los siervos, los viejos y los cansados; y, en especial, a toda la mala, absurda, demasiado ingeniosa necedad sacerdotal. Pero los falsos sabios —todos los sacerdotes, los cansados del mundo y aquellos cuya alma es de índole de mujer y de siervo—: ¡oh, cómo le ha jugado malas pasadas al afán de sí mismo desde siempre su juego! ¡Y eso precisamente habría de ser virtud y llamarse virtud: que se le jueguen malas pasadas al afán de sí mismo! Y «sin yo» — así se querían, con buen fundamento, todos esos cobardes cansados del mundo y arañas cruceras.

    Pero a todos ellos les llega ahora el día, la transformación, la espada del juicio, el gran mediodía; entonces muchas cosas han de volverse manifiestas.

    Y quien proclama al yo sano y sagrado, y bienaventurado al afán de sí mismo, en verdad, dice también —como adivino— lo que sabe: «¡Mira, llega, está cerca, el gran mediodía!».

    Así habló Zaratustra.

    Traducción desde el alemán (ed. crítica Colli-Montinari), revisada con ayuda de IA basada en arquitectura Transformer, siguiendo la segmentación de párrafos de Walter Kaufmann.

  • 3.9. EL REGRESO A CASA

    ¡Oh soledad! ¡Tú, mi hogar, soledad! Demasiado tiempo viví salvaje en salvaje tierra extraña como para no regresar con lágrimas a ti. Ahora, sólo amenázame con el dedo, como las madres amenazan; ahora, sonríeme, como las madres sonríen; ahora, dime sólo:

    «¿Y quién fue el que, como una tempestad, huyó precipitadamente de mí? — el que al partir gritó: “¡Demasiado tiempo me senté con la soledad; allí desaprendí el silencio!” ¿Eso —lo aprendiste ahora, quizá? Oh Zaratustra, todo lo sé: y que tú, entre los muchos, estuviste más desamparado, tú uno solo, que nunca conmigo. Una cosa es desamparo, otra cosa soledad: eso lo aprendiste ahora. Y que entre los hombres siempre serás salvaje y extraño — salvaje y extraño incluso cuando te aman; porque, antes que nada, quieren ser tratados con miramiento.»

    Pero aquí estás contigo —en tu hogar, en tu casa—; aquí puedes decirlo todo sin reservas y derramar todos los motivos: aquí nada se avergüenza de sentimientos ocultos, obstinados. Aquí todas las cosas acuden, en caricia, a tu discurso y te halagan, porque quieren cabalgar sobre tu espalda. Sobre cada parábola cabalgas aquí hasta cada verdad. Erguido y sincero puedes aquí hablar a todas las cosas; y, en verdad, a sus oídos suena como elogio que uno hable con todas las cosas — en recto.

    “Pero una cosa distinta es estar desamparado. Porque —¿lo recuerdas aún, ¡Oh Zaratustra!?— cuando entonces tu pájaro gritó sobre ti, cuando estabas de pie en el bosque, indeciso, sin saber adónde, cerca de un cadáver — cuando dijiste: “¡Que mis animales me guíen! Más peligroso me pareció entre los hombres que entre los animales”— ¡eso era desamparo! ¿Y lo recuerdas aún, ¡Oh Zaratustra!? — cuando te sentabas en tu isla, una fuente de vino entre cubos vacíos, dando y gastando, y entre sedientos regalando y escanciando — hasta que, por fin, sediento, te sentaste solo entre borrachos, y te lamentaste en la noche: “¿No es tomar más bienaventurado que dar? ¿Y robar aún más bienaventurado que tomar?” — ¡eso era desamparo! ¿Y lo recuerdas aún, ¡Oh Zaratustra!? — cuando vino tu hora más silenciosa y te empujó lejos de ti mismo, cuando susurró con malicia: “¡Habla y rómpete!” — cuando te hizo aborrecible todo tu esperar y callar, y desalentó tu humilde valor: ¡eso era desamparo!

    ¡Oh soledad! ¡Tú, mi hogar, soledad! ¡Cuán bienaventurada y tierna me habla tu voz! No nos preguntamos, no nos reprochamos; caminamos francos, juntos, por puertas abiertas. Porque contigo todo es abierto y claro; y también las horas aquí corren con pies más ligeros. En lo oscuro, en efecto, se carga más pesadamente con el tiempo que en la luz. Aquí me saltan a la cara las palabras y los sagrarios de las palabras de todo ser: todo ser quiere aquí devenir palabra, todo devenir quiere aprender de mí a hablar.

    Pero allí abajo — allí todo hablar es en vano. Allí, olvidar y pasar de largo es la mejor sabiduría: eso lo aprendí ahora. Quien quisiera comprenderlo todo en los hombres tendría que asirlo todo. Pero para eso tengo las manos demasiado limpias. Ni siquiera quiero respirar su aliento; ¡ay, que viví tanto tiempo entre su estruendo y su aliento viciado!

    ¡Oh bienaventurado silencio a mi alrededor! ¡Oh olores puros a mi alrededor! ¡Cómo, desde lo hondo del pecho, este silencio toma aliento puro! ¡Cómo escucha, este bienaventurado silencio!

    Pero allí abajo — allí todo habla, allí todo se desoye. Uno puede anunciar su sabiduría al repique de campanas: los tenderos del mercado la ahogarán con el tintineo de sus peniques.

    Todo entre ellos habla, ya nadie sabe comprender. Todo se va al agua; ya nada cae en pozos profundos.

    Todo entre ellos habla, ya nada sale bien ni llega a término. Todo cacarea; pero ¿quién quiere aún sentarse en silencio en el nido y empollar huevos?

    Todo entre ellos habla, todo se habla hasta gastarlo. Y lo que ayer aún era demasiado duro para el tiempo mismo y su diente, hoy cuelga, raspado y roído, de los hocicos de los de hoy.

    Todo entre ellos habla, todo es traicionado. Y lo que antaño se llamaba secreto y reserva de almas profundas, hoy pertenece a los trompeteros de las callejas y a otras mariposas.

    ¡Oh ser humano, criatura extraña! ¡Tú, estrépito en oscuras callejas! Ahora yaces de nuevo detrás de mí: ¡mi mayor peligro yace detrás de mí!

    En la indulgencia y en la compasión yació siempre mi mayor peligro; y todo lo humano quiere ser tratado con miramiento y tolerado. Con verdades contenidas, con mano de necio y corazón encaprichado, rico en pequeñas mentiras de la compasión: así viví siempre entre los hombres. Disfrazado me senté entre ellos, dispuesto a desconocerme para poder soportarlos, y gustosamente diciéndome: “¡Necio, no conoces a los hombres!”

    Uno desaprende a los hombres cuando vive entre los hombres; hay demasiado primer plano en todos ellos: ¿qué han de hacer ahí ojos que ven lejos, que buscan lejos? Y cuando me desconocieron, yo, necio, los traté por ello con más indulgencia que a mí mismo: acostumbrado a la dureza conmigo y a menudo aún vengándome de mí por esa indulgencia. Acribillado por moscas venenosas y ahuecado, como la piedra, por muchas gotas de malicia, así me senté entre ellos y todavía me decía: “¡Inocente es todo lo pequeño de su pequeñez!”

    En especial a los que ellos llaman “los buenos” los encontré como las moscas más venenosas de todas: pican con toda inocencia, mienten con toda inocencia; ¿cómo podrían ser justos conmigo? Al que vive entre los buenos, la compasión le enseña a mentir. La compasión vuelve viciado el aire para todas las almas libres. Porque la necedad de los buenos es insondable.

    Ocultarme a mí mismo y mi riqueza, eso aprendí allí abajo; pues a cada cual lo hallé todavía pobre de espíritu. Esa fue la mentira de mi compasión: que yo, con cada uno, sabía —que a cada cual se lo veía y se lo olía— qué era para él suficiente espíritu y qué era ya demasiado. Sus maneras rígidas: yo las llamé “sabias”, no “rígidas” — así aprendí a tragar palabras. A sus sepultureros los llamé “investigadores y examinadores” — así aprendí a trocar palabras. Los sepultureros excavan para sí enfermedades. Bajo viejos escombros reposan malos miasmas. No se ha de remover el lodazal. Se ha de vivir en las montañas.

    Con bienaventuradas narinas inhalo de nuevo la libertad de la montaña. Al fin está liberada mi nariz del olor de todo lo humano. Cosquilleada por brisas afiladas, como por vinos espumantes, estornuda mi alma — estornuda y se grita a sí misma: “¡Salud!”

    Así habló Zaratustra.

    Traducción desde el alemán (ed. crítica Colli-Montinari), revisada con ayuda de IA basada en arquitectura Transformer, siguiendo la segmentación de párrafos de Walter Kaufmann.

  • 3.8. DE LOS APÓSTATAS

    ¡Ay, yace todo ya marchito y gris lo que hasta hace poco, en este prado, estaba verde y multicolor! ¡Y cuánta miel de esperanza llevé de aquí a mis colmenas! Estos corazones jóvenes se han vuelto ya todos viejos —¡y ni siquiera viejos!—, sólo cansados, vulgares, perezosos: y a eso lo llaman: «Nos hemos vuelto de nuevo piadosos.»

    Hasta hace poco los vi, de madrugada, salir corriendo con pies valerosos; pero los pies del saber se les cansaron, y ahora calumnian incluso su valentía de la mañana. En verdad, más de uno alzaba antaño las piernas como un danzarín; la risa en mi sabiduría le hacía señas: entonces se lo pensó. Ahora mismo lo vi, encorvado, arrastrarse hacia la cruz. En torno a la luz y a la libertad revoloteaban antaño como mosquitos y como jóvenes poetas; un poco más viejos, un poco más fríos: y ya son más sombríos, más murmuradores y más arrimados a la estufa.

    ¿Se les acobardó quizá el corazón porque a mí la soledad me devoró como una ballena? ¿Tendió su oído quizá, anhelante y largo tiempo, en vano, hacia mí y hacia mis llamadas de trompeta y de heraldo? — ¡Ay! Siempre son sólo pocos aquellos cuyo corazón tiene prolongado valor y osadía; y a esos también el espíritu les permanece paciente. Pero el resto es cobarde. El resto: eso lo componen siempre la vasta mayoría, el de diario, el superfluo, los demasiado-muchos — ¡todos ellos son cobardes!

    Quien es de mi índole, también las vivencias de mi índole se le cruzarán en el camino: de modo que sus primeros compañeros deben ser cadáveres y bufones. Sus segundos compañeros, en cambio — esos se llamarán a sí mismos sus creyentes: un enjambre vivo, mucho amor, mucha necedad, mucha veneración imberbe. A estos creyentes no ha de atar su corazón quien es de mi índole entre los hombres; en estas primaveras y prados multicolores no ha de creer quien conoce la índole volátil y cobarde de los hombres.

    Si pudieran de otro modo, también querrían de otro modo. Lo a medias echa a perder lo entero. Que las hojas se marchiten — ¿qué hay que lamentar? Déjalas ir y caer, oh Zaratustra, y no te lamentes. Mejor aún, sopla con susurrantes vientos entre ellas, — sopla entre estas hojas, oh Zaratustra: para que todo lo marchito corra lejos de ti aún más deprisa.

    «Nos hemos vuelto de nuevo piadosos» —así confiesan estos apóstatas; y algunos de ellos son aún demasiado cobardes para confesarlo así.

    A esos los miro a los ojos — a esos se lo digo a la cara y al rubor de sus mejillas—: ¡vosotros sois de los que vuelven a rezar!

    ¡Pero es una vergüenza rezar! No para todos, pero sí para ti y para mí y para cualquiera que tenga su conciencia en la cabeza. ¡Para ti es una vergüenza rezar!

    Lo sabes bien: tu diablo cobarde dentro de ti —ese que con gusto querría juntar las manos, poner las manos en el regazo y tenerlo más cómodo— ese diablo cobarde te susurra: «¡hay un Dios!». Pero con ello perteneces a la ralea que rehúye la luz, a quienes la luz nunca deja reposo; ahora debes hundir cada día la cabeza más profundamente en la noche y la bruma.

    Y, en verdad, elegiste bien la hora: justo ahora vuelan de nuevo las aves nocturnas. Llegó la hora para todo el pueblo que rehúye la luz, la hora vespertina y de fiesta, en la que no “festeja”. Lo oigo y lo huelo: llegó su hora de caza y de procesión —no una caza salvaje, sino una caza mansa, renqueante, husmeadora, de los que pisan quedo y rezan quedo—, — una caza de santurrones sentimentales: ¡todas las ratoneras del corazón están otra vez dispuestas! Y donde levanto una cortina, sale disparada una polillita nocturna. ¿Estaría allí acurrucada con otra polillita? Porque por todas partes huelo pequeñas congregaciones agazapadas; y donde hay cuartitos, allí hay nuevos hermanos de rezo y el vaho de los hermanos de rezo.

    Se sientan largas tardes uno junto a otro y dicen: «¡Volvámonos de nuevo como los niñitos y digamos “querido Dios”!». — echados a perder en la boca y en el estómago por los piadosos pasteleros.

    O bien contemplan largas tardes a una astuta, acechante araña de la cruz, que predica prudencia a las propias arañas y así enseña: «¡bajo las cruces es bueno tejer!».

    O bien se sientan todo el día con cañas de pescar junto a los pantanos y por ello se creen profundos; pero al que pesca donde no hay peces, a ese no lo llamo ni siquiera superficial.

    O bien aprenden, piadosos y alegres, a tañer el arpa con un poeta-cantor que con gusto querría tañer su camino hasta el corazón de mujercitas jóvenes; pues se cansó de las mujercitas viejas y de su elogio.

    O bien aprenden a estremecerse con un erudito medio loco que, en habitaciones oscuras, espera a que le vengan los espíritus — ¡y el espíritu sale corriendo por completo!

    O bien escuchan atentamente a un viejo flautista vagabundo de ronroneos y gruñidos, que aprendió de los vientos turbios la tristeza de los tonos; ahora silba según el viento y predica tristeza en tonos turbios.

    Y algunos de ellos se han vuelto incluso serenos nocturnos: ahora saben tocar el cuerno, vagar por la noche y despertar viejas cosas que hace ya mucho tiempo dormían. Cinco palabras sobre viejas cosas oí anoche junto al muro del jardín: venían de esos viejos, afligidos y resecos serenos nocturnos.

    «Para ser un padre, no se ocupa bastante de sus hijos: ¡los padres humanos lo hacen mejor!» —

    «¡Es demasiado viejo! Ya ni siquiera se preocupa por sus hijos» — respondió así el otro sereno nocturno.

    «¿Tiene entonces hijos? ¡Nadie puede probarlo si él mismo no lo prueba! Hace ya tiempo que quisiera verlo probarlo alguna vez a fondo.»

    «¿Probar? ¡Como si alguna vez hubiese probado algo! Probar le resulta difícil; da mucha importancia a que se le crea.»

    «¡Sí! ¡Sí! La fe lo hace bienaventurado —la fe en él—. ¡Así es la índole de los viejos! ¡Así nos pasa también a nosotros!» —

    Así se hablaron entre sí los dos viejos serenos nocturnos y evitadores de la luz, y luego tocaron, apesadumbrados, sus cuernos: así ocurrió anoche junto al muro del jardín. Pero a mí se me retorció el corazón de risa, y quería reventar, y no sabía adónde; y se hundió en el diafragma. En verdad, aún será mi muerte que me asfixie de risa, cuando veo asnos borrachos y oigo a serenos nocturnos dudar así de Dios. ¿No ha pasado ya hace mucho también el tiempo de todas esas dudas? ¡Quién se atreve aún a despertar esas viejas cosas dormidas, que rehúyen la luz!

    Con los viejos dioses, sí, las cosas llegaron a su fin hace ya mucho tiempo; y, en verdad, tuvieron un buen y alegre final de dioses. No se pusieron crepusculares hasta morir —¡eso lo mienten, ciertamente!—; más bien, rieron un día hasta morir. Eso ocurrió cuando la palabra más impía salió de la boca de un dios mismo: —«¡Hay un solo Dios! ¡No tendrás otros dioses junto a mí!»—. Un viejo dios de barba airada, un celoso, se olvidó así de sí mismo; y todos los dioses rieron entonces, se tambalearon en sus tronos y gritaron: «¿No es precisamente divinidad que haya dioses, pero no Dios?»

    Quien tenga oídos, que oiga.

    Así habló Zaratustra en la ciudad que él amaba y la cual es apodada «la vaca multicolor». Pues desde aquí le quedaban apenas dos días de camino para volver a su cueva y a sus animales; y su alma exultaba sin cesar por la cercanía de su regreso al hogar.

    Traducción desde el alemán (ed. crítica Colli-Montinari), revisada con ayuda de IA basada en arquitectura Transformer, siguiendo la segmentación de párrafos de Walter Kaufmann.

  • 3.7. DEL PASAR DE LARGO

    Así, caminando lentamente a través de muchos pueblos y diversas ciudades, marchó Zaratustra por caminos tortuosos de vuelta a su montaña y a su cueva. Y he aquí que llegó inesperadamente también a la puerta de la gran ciudad; aquí saltó hacia él un loco que echaba espuma por la boca con las manos extendidas y se interpuso en su camino. Este era, sin embargo, el mismo loco al que el pueblo llamaba “el simio de Zaratustra”: porque había percibido algo del fraseo y la cadencia del discurso y quizás también tomaba con gusto del acervo de su sabiduría. Y el loco habló así a Zaratustra.

    “¡Oh Zaratustra, aquí está la gran ciudad: aquí no tienes nada que buscar y todo que perder! ¿Por qué querrías vadear este lodo? ¡Ten compasión de tu pie! Escupe más bien sobre la puerta de la ciudad y da la vuelta. Aquí está el infierno para los pensamientos de ermitaño: aquí los grandes pensamientos se hierven vivos y se cuecen hasta volverse pequeños. Aquí se descomponen todos los grandes sentimientos: aquí solo pueden castañetear sentimientitos flacos. ¿No hueles ya los mataderos y las cocinas del espíritu? ¿No humea esta ciudad con el vapor del espíritu sacrificado?”

    ¿No ves las almas colgar como flácidos, sucios harapos? ¡Y aún hacen periódicos con esos harapos!

    ¿No oyes cómo aquí el espíritu se volvió juego de palabras? ¡Vomita una repelente enjaguadura de palabras! — Y aún hacen periódicos con esa enjaguadura verbal.

    Se persiguen unos a otros y no saben adónde; se acaloran unos a otros y no saben por qué. Tintinean con su hojalata, repican con su oro. Están fríos y buscan calor en aguas destiladas; están acalorados y buscan frescor en espíritus helados; están todos enfermos y adictos a las opiniones públicas.

    Todas las lujurias y los vicios están aquí en su casa; pero también hay aquí virtuosos: hay mucha acomodaticia virtud asalariada — con dedos de escribano y dura carne de sentarse y esperar, bendecida con pequeñas estrellas en el pecho y con hijas almohadilladas, sin trasero. También hay aquí mucha piedad y mucha devota lamida de escupitajos, mucha confitería de halagos ante el Dios de los Ejércitos. “De arriba” gotean, claro, la estrella y la misericordiosa saliva; hacia arriba suspira todo pecho sin estrellas.

    La luna tiene su corte, y la corte tiene sus lunáticos; pero a todo lo que viene de la corte le reza el pueblo limosnero y toda la acomodaticia virtud limosnera. “Yo sirvo, tú sirves, servimos” — así reza toda la acomodaticia virtud hacia arriba, al príncipe: para que la bien merecida estrella se prenda por fin en el angosto pecho.

    Pero la luna aún gira en torno a todo lo terrenal; así también el príncipe aún gira en torno a lo más terrenal de todo — y eso es el oro del tendero. El Dios de los Ejércitos no es un dios de lingotes; el príncipe piensa, pero el tendero dirige.

    Por todo lo que hay luminoso, y fuerte, y bueno en ti, oh Zaratustra, ¡escupe sobre esta ciudad de tenderos y da la vuelta! Aquí toda la sangre fluye podrida, tibia y espumosa por todas las venas; ¡escupe sobre la gran ciudad, que es el gran vertedero, donde toda la hez espumea junta! Escupe sobre la ciudad de las almas aplastadas y los pechos angostos, de los ojos punzantes, de los dedos pegajosos — sobre la ciudad de los impertinentes y desvergonzados, de los plumíferos y vociferantes, de los ambiciosos sobrecalentados — donde todo lo manchado, lo infame, lo lascivo, lo oscuro, lo excesivamente blando, lo ulceroso, lo conspiratorio, supura junto: ¡escupe sobre la gran ciudad y da la vuelta!”

    Pero aquí interrumpió Zaratustra al loco que echaba espuma por la boca y le tapó la boca. “¡Acaba de una vez!”, gritó Zaratustra; “me repugnan desde hace mucho tu discurso y tus maneras. ¿Por qué habitaste tanto tiempo en el pantano, que tú mismo tuviste que volverte rana y sapo? ¿No te corre ahora por las venas una sangre pantanosa, podrida y espumosa, que así aprendiste a croar y a calumniar? ¿Por qué no te fuiste al bosque? ¿O araste la tierra? ¿No está el mar lleno de islas verdes? Desprecio tu despreciar; y cuando me avisaste, ¿por qué no te avisaste a ti mismo?”

    Sólo del amor ha de alzar el vuelo hacia mí mi despreciar y mi pájaro avisador; ¡no del pantano!

    Se te llama mi simio, tú loco espumeante; pero yo te llamo mi cerdo gruñón: con tus gruñidos todavía me echas a perder mi elogio de la locura. ¿Qué fue, entonces, lo que te hizo gruñir primero? Que nadie te halagó bastante: por eso te sentaste junto a esta inmundicia, para tener fundamento para mucho gruñir — para tener fundamento para mucha venganza. Pues venganza, en efecto, tú loco vanidoso, es todo tu espumear; ¡te adiviné bien!

    Pero tu palabra de loco me hace daño, incluso cuando tienes razón. Y aunque la palabra de Zaratustra tuviera razón cien veces, tú con mi palabra harías siempre — sin razón.

    Así habló Zaratustra; y contempló la gran ciudad, suspiró y calló largo tiempo. Al fin habló así: “Me repugna también esta gran ciudad y no sólo este loco. Aquí y allí no hay nada que mejorar, nada que empeorar. ¡Ay de esta gran ciudad! — ¡Y quisiera ver ya la columna de fuego en que se abrasará! Porque tales columnas de fuego deben preceder al gran mediodía. Mas esto tiene su tiempo y su propio destino.”

    “Pero esta lección te doy, tú loco, como despedida: donde ya no se puede amar, allí hay que — pasar de largo!”

    Así habló Zaratustra y pasó de largo junto al loco y a la gran ciudad.

    Traducción desde el alemán (ed. crítica Colli-Montinari), revisada con ayuda de IA basada en arquitectura Transformer, siguiendo la segmentación de párrafos de Walter Kaufmann.

  • 3.6. EN EL MONTE DE LOS OLIVOS

    El invierno, un áspero huésped, se sienta conmigo en casa; heladas están mis manos por el apretón de manos de su amistad. Yo honro a este áspero huésped, pero con gusto le dejo sentado a solas. Con gusto corro lejos de él; y, si uno corre bien, ¡se le escapa! Con los pies calientes y pensamientos cálidos corro hacia donde el viento está calmo, al rincón soleado de mi Monte de los Olivos. Allí me río de mi severo huésped, y aún le tengo aprecio, porque en casa me caza las moscas y acalla muchos pequeños ruidos. Pues no tolera que un mosquito quiera cantar, ni mucho menos dos; e incluso deja solitarias las callejas, de modo que la luz de la luna de noche allí tiene miedo.

    Es un huésped duro, — pero yo le honro, y no rezo, como los delicados, al panzudo ídolo del fuego. ¡Prefiero aún un poco de castañeteo de dientes antes que adorar ídolos! — así lo quiere mi índole. Y especialmente soyles adverso a todos los ardorosos, humeantes y asfixiantes ídolos del fuego.

    Al que amo, lo amo en invierno mejor que en verano; ahora me burlo mejor de mis enemigos, y con más brío, desde que el invierno se sienta conmigo en casa. Con brío, en verdad, aun cuando me arrastro a la cama: allí ríe y travesea mi felicidad acurrucada; ríe aún mi sueño mentiroso. ¿Yo — un rastrero? Jamás me arrastré en la vida ante los poderosos; y si alguna vez mentí, mentí por amor. Por eso estoy alegre también en mi lecho de invierno. Una cama humilde me calienta más que una rica, porque estoy celoso de mi pobreza. Y en invierno me es la más fiel.

    Con una maldad empiezo cada día: me burlo del invierno con un baño frío; por ello gruñe mi severo amigo de casa. También lo cosquilleo de buen grado con una velita de cera, para que por fin deje salir al cielo de la penumbra cenicienta. Pues por la mañana soy especialmente malévolo: a horas tempranas, cuando el cubo tintinea en el pozo y los caballos relinchan calientes por las grises callejas. Impaciente espero entonces a que por fin el cielo claro se abra, el cielo de invierno de barba de nieve, el anciano, el de cabeza blanca,— — el cielo de invierno, el silencioso, que a menudo silencia aún a su sol.

    ¿Aprendí yo de él el largo y luminoso silencio? ¿O lo aprendió él de mí? ¿O cada uno de nosotros lo ha inventado por sí mismo? El origen de todas las cosas buenas es mil veces múltiple; todas las cosas buenas y traviesas saltan al ser por puro placer: ¡cómo habrían de hacerlo solo una vez! También el largo silencio es una buena travesura: y, como el cielo de invierno, mirar desde un rostro luminoso y de ojos redondos; — y, como él, silenciar a su sol y a su indomable voluntad solar: en verdad, este arte y esta travesura invernal las aprendí bien.

    Mi más amada maldad y arte es que mi silencio aprendió a no delatarse por el silencio. Repiqueteando con palabras y dados engaño a los ceremoniosos que aguardan; a todos esos severos vigías, mi voluntad y mi propósito han de escapárseles. Para que nadie vea mi fondo y última voluntad, para eso inventé para mí el largo y luminoso silencio. A más de un sagaz encontré: velaba su rostro y enturbiaba su agua, para que nadie mirara a través de ella y hacia abajo. Pero a él, precisamente, vinieron más sagaces desconfiados y cascanueces; a él, precisamente, le pescaron su pez más oculto. En cambio, los claros, los rectos, los transparentes — esos son para mí los más sabios silenciosos: en ellos es tan hondo su fondo que ni siquiera el agua más clara lo delata.

    ¡Tú, de barba de nieve, cielo de invierno silencioso, tú cabeza blanca de ojos redondos sobre mí! ¡Oh tú, parábola celeste de mi alma y de su travesura!

    ¿Y no debo ocultarme, como quien se ha tragado oro, no sea que me rajen el alma? ¿No debo llevar zancos para que pasen por alto mis largas piernas —todos estos envidiosos y amantes del dolor que me rodean? Estas almas ahumadas, templadas de sala, gastadas, enverdecidas y agriadas —¡cómo podría su envidia soportar mi felicidad! Así, solo les muestro el hielo y el invierno de mis cumbres, y no que mi montaña aún se ciñe todos los cíngulos del sol. Oyen solo silbar mis tormentas de invierno; y no que yo también navego sobre mares cálidos, como vientos del sur anhelantes, pesados y ardientes. Todavía se compadecen de mis percances y azares; pero mi palabra dice: “dejad que el azar venga a mí: es inocente como un niño.”

    ¡Cómo podrían soportar mi felicidad, si no le pusiera percances, penurias de invierno, gorras de oso polar y envolturas de cielo nevado alrededor! — si no me apiadara yo mismo de su compasión, de la compasión de esos envidiosos y amantes del dolor! — si no suspirara yo mismo ante ellos, y castañeteara de frío, y, paciente, me dejara envolver en su compasión! Esta es la sabia travesura y benignidad de mi alma: que no oculta su invierno ni sus tormentas de escarcha; tampoco oculta sus sabañones.

    La soledad de uno es la huida del enfermo; la soledad de otro, la huida de los enfermos.

    ¡Que me oigan castañetear y suspirar de frío invernal, todos estos pobres pícaros de mirada torcida que me rodean! Con tal suspiro y castañeteo aún huyo de sus estancias caldeadas.

    Que me compadezcan y suspiren compasivamente por mis sabañones: “¡En el hielo del saber todavía se nos hiela!” —así se quejan.

    Entretanto, corro con los pies calientes de acá para allá por mi Monte de los Olivos; en el rincón soleado de mi Monte de los Olivos canto y me burlo de toda compasión.— Así cantó Zaratustra.

    Traducción desde el alemán (ed. crítica Colli–Montinari), revisada con ayuda de IA basada en arquitectura Transformer, siguiendo la segmentación de párrafos de Walter Kaufmann. 

  • 3.5. DE LA VIRTUD QUE EMPEQUEÑECE

    Cuando Zaratustra estuvo de nuevo sobre tierra firme, no se dirigió directamente a sus montañas y su cueva, sino que hizo muchos caminos y preguntas, e indagó esto y aquello, de modo que dijo de sí mismo en broma: «¡Mira, un río que, en muchos meandros, fluye de vuelta a su fuente!» Pues quería averiguar qué había sucedido entretanto con el hombre: si se había vuelto más grande o más pequeño. Y una vez vio una hilera de casas nuevas; entonces se maravilló y dijo:

    «¿Qué significan estas casas? En verdad, ningún alma grande las colocó ahí como parábola. ¿Las tomó quizá un niño necio de su caja de juguetes? ¡Ojalá otro niño las metiera de nuevo en su caja! Y esas salas y aposentos: ¿pueden los hombres salir y entrar en ellos? Me parecen hechos para muñecas de seda, o para gatitos golosos que también se dejan golosear.»

    Y Zaratustra se detuvo y reflexionó. Finalmente dijo, afligido: «¡Todo se ha vuelto más pequeño!» En todas partes veo puertas más bajas: el que es de mi especie aún puede pasar por allí, pero debe agacharse. «¡Oh, cuándo volveré a mi patria, donde no deba ya agacharme — no deba ya agacharme ante los pequeños!» —Y Zaratustra suspiró y miró a lo lejos.— Pero aquel mismo día pronunció su discurso sobre la virtud que empequeñece.

    «Camino entre este pueblo y mantengo los ojos abiertos: no me perdonan que no codicie sus virtudes. Me muerden porque les digo: para gente pequeña son necesarias virtudes pequeñas — y porque me repugna admitir que la gente pequeña sea necesaria.»

    «Todavía me parezco aquí al gallo en corral ajeno, al que también las gallinas muerden; pero no por ello tengo ojeriza a estas gallinas. Soy cortés con ellas, como con todas las pequeñas molestias; ser espinoso frente a lo pequeño me parece una sabiduría para erizos.»

    «Hablan todos de mí cuando, por la tarde, se sientan alrededor del fuego — hablan de mí, pero nadie piensa — en mí! Este es el nuevo silencio que aprendí: su ruido en torno a mí extiende un manto sobre mis pensamientos.»

    «Alborotan entre sí: “¿Qué quiere de nosotros esta nube sombría? Procuremos que no nos traiga una peste.” Y no ha mucho una mujer estrechó contra sí a su hijo, que quería venirse hacia mí: “¡Quitad a los niños de aquí! —gritó—; esos ojos abrasan almas de niños.” Tosen cuando hablo: creen que la tos es una objeción contra los vientos fuertes; ¡nada adivinan del bramido de mi felicidad! “Todavía no tenemos tiempo para Zaratustra” —así objetan; pero ¿qué importa un tiempo que “no tiene tiempo” para Zaratustra?»

    «Y cuando incluso me elogian: ¿cómo podría yo adormecerme con su elogio? Un cíngulo de espinas es para mí su alabanza: me sigue arañando incluso cuando me lo quito de encima. Y también esto aprendí entre ellos: el que alaba se comporta como si devolviera, pero en verdad lo que quiere es ser objeto de más dádivas.»

    «¡Preguntad a mi pie si le agrada su manera de alabar y de atraer! En verdad, a tal compás y tictac no quiere ni danzar ni estarse quieto. A la pequeña virtud querrían atraerme y halagarme; al tictac de la pequeña felicidad querrían persuadir a mi pie.»

    «Camino entre este pueblo y mantengo los ojos abiertos: se han hecho pequeños y se hacen cada vez más pequeños; y es su doctrina de la felicidad y la virtud la que lo produce. También en la virtud son modestos, porque quieren comodidad; pero con la comodidad sólo se aviene la virtud modesta.»

    «También ellos aprenden, a su manera, a caminar y a avanzar hacia delante; a eso llamo yo su cojear. Con ello se vuelven un estorbo para todo el que tiene prisa. Y más de uno de ellos avanza, pero al mismo tiempo mira hacia atrás, con el cuello rígido: a ése corro yo con gusto contra el cuerpo. El pie y los ojos no deberían mentir, ni acusarse el uno al otro de mentir. Pero hay mucha mendacidad entre la gente pequeña. Algunos de ellos quieren, pero la mayoría no son sino queridos. Algunos son auténticos, pero la mayoría son malos actores. Hay actores sin saberlo entre ellos y actores contra su voluntad — los auténticos son siempre raros, en especial los auténticos actores.»

    «Aquí hay poco de varón; por eso se masculinizan sus mujeres. Pues sólo quien es lo bastante hombre logrará, en la mujer, a la mujer — redimir.»

    «Y esta hipocresía la encontré entre ellos en su grado más vil: que incluso los que mandan simulan las virtudes de quienes sirven. “Yo sirvo, tú sirves, nosotros servimos” —así reza aquí también la hipocresía de los que gobiernan—; ¡y ay, si el primer señor es solamente el primer sirviente!»

    «¡Ay, también en sus hipocresías se disipó ciertamente la curiosidad de mi ojo; y bien adiviné su felicidad de moscas y su zumbar en torno a cristales soleados. Tanta bondad, tanta debilidad veo. Tanta justicia y compasión, tanta debilidad.»

    «Redondos, rectos y amables son entre sí, como los granos de arena son redondos, rectos y amables entre sí. Abrazar modestamente una pequeña felicidad — a eso lo llaman “resignación”; y, a la vez, modestos, ya bizquean buscando otra pequeña felicidad. En el fondo quieren ingenuamente una sola cosa por encima de todo: que nadie les haga daño. Por eso se adelantan a cualquiera y le hacen bien. Pero esto es cobardía — aunque se llame “virtud”.»

    «Y cuando alguna vez hablan ásperamente, esa gente pequeña, no oigo en ello sino su ronquera — pues cualquier corriente de aire los vuelve roncos. Son sagaces; sus virtudes tienen dedos sagaces. Pero les faltan los puños: sus dedos no saben esconderse tras puños. Para ellos, virtud es lo que vuelve modesto y manso: con ello hicieron del lobo un perro, y del hombre mismo el mejor animal doméstico del hombre.»

    «“Colocamos nuestra silla en el medio — eso me dice su sonrisa — y tan lejos de los esgrimidores moribundos como de los cerdos satisfechos.” Pero esto es mediocridad — aunque se llame moderación.»

    «Camino entre este pueblo y dejo caer más de una palabra; pero no saben ni acoger ni guardar.»

    «Se maravillan de que yo no viniera a vituperar placeres y vicios; y, en verdad, tampoco vine a prevenir contra los rateros.»

    «Se maravillan de que no esté dispuesto a volver más ingeniosa y punzante su sagacidad: como si no tuvieran ya bastantes sabelotodos, cuyas voces me raspan como lápices de pizarra!»

    «Y cuando grito: “¡Maldecid a todos los diablos cobardes en vosotros, que con gusto querrían gimotear y juntar las manos y adorar!” —entonces ellos gritan: “¡Zaratustra es impío!”. Y en especial lo gritan sus maestros de la resignación; pero justamente a ellos me deleita gritarles en la oreja: “¡Sí! ¡Soy Zaratustra, el impío!”. ¡Esos maestros de la resignación! Adondequiera que hay algo pequeño, y enfermo, y cubierto de costras se arrastran como piojos; y sólo mi asco me impide chascarlos.»

    «¡Bien! Este es mi sermón para sus oídos: soy Zaratustra, el impío, el que dice aquí: “¿Quién es más impío que yo, para que yo me alegre con su instrucción?”»

    «Soy Zaratustra, el impío: ¿dónde encuentro a mis iguales? Y son mis iguales todos los que se dan a sí mismos su voluntad y apartan de sí toda resignación.»

    «Soy Zaratustra, el impío: aún cuezo cada azar en mi olla. Y sólo cuando está bien cocido, lo acojo como mi alimento. Y, en verdad, más de un azar vino imperioso hasta mí; pero más imperioso todavía le habló mi voluntad — y ya yacía suplicante de rodillas —, suplicando encontrar albergue y corazón en mí, y urgiéndome, lisonjero: “¡Mira, oh Zaratustra, cómo sólo un amigo llega a un amigo!”»

    «¡Pero, por qué hablo donde nadie tiene mis oídos! Y así quiero gritarlo a todos los vientos: ¡Os volvéis siempre más pequeños, vosotros, gente pequeña! ¡Os desmoronáis, vosotros, los cómodos! ¡Aún vais a perecer — por vuestras muchas pequeñas virtudes, por vuestras muchas pequeñas omisiones, por vuestras muchas pequeñas resignaciones! Demasiado indulgente, demasiado condescendiente: así es vuestro suelo. ¡Pero para que un árbol se haga grande, quiere hundir raíces duras contra rocas duras!»

    «También lo que vosotros omitáis teje en la trama de todo el futuro del hombre; también vuestra nada es una tela de araña y una araña que vive de la sangre del futuro. Y cuando tomáis, es como robar, vosotros, pequeños virtuosos; pero incluso entre pícaros dice el honor: “Sólo se ha de robar donde no se puede arrebatar.”»

    «“Se da” — también eso es una doctrina de la resignación. Pero yo os digo, vosotros, los cómodos: se toma, y seguirá tomando cada vez más de vosotros. ¡Ay, que apartarais todo querer a medias de vosotros y os resolvierais para la pereza lo mismo que para la acción!»

    «¡Ay, que comprendierais mi palabra: “Haced, en cualquier caso, lo que queráis — pero sed primero aquellos que pueden querer!”»

    «“Amad, en cualquier caso, a vuestro prójimo como a vosotros — pero sedme primero aquellos que se aman a sí mismos: ¡amad con el gran amor, amad con el gran desprecio!” Así habla Zaratustra, el impío.»

    «¡Pero por qué hablo donde nadie tiene mis oídos! Es todavía aquí una hora demasiado temprana para mí. Mi propio precursor soy entre este pueblo, mi propio canto de gallo a través de oscuras callejas. ¡Pero su hora llega! ¡Y llega también la mía! Cada hora se vuelven más pequeños, más pobres, más estériles — ¡pobre hierba! ¡pobre suelo! Y pronto han de estar ante mí como hierba seca y estepa, y — ¡en verdad! — cansados de sí mismos, y sedientos más que de agua, ¡de fuego!»

    «¡Oh, bendita hora del relámpago! ¡Oh, secreto antes del mediodía! Fuegos corrientes quiero un día hacer de ellos y heraldos con lenguas de llamas: — ¡proclamarán un día con lenguas de llamas: “¡Llega, está cerca, el gran mediodía!”»

    Así habló Zaratustra

    Traducción desde el alemán (ed. crítica Colli–Montinari), revisada con ayuda de IA basada en arquitectura Transformer, siguiendo la segmentación de párrafos de Walter Kaufmann. 

  • 3.4. ANTES DEL AMANECER

    ¡Oh cielo sobre mí, tú, puro! ¡Profundo! ¡Tú, abismo de luz! Contemplándote tiemblo de deseos divinos. Arrojarme a tu altura —¡esa es mi profundidad! Refugiarme en tu pureza —¡esa es mi inocencia!

    A Dios lo vela su belleza: así ocultas tú tus estrellas. No hablas: así me anuncias tu sabiduría. En silencio, sobre el mar rugiente, hoy has surgido para mí; tu amor y tu pudor hablan revelación a mi alma rugiente. Que vinieras a mí hermoso, velado en tu belleza, que me hables en silencio, revelado en tu sabiduría: ¡oh, cómo no habría de adivinar todo lo pudoroso de tu alma! Antes que el sol viniste a mí, al más solitario.

    Somos amigos desde el comienzo: compartimos la aflicción, el horror y el abismo; aún el sol tenemos en común. No hablamos el uno al otro, porque sabemos demasiado; callamos el uno ante el otro, nos sonreímos nuestro saber. ¿No eres tú la luz para mi fuego? ¿No tienes el alma hermana de mi comprensión? Juntos lo aprendimos todo; juntos aprendimos a ascender por encima de nosotros hacia nosotros mismos y a sonreír sin nubes: a sonreír sin nubes hacia abajo desde ojos luminosos y desde las más remotas lejanías, cuando bajo nosotros la coacción, el propósito y la culpa humean como lluvia.

    Y caminaba solo: ¿de qué tenía hambre mi alma en las noches y en los senderos extraviados? Y ascendía montañas, ¿a quién busqué alguna vez, cuando no a ti, en las montañas? Y todo mi caminar y ascender montañas no era sino una necesidad y un recurso del desvalido: ¡volar sólo quiere toda mi voluntad, volar en ti, hacia ti!

    ¿Y qué odié más que a las nubes pasajeras y todo lo que te manchó? ¡Y aun odié mi propio odio, porque te manchó! Estoy furioso con las nubes pasajeras, esos sigilosos gatos de presa: nos quitan a ti y a mí lo que nos es común: el vasto, ilimitado decir Sí y Amén. Contra esos mediadores y mezcladores estamos furiosos: esos mitad-y-mitad, que ni aprendieron a bendecir ni aún a maldecir desde el fondo.

    Con más gusto quiero sentarme en el tonel bajo el cielo cerrado, con más gusto, sin cielo, estar sentado en el abismo, que verte, cielo de luz, manchado por nubes errantes.

    Y a menudo anhelé sujetarlas con los dentados hilos de oro del relámpago, para, como el trueno, golpear el tambor sobre sus vientres como calderas: un colérico tamborilero, porque ellas me roban tu ¡Sí! y tu Amén, tú cielo sobre mí, tú puro, tú luminoso, tú abismo de luz, — porque ellas te roban mi ¡Sí! y mi Amén. Pues prefiero el ruido, y los truenos, y las maldiciones de la tempestad, a ese circunspecto y dubitativo reposo felino; y también entre los hombres odio sobre todo a los que pisan en silencio, y a los mitad-y-mitad, y a las nubes dubitativas, vacilantes, a la deriva.

    “¡Quien no puede bendecir, que aprenda a maldecir!” Esta luminosa enseñanza me cayó del cielo luminoso; esta estrella sigue aún, en las negras noches, en mi cielo.

    Pero yo soy uno que bendice y uno que dice Sí, si sólo tú estás a mi alrededor, tú puro, tú luminoso, tú abismo de luz; a todos los abismos llevo entonces mi decir Sí que bendice. En uno que bendice me he convertido y en uno que dice Sí: y por ello luché mucho tiempo, y fui un luchador, para un día tener las manos libres para bendecir. Pero esto es mi bendecir: estar sobre cada cosa como su propio cielo, como su techo redondo, su campana azul y su eterna seguridad; y bienaventurado es quien así bendice.

    Porque todas las cosas están bautizadas en la fuente de la eternidad y más allá del bien y del mal; pero el bien y el mal mismos son sólo sombras intermedias, húmedas tribulaciones y nubes a la deriva.

    En verdad, es un bendecir y no una blasfemia cuando enseño: “sobre todas las cosas está el cielo azar, el cielo inocencia, el cielo acaso, el cielo desmesura.”

    “Por casualidad”: esa es la más antigua nobleza del mundo, la que yo devolví a todas las cosas; yo las redimí de la servidumbre bajo el propósito. Esta libertad y serenidad celeste coloqué como una campana azul sobre todas las cosas, cuando enseñé que por encima de ellas y a través de ellas ninguna “voluntad eterna” — quiere. Esta desmesura y esta necedad puse en lugar de esa voluntad, cuando enseñé: “En todo hay una cosa imposible: la sensatez.”

    Un poco de razón, ciertamente, una semilla de sabiduría diseminada de estrella a estrella — esta levadura está mezclada en todas las cosas: ¡a causa de la necedad hay sabiduría mezclada en todas las cosas! Un poco de sabiduría es ya posible; pero esta bienaventurada seguridad encontré en todas las cosas: que prefieren danzar sobre los pies del azar.

    ¡Oh cielo sobre mí, tú puro! ¡Alto! Esto es para mí ahora tu pureza: que no hay ninguna araña eterna de la razón ni telarañas eternas de la razón; que tú para mí eres una pista de baile para divinos azares, que tú para mí eres una mesa de los dioses para divinos dados y jugadores de dados. ¿Pero te sonrojas? ¿Dije lo indecible? ¿Blasfemé en el mismo momento en que quise bendecirte? ¿O es la vergüenza de ser dos la que te hizo sonrojar? ¿Me ordenas irme y guardar silencio, porque ahora llega el día?

    El mundo es profundo: y más profundo de lo que jamás el día pensó. No todo puede tener palabras ante el día. Pero el día llega: ¡así que separémonos ahora! ¡Oh cielo sobre mí, tú pudoroso! ¡Ardiente! ¡Oh tú mi felicidad antes de la salida del sol! El día llega: ¡así que separémonos ahora!

    Así habló Zaratustra.

    Traducción desde el alemán (ed. crítica Colli–Montinari), revisada con ayuda de IA basada en arquitectura Transformer, siguiendo la segmentación de párrafos de Walter Kaufmann. 

  • 3.3. DE LA BEATITUD CONTRARIA A LA VOLUNTAD

    Con tales enigmas y amarguras en el corazón navegó Zaratustra sobre el mar. Pero cuando estuvo a cuatro días de viaje de las islas bienaventuradas y de sus amigos, entonces había superado todo su dolor: triunfante y con los pies firmes estuvo de nuevo sobre su destino. Y entonces habló Zaratustra así a su conciencia exultante:

    Estoy solo de nuevo y quiero estarlo, solo con el cielo puro y el mar abierto; y de nuevo es la tarde a mi alrededor. Por la tarde encontré por primera vez a mis amigos, por la tarde también una segunda vez: a la hora en que toda luz se vuelve más quieta. Pues lo que de felicidad aún está de camino entre el cielo y la tierra, busca ahora un alma luminosa como albergue. De felicidad toda luz se ha vuelto ahora más quieta.

    ¡Oh tarde de mi vida! Un día descendió también mi felicidad al valle, para buscarse un albergue: entonces encontró estas almas abiertas y hospitalarias. ¡Oh tarde de mi vida! ¡Qué no di para tener una sola cosa: esta plantación viva de mis pensamientos y esta luz de la mañana de mi más alta esperanza!

    Compañeros buscó un día el creador y niños de su esperanza; y mira, encontró que no podía hallarlos, a menos que primero los creara él mismo. Así estoy yo en medio de mis trabajos, yendo hacia mis niños y regresando de ellos: por causa de sus niños debe Zaratustra completarse a sí mismo. Pues en lo más hondo uno ama solamente a su niño y a su obra; y donde hay un gran amor hacia uno mismo, allí es signo de la preñez: así lo encontré. Aún verdecen para mí mis niños en su primera primavera, están erguidos unos junto a otros y, juntos, sacudidos por los vientos: los árboles de mi jardín y de mi mejor tierra. ¡Y en verdad! Donde tales árboles se alzan unos junto a otros, allí están las islas bienaventuradas. Pero un día quiero trasplantarlos y poner a cada uno por sí solo, para que aprenda soledad, desafío y cautela. Nudoso y retorcido, y con flexible dureza, ha de alzárseme entonces junto al mar un viviente faro de vida invencible.

    Allí donde las tormentas se precipitan hacia abajo en el mar y el hocico de la montaña bebe agua, ahí ha de tener cada uno, una vez, sus vigilias de día y de noche para su prueba y reconocimiento. Ha de ser reconocido y probado, para ver si es de mi estirpe y linaje; — si es señor de una voluntad larga, silencioso aun cuando habla, y cediendo de manera que, al dar, toma. — que un día llegue a ser mi compañero, un co-creador y co-celebrante de Zaratustra: — uno tal que escriba mi voluntad sobre mis tablas, para la más plena consumación de todas las cosas. Y por su causa y por los semejantes a él debo yo a mi vez completarme: por eso me aparto ahora de mi felicidad y me ofrezco a toda desventura — para mi última prueba y reconocimiento.

    Y, en verdad, ya era tiempo de que me fuese; y la sombra del caminante, y la más larga espera, y la hora más silenciosa — todos me dijeron: «¡Es más que la hora!» El viento me sopló a través de la cerradura y dijo: «¡Ven!» La puerta se abrió para mí, astuta, y dijo: «¡Ve!» Mas yacía encadenado al amor por mis niños: el deseo me tendió esta soga, el deseo de amor, de llegar a ser botín de mis niños y perderme en ellos. Deseo — eso ya significa para mí: haberme perdido. ¡Os tengo, mis niños! En este tener todo ha de ser seguridad y nada deseo.

    Pero incubando yacía sobre mí el sol de mi amor; en su propio jugo se cocía Zaratustra — entonces volaron sombras y dudas por encima de mí. Ya anhelaba escarcha e invierno: «¡Oh, que la escarcha y el invierno me hicieran de nuevo chascar y crujir!» suspiré. — Entonces se alzó desde mí una bruma helada. Mi pasado abrió sus sepulcros, más de un dolor enterrado vivo despertó: — sólo había dormido su sueño, escondido en vestiduras de cadáver.

    Así todo me gritaba en señales: «¡Es la hora!». Pero yo — no escuché: hasta que, por fin, mi abismo se movió y mi pensamiento me mordió. ¡Ay, pensamiento abismal, tú que eres mi pensamiento! ¿Cuándo hallaré la fuerza para oírte cavar y no temblar ya? Hasta la garganta me golpea el corazón cuando te oigo cavar. Tu silencio aún quiere estrangularme, ¡tú, abismal callador! Nunca osé llamarte arriba: ya bastó con que te llevase conmigo. Aún no fui bastante fuerte para la última soberbia y desenfreno del león. Siempre tu peso fue ya para mí bastante de lo terrible; pero un día he de hallar la fuerza y la voz del león que te llame arriba.

    Cuando haya superado eso, quiero superar también lo que es más grande; ¡y una victoria ha de ser el sello de mi culminación!

    Entretanto navego aún sobre inciertos mares; el azar me adula, el de lengua suave; miro adelante y atrás — aún no veo ningún fin. Aún no me llegó la hora de mi última lucha — ¿o me llega quizás ahora? En verdad, con traicionera belleza me contemplan alrededor el mar y la vida.

    ¡Oh tarde de mi vida! ¡Oh felicidad antes del anochecer! ¡Oh puerto sobre altos mares! ¡Oh paz en lo incierto! ¡Cómo desconfío de todos vosotros! En verdad, desconfío de vuestra traicionera belleza, como el amante que desconfía de toda sonrisa. Como aquel que, a la que más ama, la empuja delante de sí, tierno aún en su dureza — el celoso — así empujo yo esta hora bienaventurada delante de mí.

    ¡Fuera contigo, tú bienaventurada hora! Contigo me llegó una beatitud contraria a la voluntad. Aquí estoy dispuesto a mi más profundo dolor. ¡Llegaste a destiempo!

    ¡Fuera contigo, tú bienaventurada hora! Mejor toma albergue allí — con mis niños. ¡Apresúrate! ¡Y bendícelos antes del anochecer con mi felicidad!

    Ahí se acerca ya el anochecer: el sol se hunde. ¡Allá va — mi felicidad!

    Así habló Zaratustra. Y esperó toda la noche su desventura; pero esperó en vano. La noche permaneció luminosa y callada, y la felicidad misma se le acercó cada vez más. Pero hacia la mañana rió Zaratustra en su corazón y dijo burlón: «La felicidad corre tras de mí. Esto sucede porque yo no corro tras las mujeres. Mas la felicidad es una mujer.»


    Traducción desde el alemán (ed. crítica Colli–Montinari), revisada con ayuda de IA basada en arquitectura Transformer, siguiendo la segmentación de párrafos de Walter Kaufmann. 

  • 3.2. DE LA VISIÓN Y EL ENIGMA

    3.2. De la visión y el enigma

    Cuando entre la tripulación del barco se supo que Zaratustra estaba a bordo —pues al mismo tiempo había embarcado con él un hombre venido de las islas bienaventuradas—, se despertó una gran curiosidad y expectación. Pero Zaratustra guardó silencio dos días y estuvo frío y sordo de tristeza, de modo que no respondía ni a miradas ni a preguntas. Por la tarde del segundo día abrió de nuevo los oídos, aunque aún callaba: pues había muchas cosas extrañas y peligrosas que oír en aquel barco, que venía de lejos y quería ir aún más lejos. Pero Zaratustra era amigo de todos aquellos que emprenden largos viajes y no quieren vivir sin peligro. Y he aquí que, por fin, al escuchar, se le soltó su propia lengua y se quebró el hielo de su corazón: — entonces comenzó a hablar así.

    A vosotros, los osados buscadores, tentadores, y a cuantos se han embarcado con astutas velas en mares terribles; a vosotros, los ebrios de enigma, los gozadores del crepúsculo, cuyas almas son atraídas con flautas hacia todo abismo engañoso: — pues no queréis tantear a tientas un hilo con mano cobarde, y allí donde podéis conjeturar odiáis inferir — a vosotros solos os cuento el enigma que vi: la visión del más solitario.

    Sombrío caminé hace poco por un crepúsculo color de cadáver —sombrío y duro, con los labios apretados. No sólo un sol se me había puesto. Un sendero que, altivo, ascendía entre el cascajal —uno maligno, solitario, al que ya ni hierba ni arbusto daban su favor—: un sendero de montaña crujía bajo el desafío de mi pie. Mudo, avanzando sobre el burlón tintineo de los guijarros, aplastando la piedra que lo dejaba resbalar: así se forzó mi pie hacia arriba. Hacia arriba —a despecho del espíritu que lo tiraba hacia abajo, hacia el abismo; del espíritu de la gravedad, mi diablo y archienemigo. Hacia arriba —aunque él se sentaba sobre mí, medio enano, medio topo; cojo, paralizante; dejando caer plomo por mi oído, destilando pensamientos como gotas de plomo en mi cerebro.

    «¡Oh Zaratustra —susurró, burlón, sílaba a sílaba—, piedra de la sabiduría! Te arrojaste a lo alto; pero toda piedra arrojada debe caer. ¡Oh Zaratustra, piedra de la sabiduría, piedra de honda, destructor de estrellas! A ti mismo te arrojaste tan alto —pero toda piedra arrojada— debe caer. Condenado a ti mismo y a tu propia lapidación: oh Zaratustra, lejos arrojaste la piedra, sí; pero sobre ti volverá a caer.»

    Entonces calló el enano, y eso duró mucho. Pero su silencio me oprimía; y de tal modo, siendo dos, se está en verdad más solo que estando uno. Subía, subía; soñaba, pensaba —pero todo me oprimía. Me asemejaba a un enfermo a quien su cruel tormento deja exhausto, y al que otra pesadilla aún peor lo despierta del primer sueño. Sin embargo, hay en mí algo que llamo valor: hasta ahora me ha dado muerte a todo desánimo. Ese valor me ordenó por fin detenerme y decir: «¡Enano! ¡Tú! ¡O yo!»

    Porque el valor es el mejor matador —el valor que ataca—; pues en todo ataque hay un juego sonoro de armas.

    Pero el hombre es el animal más valeroso; con ello superó a todo animal. Con un juego sonoro de armas superó incluso todo dolor; pero el dolor humano es el dolor más profundo.

    El valor da muerte también al vértigo al borde de los abismos; ¿y dónde no está el hombre al borde de abismos? ¿No es el ver mismo — ver abismos?

    El valor es el mejor matador: el valor da muerte también a la compasión. Pero la compasión es el abismo más profundo. Tan profundo como mira el hombre en la vida, tan profundo mira también en el sufrimiento.

    Pero el valor es el mejor matador —el valor que ataca—: ése da muerte incluso a la muerte, porque dice: «¿Fue esto la vida? ¡Bien! ¡Una vez más!»

    Y en tal dicho hay mucho juego sonoro de armas. — Quien tenga oídos, que oiga.

    «¡Alto, enano! —dije—. ¡Yo! ¡O tú! Pero yo soy el más fuerte de nosotros dos: no conoces mi pensamiento abismal. ¡Ése no podrías soportarlo!»

    Entonces ocurrió algo que me aligeró: el enano —¡qué curioso!— saltó de mi hombro y se acuclilló sobre una piedra frente a mí. Justo allí donde nos detuvimos había una puerta.

    «¡Mira esta puerta, enano! —proseguí—. Tiene dos rostros. Aquí se juntan dos caminos: ninguno los ha recorrido aún hasta el final. Esta larga calleja hacia atrás dura una eternidad; y aquella larga calleja hacia delante —ésa es otra eternidad. Se contradicen estos caminos; chocan de frente. Y aquí, en esta puerta, es donde se unen. El nombre de la puerta está escrito arriba: “Instante”. Pero si alguien siguiera uno de ellos, y cada vez más lejos y más lejos… ¿crees tú, enano, que estos caminos se contradicen eternamente?»

    «Todo lo recto miente —murmuró con desdén el enano—. Toda verdad es curva; el tiempo mismo es un círculo.»

    «¡Espíritu de la gravedad! —dije, airado—, ¡no te lo pongas tan fácil! O te dejo ahí agazapado donde estás, cojitranco —¡y yo te llevé a lo alto!— Mira —proseguí—, este Instante. Desde esta puerta “Instante” corre hacia atrás una larga calleja eterna: detrás de nosotros yace una eternidad. ¿No debe aquello que, de entre todas las cosas, puede correr, haber corrido ya una vez por esta calleja? ¿No debe aquello que, de entre todas las cosas, puede suceder, haber ya sucedido, haberse hecho y haber pasado? Y si todo ha estado ya, ¿qué piensas tú, enano, de este Instante? ¿No debe también esta puerta haber estado ya? ¿Y no están así firmemente anudadas todas las cosas, de modo que este Instante arrastra tras de sí todas las cosas venideras —y, por tanto, también a sí mismo? Porque lo que, de entre todas las cosas, puede correr, también en esta larga calleja hacia delante debe aún correr una vez más.»

    Y esta lenta araña que se arrastra a la luz de la luna, y esta luz de luna misma, y tú y yo en la puerta, susurrando juntos —susurrando de cosas eternas—, ¿no debemos todos haber estado ya? ¿Y no debemos volver, y correr por aquella otra calleja, allá afuera, delante de nosotros, por esta larga y pavorosa calleja —no debemos volver eternamente?»

    Así hablé yo, y cada vez más quedo, porque temía mis propios pensamientos y mis tras-pensamientos. De pronto oí a un perro aullar cerca. ¿Había oído yo jamás a un perro aullar así? Mi pensamiento retrocedió. ¡Sí! Cuando era niño, en la niñez más remota: entonces oí a un perro aullar así. Y también lo vi, erizado, la cabeza alzada, temblando, en la medianoche más callada, cuando hasta los perros creen en fantasmas; y me dio compasión. Justo entonces pasaba la luna llena, muda como la muerte, por encima de la casa; justo entonces se detuvo, una redonda brasa —quieta sobre el tejado llano, como en propiedad ajena—: por eso se espantó entonces el perro; pues los perros creen en ladrones y en fantasmas. Y cuando volví a oír aullar así, me compadecí de nuevo.

    ¿Dónde estaba ahora el enano? ¿Y la puerta? ¿Y la araña? ¿Y todo aquel susurro? ¿Acaso soñaba? ¿Desperté?

    Entre peñascos salvajes me encontré de pronto, solo, desolado, en la más desolada luz de luna. Pero allí yacía un hombre. ¡Y allí —el perro—, saltando, erizado, gimiendo; al verme acercarme, volvió a aullar, luego gritó: —¿oí yo jamás a un perro clamar auxilio así? Y, en verdad, lo que vi no lo había visto nunca: vi a un joven pastor, retorciéndose, atragantándose, convulso, de rostro desencajado; de su boca pendía una serpiente negra y pesada. ¿Había visto yo jamás tanto asco y pálido espanto en un solo rostro? ¿Se habría dormido? Entonces la serpiente se le metió en la garganta; allí se clavó de un mordisco. Mi mano tiró de la serpiente y tiró: —en vano; no la arrancó de la garganta. Entonces estalló en mí un grito: «¡Muerde! ¡Muerde! ¡Córtale la cabeza! ¡Muerde!» —así gritó en mí mi horror, mi odio, mi asco, mi compasión; todo lo bueno y lo malo en mí gritó con un solo grito.

    ¡Vosotros, audaces, en torno a mí! ¡Vosotros buscadores, tentadores, y cuantos de vosotros os habéis embarcado con astutas velas en mares inexplorados! ¡Vosotros, gozadores del enigma! ¡Adivinadme, pues, el enigma que entonces contemplé; interpretadme la visión del más solitario! Porque fue una visión y un presentimiento: —¿qué vi entonces en parábola? ¿Y quién es el que aún ha de venir? ¿Quién es el pastor a cuya garganta así se le arrastró la serpiente? ¿Quién es el hombre a cuya garganta se arrastrará así todo lo más pesado, lo más negro?

    Pero el pastor mordió, como mi grito le había aconsejado; mordió con un buen mordisco. Escupió lejos la cabeza de la serpiente —y se incorporó de un salto. Ya no era pastor, ya no era hombre; era un transformado, un iluminado, que reía. ¡Jamás en la tierra rió un hombre como él! ¡Oh, hermanos míos, oí una risa que no era risa de hombre! —y ahora me consume una sed, un anhelo que jamás quedará saciado. Mi ansia por esa risa me devora: ¡oh, cómo soporto aún vivir! ¿Y cómo podría soportar morir ahora?

    Así habló Zaratustra.

    Traducción desde el alemán (ed. crítica Colli–Montinari), revisada con ayuda de IA basada en arquitectura Transformer, siguiendo la segmentación de párrafos de Walter Kaufmann.

  • 3.1. EL CAMINANTE

    Era medianoche cuando Zaratustra tomó su camino sobre la cordillera de la isla, para llegar con la aurora a la otra ribera: pues allí quería embarcar. Había en aquel lugar una buena rada, donde también los barcos extranjeros gustaban de echar el ancla; éstos se llevaban consigo a más de uno que quería cruzar el mar desde las islas bienaventuradas.

    Y mientras Zaratustra subía así la montaña, iba recordando por el camino sus muchas caminatas solitarias desde la juventud, y cuántas montañas, cordilleras y cumbres había ya ascendido.

    Soy un caminante y un escalador de montañas, decía a su corazón; no amo las llanuras y parece que no puedo permanecer mucho tiempo sentado y quieto. Y lo que aún me llegue como destino y experiencia —habrá en ello un caminar y un ascender montañas: al final uno no hace sino experimentarse a sí mismo. Ha pasado el tiempo en que aún podían sobrevenirme azares; ¿y qué podría ya venirme que no fuese ya mío propio? Sólo retorna, al fin vuelve a casa: mi propio sí-mismo, y lo que de él estuvo largo tiempo en lugares extranjeros y disperso entre todas las cosas y los azares. Y aún sé una cosa: ahora estoy ante mi última cumbre y ante aquello que más tiempo se me había reservado. ¡Ay, debo ascender mi camino más duro! ¡Ay, he comenzado mi caminata más solitaria! Pero quien es de mi especie no escapa a una hora así: a la hora que le habla:

    «¡Sólo ahora recorres tu camino a la grandeza! Eso está ahora reunido en uno: cumbre y abismo.

    Recorres tu camino a la grandeza: ¡ahora se ha convertido en tu último refugio lo que hasta ahora se llamó tu último peligro!

    Recorres tu camino a la grandeza: esto debe ser ahora tu mayor coraje: ¡que ya no hay camino tras de ti!

    Recorres tu camino a la grandeza: ¡Aquí nadie ha de seguir furtivamente tus pasos! Tu propio pie borró el camino tras de ti, y sobre él está escrito: Imposibilidad.

    Y si de ahora en adelante te faltan todas las escaleras, has de saber aún subir a tu propia cabeza: ¿cómo, si no, querrías ascender? ¡Sobre tu propia cabeza y más allá de tu propio corazón! Ahora lo más suave en ti ha de convertirse todavía en lo más duro. El que siempre se ha tratado muy indulgentemente, enferma al final por su mucha indulgencia. ¡Alabado sea lo que endurece! Yo no alabo la tierra donde mana mantequilla y miel.

    Es necesario aprender a apartar la mirada de uno mismo para ver mucho: — esta dureza le es necesaria a todo el que asciende montañas.

    Pero quien, como conocedor, es impertinente con los ojos, ¿cómo habría de ver de las cosas algo más que su frente? Tú, oh Zaratustra, quisiste ver de todas las cosas fundamento y fondo: así has de subir ya por encima de ti mismo —arriba, hacia lo alto—, ¡hasta tener incluso tus estrellas debajo de ti!

    ¡Sí! Mirar hacia abajo a mí mismo y aun a mis estrellas: a eso sólo llamaría yo mi cumbre; eso aún quedó para mí como mi última cumbre.»

    Así hablaba Zaratustra consigo mismo, en el ascenso, consolando su corazón con duros dichos; pues estaba dolorido en su corazón como nunca antes. Y cuando llegó a lo alto de la cordillera, he aquí: yacía el otro mar extendido ante él; y se quedó inmóvil y guardó silencio largo rato. Pero la noche, a esa altura, era fría, clara y cuajada de estrellas.

    «Reconozco mi suerte —dijo por fin, con tristeza—. ¡Bien! Estoy listo. Acaba de comenzar mi última soledad.

    ¡Ay, este negro, triste, mar debajo de mí! ¡Ay, esta preñada desazón nocturna! ¡Ay, destino y mar! ¡A vosotros debo ahora descender! Estoy ante mi montaña más alta y ante mi caminata más larga: por eso he de descender primero más profundo de lo que jamás ascendí —más profundo, en el dolor, que jamás ascendí—, hasta dentro de su más negra marea. Así lo quiere mi destino. ¡Bien! Estoy listo.

    ¿De dónde vienen las más altas montañas? —así pregunté una vez. Entonces aprendí que vienen del mar. Esta prueba está escrita en su roca y en las paredes de sus cumbres. Desde lo más profundo debe lo más alto llegar a su altura.—»

    Así habló Zaratustra en la cima de la montaña, donde hacía frío; pero cuando llegó a la proximidad del mar y al fin estuvo solo bajo los acantilados, en el camino se había cansado y estaba aún más nostálgico que antes.

    «Ahora todo duerme —dijo—; también el mar duerme. Ebrio de sueño y extraño, su ojo me mira. Pero respira cálido, eso lo siento. Y siento también que sueña. Se retuerce, soñando, sobre duras almohadas. ¡Escucha, escucha! ¡Cómo gime por malos recuerdos! ¿O por malos presentimientos? ¡Ay, estoy triste contigo, tú, oscuro monstruo, y aún me soy adverso por tu causa! ¡Ay, que mi mano no tiene fuerza suficiente! De buen grado, en verdad, querría redimirte de malos sueños.—»

    Y mientras Zaratustra hablaba así, rió con melancolía y amargura de sí mismo: «¡Qué, Zaratustra! —dijo—, ¿quieres aún cantar consuelo al mar? ¡Ay, tú, amante necio Zaratustra, tú, sobre-bienaventurado en confianza! Pero así fuiste siempre: siempre te acercaste con familiaridad a todo lo terrible. A cada monstruo querías todavía acariciar. Un soplo de aliento cálido, un poco de pelambre suave en la pata —y al punto estabas dispuesto a amarlo y a atraerlo.

    ¡El amor es el peligro del más solitario: el amor a todo, con tal de que viva! Es para reír, en verdad, mi necedad y mi modestia en el amor».—

    Así habló Zaratustra y rió por segunda vez; pero entonces recordó a sus amigos abandonados —y, como si se hubiera propasado con ellos en sus pensamientos—, se airó consigo mismo por esos pensamientos. Y enseguida ocurrió que el que reía lloró: de ira y de anhelo lloró Zaratustra amargamente.

    Traducción revisada con asistencia de IA basada en la arquitectura Transformer. Edición orientada por el texto alemán (Colli y Montinari) y la división estructural de Walter Kaufmann.

  • 2.22. LA HORA MÁS SILENCIOSA

    «¿Qué me sucedió, amigos míos? Me veis turbado, empujado lejos, obediente a mi pesar, dispuesto a partir —¡ay, apartarme de vosotros! Sí, una vez más debe Zaratustra ir a su soledad; pero esta vez vuelve el oso a su cueva de mala gana. ¿Qué me sucedió? ¿Quién manda esto? —¡Ay!, así lo quiere mi colérica señora; me habló—¿os dije ya su nombre?—. Ayer, hacia la tarde, me habló mi hora más silenciosa: tal es el nombre de mi terrible señora. Y así sucedió —pues he de decíroslo todo, para que vuestro corazón no se endurezca contra el que se separa de improviso—.»

    «¿Conocéis el espanto del que cae dormido? Se aterra hasta los dedos de los pies, porque el suelo le cede y el sueño comienza. Esto os lo digo a modo de parábola. Ayer, a la hora más silenciosa, me cedió el suelo bajo los pies: comenzó el sueño. La manecilla avanzó, el reloj de mi vida tomó aliento: nunca oí tal silencio en torno a mí; de modo que mi corazón se aterró.»

    «Entonces me habló sin voz: “¿Lo sabes, Zaratustra?” Y yo grité de espanto ante ese susurro, y la sangre se retiró de mi rostro; pero callé.»

    «Entonces me habló una vez más sin voz: “¡Lo sabes, Zaratustra, pero no lo dices!” Y por fin respondí como uno que desafía: “¡Sí, lo sé, pero no quiero decirlo!”»

    «Entonces me habló de nuevo sin voz: “¿No quieres, Zaratustra? ¿También esto es verdad? ¡No te escondas en tu desafío!” Y lloré y temblé como un niño y dije: “¡Ay, sí que quería, pero ¿cómo puedo? Ahórrame esto solo. ¡Está por encima de mis fuerzas!”»

    «Entonces me habló de nuevo sin voz: “¡Qué importas tú, Zaratustra! Di tu palabra y rómpete.”»

    «Y yo respondí: “¡Ay!, ¿es mi palabra? ¿Quién soy yo? Espero al más digno; no soy digno ni siquiera de romperme contra ella.”»

    «Entonces me habló de nuevo sin voz: “¿Qué importas tú? Aún no eres suficientemente humilde para mí. La humildad tiene la piel más dura.” Y yo respondí: “¡Qué no soportó ya la piel de mi humildad! Moro al pie de mi altura: ¿cuán altas son mis cumbres? Nadie me lo dijo aún. Pero conozco bien mis valles.”»

    «Entonces me habló de nuevo sin voz: “¡Oh, Zaratustra, quien está llamado a mover montañas mueve también valles y hondonadas!” Y yo respondí: “Aún no movió mi palabra ninguna montaña, y lo que dije no alcanzó a los hombres. Fui, sí, hacia los hombres, pero aún no llegué a ellos.”»

    «Entonces me habló de nuevo sin voz: “¡Qué sabes tú de eso! El rocío cae sobre la hierba cuando la noche es más sigilosa.” Y yo respondí: “Se burlaron de mí cuando hallé mi propio camino y lo seguí; y, en verdad, entonces me temblaron los pies. Y me hablaron así: ‘¡Desaprendiste el camino; ahora desaprendes también a andar!’”»

    «Entonces me habló de nuevo sin voz: “¡Qué importa su burla! Tú eres uno que ha desaprendido obedecer: ¡ahora debes mandar! ¿No sabes quién es el más necesario para todos? Aquel que manda grandes cosas. Realizar grandes cosas es difícil; pero más difícil es mandar grandes cosas. Esto es lo más imperdonable en ti: tienes el poder y no quieres gobernar.” Y yo respondí: “Me falta la voz del león para mandar.”»

    «Entonces me habló de nuevo como un susurro: “Las palabras más silenciosas son las que traen la tempestad. Los pensamientos que llegan con pies de paloma dirigen el mundo. ¡Oh, Zaratustra, has de ir como una sombra de lo que ha de llegar: así mandarás y, mandando, precederás.” Y yo respondí: “Me avergüenzo.”»

    «Entonces me habló de nuevo sin voz: “Debes aún convertirte en niño, sin vergüenza. El orgullo de la juventud está aún sobre ti; tarde te hiciste joven. Pero quien quiere convertirse en niño debe también superar su juventud.” Y reflexioné largo tiempo y temblé. Por fin, sin embargo, dije lo que dije al principio: “No quiero.”»

    «Entonces se produjo una risa a mi alrededor. ¡Ay, cómo esa risa me desgarró las entrañas y me rajó el corazón! Y me habló por última vez: “¡Oh, Zaratustra, tus frutos están maduros, pero tú no estás maduro para tus frutos! Así, has de volver de nuevo a la soledad, pues aún has de hacerte tierno.” Y de nuevo rió y huyó; luego se hizo a mi alrededor silencio como con un doble silencio. Pero yo yacía en el suelo, y el sudor me manaba de los miembros.»

    «Ahora oísteis todo y por qué debo volver a mi soledad. Nada os oculté, amigos míos. Pero también oísteis esto de mí: quien aún es el más reservado de entre todos los hombres —y quiere serlo. ¡Ay, amigos míos! Aún tendría algo que deciros, aún tendría algo que daros. ¿Por qué no lo doy? ¿Soy, pues, avaro?

    Pero cuando Zaratustra hubo pronunciado estas palabras, lo asaltó la violencia del dolor y la cercanía de la despedida de sus amigos, de modo que lloró en voz alta; y nadie supo consolarlo. De noche, sin embargo, se marchó solo y dejó a sus amigos.»

    Traducción revisada con asistencia de IA basada en la arquitectura Transformer. Edición orientada por el texto alemán (Colli y Montinari) y la división estructural de Walter Kaufmann.

  • 2.21. DE LA PRUDENCIA HUMANA

    No la altura: la pendiente es lo terrible. La pendiente donde la mirada se precipita hacia abajo y la mano se alza hacia lo alto para asirse. Allí le da vértigo al corazón ante su doble voluntad. ¡Ay, amigos! ¿Adivináis acaso la doble voluntad de mi corazón?

    Esto, esto es mi pendiente y mi peligro: que mi mirada se precipita hacia lo alto, y que mi mano querría sostenerse y apoyarse —¡en lo profundo! Al hombre se aferra mi querer, con cadenas me ato al hombre, porque me arranca hacia lo alto, hacia el superhombre: pues hacia allí quiere mi otro querer. Y para ello vivo ciego entre los hombres, como si no los conociera: para que mi mano no pierda del todo su fe en lo firme.

    No os conozco, hombres: esta oscuridad y consolación a menudo está extendida en torno a mí. Me siento en el umbral para todo pícaro y pregunto: ¿quién quiere engañarme? Esa es mi primera prudencia humana: que me dejo engañar, para no estar en guardia contra los embaucadores. ¡Ay, si estuviera en guardia contra el hombre, ¿cómo podría ser el hombre un ancla para mi globo?! Demasiado fácilmente me arrancaría hacia lo alto y me llevaría lejos. Esta providencia pesa sobre mi destino: que debo carecer de cautela.

    Y el que no quiera morir de sed entre los hombres debe aprender a beber de todos los vasos; y el que quiera permanecer limpio entre los hombres debe saber lavarse también con agua sucia. Y así me decía a menudo para consuelo: «¡Ea! ¡Arriba! ¡Viejo corazón! Una desdicha te salió mal: ¡disfruta esto como tu — dicha!»

    Esta es mi otra prudencia humana: soy más indulgente con los vanidosos que con los orgullosos. ¿No es la vanidad herida la madre de todas las tragedias? Pero donde el orgullo es herido, allí acaso crece algo aún mejor que el orgullo.

    Para que la vida sea grata de contemplar, su obra debe estar bien representada; y para ello son menester buenos actores. A todos los vanidosos los encontré buenos actores: actúan y quieren que se los contemple de buen grado —todo su espíritu está en este querer. Se escenifican, se inventan a sí mismos; en su cercanía amo contemplar la vida —me cura de la melancolía. Por eso soy indulgente con los vanidosos, porque son médicos de mi melancolía y me mantienen asido al hombre como a un espectáculo.

    Y además: ¿quién puede medir en el vanidoso toda la profundidad de su modestia? Le tengo afecto y compasión por su modestia. De vosotros quiere aprender su fe en sí mismo; se alimenta de vuestras miradas, devora el elogio de vuestras manos. Todavía cree vuestras mentiras, si mentís a su favor; pues en lo más profundo suspira su corazón: «¡Qué soy yo!» Y si esa es la verdadera virtud, la que no sabe de sí misma, pues bien: el vanidoso no sabe de su modestia.

    Pero esta es mi tercera prudencia humana: no me dejo amargar la contemplación de los malvados por vuestra pusilanimidad. Me sé bienaventurado al ver las maravillas que incuba el sol ardiente: tigres, palmeras y serpientes de cascabel. También entre los hombres hay una hermosa cría del sol ardiente y mucho digno de maravilla en los malvados.

    Ciertamente, así como vuestros más sabios no me parecieron del todo tan sabios, así también encontré la maldad de los hombres por debajo de su fama. Y a menudo, meneando la cabeza, pregunté: «¿Por qué aún hacer sonar el cascabel, vosotras, serpientes de cascabel?»

    En verdad, también para el mal hay aún un futuro. Y el Sur más ardiente no está aún descubierto para el hombre. ¡A cuántas cosas se las llama ya «la peor maldad» cuando no pasan de doce pies de ancho y tres meses de duración! Pero un día nacerán al mundo dragones más grandes. Pues, para que al superhombre no le falte su dragón —el superdragón, digno de él—, aún ha de arder mucho sol ardiente sobre selva primigenia húmeda. De vuestros gatos salvajes han de hacerse primero tigres, y de vuestros sapos venenosos, cocodrilos; pues el buen cazador ha de tener buena caza.

    Y en verdad, ¡vosotros, buenos y justos! En vosotros hay mucho de qué reír, y especialmente vuestro miedo a lo que hasta ahora se llamó «diablo». Tan ajenos sois a lo grande en vuestra alma, que el superhombre os sería terrible en su bondad. Y vosotros, sabios y conocedores, huiríais de la quemadura del sol de la sabiduría en la que el superhombre baña con placer su desnudez. ¡Vosotros, hombres más altos que encontró mi ojo! Esta es mi duda acerca de vosotros y mi risa secreta: adivino que a mi superhombre —«diablo» lo llamaríais.

    ¡Ay, me cansé de estos más altos y mejores: desde su «altura» me urgía subir, salir, alejarme hacia el superhombre! Un horror me asaltó cuando vi desnudos a estos mejores: entonces me crecieron alas para volar lejos hacia futuros lejanos — a futuros más lejanos, a sures más meridionales que cuantos soñó jamás artífice alguno; allí donde los dioses se avergüenzan de todas las ropas. Pero disfrazados quiero veros, vosotros, vecinos y compañeros, y bien acicalados, y vanidosos, y dignos, como «los buenos y justos»; y yo mismo, disfrazado, quiero sentarme entre vosotros — para desconoceros a vosotros y a mí: esa es, precisamente, mi última prudencia humana.

    Así habló Zaratustra.

    Traducción revisada con asistencia de IA basada en la arquitectura Transformer. Edición orientada por el texto alemán (Colli y Montinari) y la división estructural de Walter Kaufmann.

  • 2.20. DE LA REDENCIÓN

    Cuando un día Zaratustra cruzaba el gran puente, lo rodearon tullidos y mendigos, y un jorobado le habló así: «¡Mira, Zaratustra! También el pueblo aprende de ti y aumenta su fe en tu enseñanza; pero para que crea en ti por completo, todavía tiene necesidad de una cosa: todavía debes convencernos primero a nosotros, los tullidos. Aquí tienes ahora una bonita selección y, en verdad, una ocasión con más de un mechón de donde cogerla. Puedes curar a los ciegos y hacer andar a los cojos; y al que lleva demasiado a cuestas, bien podrías quitarle un poco: eso, pienso yo, sería la manera correcta de hacer que los tullidos crean en Zaratustra».

    Pero Zaratustra respondió así al que le habló: «Si a un jorobado se le quita su joroba, entonces se le quita también su espíritu —así enseña el pueblo. Y si se le dan ojos a un ciego, entonces ve demasiadas cosas malas en la tierra, de modo que maldice al que lo curó. Pero quien pone a andar al cojo, ese le causa el mayor daño de todos: pues apenas puede correr, y ya se desbocan con él sus vicios. ¿Y por qué no habría Zaratustra de aprender incluso del pueblo, si el pueblo aprende de Zaratustra?»

    «Pero esto es para mí lo de menos desde que estoy entre los hombres: ver que a éste le falta un ojo, a aquél una oreja, a un tercero la pierna; y otros hay que han perdido la lengua, la nariz o la cabeza. Veo y vi algo peor, y más de una cosa tan repugnante que no quiero hablar de todo, y de alguna ni siquiera quiero callar: a saber, hombres a los que les falta todo, excepto que tienen demasiado de una única cosa — hombres que no son más que un gran ojo, o unas grandes fauces, o un vientre grande, o cualquier cosa grande: los llamo tullidos inversos.»

    «Y cuando salí de mi soledad y crucé por primera vez este puente, no podía dar crédito a mis ojos: miré, volví a mirar, y finalmente dije: “¡eso es una oreja! ¡Una oreja tan grande como un hombre!” Miré aún mejor: y en verdad, bajo aquella oreja se movía algo tan pequeño que movía a compasión, miserable, mezquino y débil. Y realmente aquella monstruosa oreja estaba asentada sobre un tallo pequeño y delgado — ¡pero el tallo era un hombre! Quien se ponía un cristal ante los ojos podía incluso reconocer una pequeña cara envidiosa, y que un alma abotargada se bamboleaba en el tallo. Pero el pueblo me decía que aquella gran oreja era no sólo un hombre, sino un gran hombre, un genio. Yo, en cambio, nunca creí al pueblo cuando me habló de grandes hombres, y mantuve mi convicción de que era un tullido inverso, que en todo tenía demasiado poco y en una cosa demasiado.»

    Cuando Zaratustra hubo respondido así al jorobado y a aquellos de los que era portavoz e intercesor, se dirigió con profundo enojo a sus discípulos y dijo: «¡En verdad, mis amigos, camino entre los hombres como entre piezas rotas y amasijos de miembros de hombres! Esto es para mi ojo lo horrible: que encuentro al hombre descuartizado y disperso, como sobre un campo de batalla y un campo de carniceros. Y si huye mi ojo del presente al ayer: siempre encuentra lo mismo, piezas rotas y amasijos de miembros de hombres, y horrendos azares — ¡pero no hombres!»

    «El presente y el ayer sobre la tierra — ¡ay, mis amigos! — eso es para mí lo insoportable; y no sabría vivir, si no fuera también un vaticinador de aquello que debe llegar. Un vaticinador, un volente, un creador, un futuro en sí y un puente hacia el futuro — y ¡ay!, también, por así decir, un tullido en este puente: todo eso es Zaratustra.»

    «Y también vosotros os preguntasteis a menudo: “¿Quién es para nosotros Zaratustra? ¿Cómo ha de llamarse para nosotros?” Y, como yo mismo, os disteis preguntas por respuesta. ¿Es uno que promete? ¿O uno que cumple? ¿Uno que conquista? ¿O uno que hereda? ¿Un otoño? ¿O una reja de arado? ¿Un médico? ¿O un convaleciente? ¿Es un poeta? ¿O un veraz? ¿Un libertador? ¿O un domador? ¿Un bueno? ¿O un malo?»

    «Camino entre los hombres como entre los fragmentos del futuro, de ese futuro que contemplo: y eso es toda mi poesía y todo mi empeño, poetizar y reunir en unidad lo que es fragmento, acertijo y horrendo azar. ¿Y cómo soportaría ser hombre, si el hombre no fuera también poeta, adivinador de acertijos y redentor del azar?»

    «Redimir lo pasado y transformar todo “Fue” en un “¡Así lo quise!” — eso sería para mí, por fin, redención. Voluntad: así se llama el libertador y portador de alegría — así os enseñé, mis amigos. Pero aprended ahora esto además: la voluntad misma es todavía un prisionero. Querer libera: ¿pero cómo se llama lo que también al liberador aún mantiene en cadenas? “Fue”: así se llama el rechinar de dientes y la más solitaria aflicción de la voluntad. Impotente contra lo que ha sido hecho, es, de todo lo pasado, un maligno espectador. La voluntad no puede querer hacia atrás: que no puede quebrar el tiempo ni el deseo del tiempo — eso es la más solitaria aflicción de la voluntad.»

    «Querer libera: ¿pero qué imagina la voluntad misma para librarse de su aflicción y burlarse de su mazmorra? ¡Ay, todo prisionero se hace un necio! Neciamente se redime también la voluntad prisionera. Que el tiempo no corra hacia atrás, ese es su rencor; “Lo que fue”: así se llama la piedra que no puede mover. Y así, en su rencor y su enojo, revuelve piedras y toma venganza en aquello que no siente, como ella, rencor y enojo. Así se volvió la voluntad, el liberador, en hacedor de desgracias: y en todo lo que puede sufrir, toma venganza de no tener poder hacia atrás. Esto, sí, esto solo es la venganza misma: la aversión de la voluntad contra el tiempo y su “Fue.”»

    «En verdad, una gran necedad mora en nuestra voluntad; y en una maldición se convirtió para todo lo humano que esta necedad aprendiese espíritu.»

    «El espíritu de la venganza, mis amigos: eso ha sido hasta ahora la mejor reflexión de los hombres; y donde hubo sufrimiento, allí debía siempre haber castigo.»

    «‘Castigo’: así se llama a sí misma la propia venganza; con una palabra mentirosa se finge una buena conciencia.»

    «Y porque en el que quiere mismo hay sufrimiento, por no poder querer hacia atrás, así debía la voluntad misma y toda la vida ser castigo. Y entonces se amontonó nube sobre nube sobre el espíritu, hasta que finalmente la locura predicó: “Todo perece; por eso, todo merece perecer. Y esto es la justicia misma, aquella ley del tiempo: que debe devorar a sus hijos.” Así predicó la locura.»

    «Moralmente están ordenadas las cosas conforme a derecho y castigo. ¡Oh, dónde está la redención del río de las cosas y del castigo de existir! Así predicó la locura.»

    «¿Puede haber redención, si hay un derecho eterno? ¡Ay, inamovible es la piedra ‘Fue’: eternos deben ser también todos los castigos! Así predicó la locura.»

    «Ningún acto puede ser aniquilado: ¿cómo podría ser deshecho por el castigo? Esto, esto es lo eterno en el castigo ‘existir’: que el existir debe también ser eternamente de nuevo acto y culpa. Salvo que la voluntad finalmente se redimiera a sí misma, y el querer llegara a ser no-querer —. Pero vosotros conocéis, mis hermanos, esta canción fabulosa de la locura.»

    «Os aparté de estas canciones fabulosas, cuando os enseñé: “la voluntad es un creador.” Todo “Fue” es un fragmento, un acertijo, un horrendo azar — hasta que la voluntad creadora le dice: “¡pero así lo quise!” Hasta que la voluntad creadora le dice: “¡Pero así lo quiero! ¡Así lo querré!”»

    «¿Pero habló ya así? ¿Y cuándo sucede esto? ¿Está la voluntad ya desenjaezada de su propia necedad? ¿Se volvió la voluntad para sí misma ya en redentor y portador de alegría? ¿Desaprendió el espíritu de la venganza y todo el rechinar de dientes? ¿Y quién le enseñó reconciliación con el tiempo, y algo más alto que lo que es toda reconciliación? Algo más alto que toda reconciliación debe querer la voluntad, que es voluntad de poder —; ¿pero cómo le sucede eso? ¿Quién le enseñó también el querer hacia atrás?»

    «Pero en este punto de su discurso ocurrió que Zaratustra se detuvo de repente y se asemejó por completo a alguien que se asusta hasta lo extremo. Con ojo asustado miró a sus discípulos; su ojo atravesó como con flechas sus pensamientos y los pensamientos detrás de sus pensamientos. Pero al cabo de un momento volvió a reír y dijo apaciguado: “Es difícil vivir con los hombres, porque el silencio es tan difícil. Especialmente para un charlatán.”»

    «Así habló Zaratustra.»

    «Pero el jorobado había escuchado la conversación y, mientras tanto, había cubierto su rostro; pero cuando oyó a Zaratustra reír, levantó la vista con curiosidad y dijo lentamente: “¿Pero por qué habla Zaratustra a nosotros de modo distinto que a sus discípulos?”»

    «Zaratustra respondió: “¡Qué hay de sorprendente en ello! ¡Con los jorobados se puede hablar ya en jorobado!”»

    «“Bien” —dijo el jorobado—; “y con escolares se puede ya charlar fuera de la escuela. ¿Pero por qué habla Zaratustra de modo diferente a sus escolares que a sí mismo?”»

    Traducción revisada con asistencia de IA basada en la arquitectura Transformer. Edición orientada por el texto alemán (Colli y Montinari) y la división estructural de Walter Kaufmann.

  • 2.19. EL ADIVINO

    «Y contemplé una gran tristeza descender sobre los hombres. Los mejores se cansaron de sus obras. Una doctrina se difundió, una fe corrió junto a ella: «¡Todo es vacío, todo es igual, todo ha sido!» Y desde todas las colinas resonó de nuevo: «¡Todo es vacío, todo es igual, todo ha sido!» Ciertamente, hemos cosechado; pero ¿por qué se pudrieron y pardearon todos nuestros frutos? ¿Qué cayó de la luna funesta en la última noche? En vano fue todo trabajo; veneno se volvió nuestro vino; mal ojo abrasó nuestros campos y corazones, tornándolos amarillos. Secos nos volvimos todos; y si el fuego cae sobre nosotros, nos desmoronamos en polvo como ceniza: — sí, al propio fuego agotamos. Todos los manantiales se nos secaron, también el mar retrocedió. Todos los suelos quieren resquebrajarse, mas la hondura no quiere tragar. «¡Ay, dónde queda aún un mar en que poder ahogarse!» — así resuena nuestro lamento sobre pantanos rasos. En verdad, para morir ya nos hallamos demasiado cansados; y así velamos todavía y vivimos aún, — ¡en cámaras funerarias!»

    Así oyó Zaratustra hablar a un adivino, y su profecía le llegó al corazón y lo transformó. Triste vagaba y cansado; y se volvió semejante a aquellos de quienes había hablado el adivino.

    «En verdad —dijo a sus discípulos—, falta poco para que llegue este largo crepúsculo. ¡Ay, cómo salvaré mi luz al otro lado! ¡Que no se me ahogue en esta tristeza! Ha de ser luz para mundos más lejanos, sí, y para noches aún más remotas.»

    De esta manera, afligido en su corazón, vagó Zaratustra; durante tres días no tomó alimento ni bebida, no tuvo reposo y perdió el habla. Finalmente cayó en un profundo sueño. Pero sus discípulos velaban a su alrededor en largas vigilias nocturnas, y aguardaban con preocupación que despertara, que hablara de nuevo y que se recobrara de su aflicción.

    Pero este es el discurso que Zaratustra pronunció cuando despertó; su voz, sin embargo, llegó a sus discípulos como desde muy lejos.

    «¡Escuchadme, pues, el sueño que soñé, vosotros, mis amigos, y ayudadme a adivinar su sentido! Todavía es un acertijo para mí este sueño; su sentido está oculto en él y aprisionado, y aún no lo sobrevuela con alas libres.»

    Había renunciado a toda vida, así me parecía en el sueño. Me había convertido en vigía nocturno y guardián de tumbas, allá en la solitaria fortaleza de la montaña de la muerte. En lo alto guardaba sus ataúdes; repletas estaban las bóvedas sombrías de tales signos de victoria. Desde ataúdes de cristal me miraba la vida vencida. Respiraba el olor de eternidades polvorientas; bochornosa y polvorienta yacía mi alma. ¡Y quién habría podido allí airear su alma!

    Claridad de medianoche había siempre a mi alrededor; la soledad se agazapaba a su lado; y, en trío con ellas, una jadeante quietud de muerte, la peor de mis amigas. Llevaba llaves, las más herrumbrosas de todas las llaves; y sabía abrir con ellas la más chirriante de todas las puertas. Como un áspero graznido corría el sonido por los largos corredores cuando se alzaban las hojas de la puerta; ese pájaro gritaba siniestro, a disgusto quería ser despertado. Pero más espantoso aún y opresor del corazón era cuando callaba de nuevo y todo alrededor quedaba en silencio, y yo permanecía solo en ese silencio traicionero.

    Así transcurría para mí, y se deslizaba el tiempo, si es que aún había tiempo: ¿qué sé yo de ello? Pero finalmente ocurrió aquello que me despertó. Tres veces resonaron golpes en la puerta, como truenos; las bóvedas retumbaron y aullaron tres veces de nuevo: entonces fui yo a la puerta. «¡Alpa!», grité, «¿quién lleva sus cenizas a la montaña? ¡Alpa! ¡Alpa! ¿quién lleva sus cenizas a la montaña?» Y presioné la llave, y tiré de la puerta, y me esforcé; pero aún no se abría ni un dedo de ancho. Entonces un viento rugiente desgarró sus hojas y las abrió de par en par: silbando, estridente y cortante, me lanzó un ataúd negro.

    Y en el rugido, el silbido y el estridor, el ataúd estalló y vomitó una risa mil veces multiplicada. Y desde mil muecas de niños, ángeles, búhos, locos y mariposas grandes como niños reía, se burlaba y bramaba contra mí. Horriblemente me asusté por ello: me derribó; y grité de horror como nunca había gritado. Pero mi propio grito me despertó, y volví en mí.

    Así relató Zaratustra su sueño y luego calló, pues aún no conocía la interpretación de su sueño. Pero el discípulo al que más amaba se levantó rápidamente, tomó la mano de Zaratustra y dijo:

    «¡Tu propia vida nos interpreta este sueño, oh Zaratustra! ¿No eres tú mismo el viento de estridente silbido que abre de par en par las puertas de las fortalezas de la muerte? ¿No eres tú mismo el ataúd lleno de coloridas malicias y muecas angélicas de la vida? En verdad, como risa de niños multiplicada por mil viene Zaratustra a todas las cámaras de los muertos, riéndose de esos vigías nocturnos y guardianes de tumbas y de cualquiera que haga sonar llaves lúgubres. Con tu risa los atemorizarás y derribarás; el desmayo y el despertar probarán tu poder sobre ellos. Y aun cuando venga el largo crepúsculo y el cansancio de la muerte, tú no te pondrás en nuestro cielo, oh intercesor de la vida. Nuevas estrellas nos dejaste ver y nuevas magnificencias nocturnas; en verdad, tu risa misma tendiste como un entoldado multicolor sobre nosotros. Ahora manará siempre risa de niños desde los ataúdes; ahora, victorioso, un viento fuerte vendrá siempre contra todo cansancio de la muerte: de ello eres tú mismo garante y adivino. En verdad, a ellos mismos los soñaste, a tus enemigos: ese fue tu sueño más difícil. Pero así como de ellos despertaste y volviste a ti, así también ellos habrán de despertar de sí mismos — ¡y venir a ti!»

    Así habló el discípulo; y todos los demás se apretaron ahora en torno a Zaratustra, y le cogieron de las manos, y quisieron persuadirle de que dejase el lecho y la tristeza y volviese con ellos. Pero Zaratustra se sentó erguido en su lecho, y con mirada extraña. Como quien regresa a casa de una larga extranjería, posó la vista sobre sus discípulos y examinó sus rostros; y aún no los reconocía. Pero cuando lo alzaron y lo pusieron en pie, he aquí que de repente su ojo se transformó; comprendió todo lo que había ocurrido, se acarició la barba y dijo con voz fuerte:


    «¡Ea! Esto ahora tiene su tiempo; pero cuidadme, discípulos míos, de que hagamos un buen festín, y en breve. Así pienso hacer penitencia por malos sueños. Pero el adivino ha de comer y beber a mi lado; y en verdad, quiero aún mostrarle un mar en el que puede ahogarse.»


    Así habló Zaratustra. Pero después miró largo tiempo al discípulo que había hecho de intérprete del sueño, y entonces sacudió la cabeza.

    Traducción revisada con asistencia de IA basada en la arquitectura Transformer. Edición orientada por el texto alemán (Colli y Montinari) y la división estructural de Walter Kaufmann.

  • 2.18. DE LOS GRANDES ACONTECIMIENTOS

    Hay una isla en el mar —no lejos de las Islas Bienaventuradas de Zaratustra— sobre la que de continuo humea un volcán; de ella dice el pueblo, y dicen en especial las mujercitas viejas del pueblo, que está colocada como un peñasco ante la puerta del inframundo; pero que a través del propio volcán conduce hacia abajo el estrecho camino que lleva hacia esta puerta del inframundo.

    Por aquel tiempo, cuando Zaratustra moraba en las Islas Bienaventuradas, ocurrió que un barco echó ancla en la isla sobre la que se alza la montaña humeante; y su tripulación fue a tierra a cazar conejos. Hacia la hora del mediodía, cuando el capitán y su gente estaban de nuevo reunidos, vieron de pronto a un hombre acercarse a ellos a través del aire, y una voz dijo claramente: «¡Es la hora! ¡Es más que la hora ya!» Pero cuando la figura estuvo más cerca de ellos —voló rápidamente, como una sombra, pasándolos de largo en dirección a donde estaba el volcán— reconocieron con la mayor consternación que era Zaratustra; pues todos lo habían visto ya antes, salvo el propio capitán, y lo amaban como ama el pueblo: de modo que en partes iguales estaban juntos amor y temor. «¡Mirad! —dijo el viejo timonel—, ahí va Zaratustra al infierno!»

    Por el mismo tiempo en que estos marineros tomaron tierra en la isla de fuego, corría por todas partes el rumor de que Zaratustra había desaparecido; y cuando se preguntó a sus amigos, contaron que se había embarcado por la noche sin decir adónde quería viajar. Así surgió cierta inquietud; después de tres días, sin embargo, se sumó a esta inquietud la historia de los marineros, y entonces dijo todo el pueblo que el diablo se había llevado a Zaratustra. Sus discípulos, ciertamente, se rieron de estos rumores; y uno de ellos dijo incluso: «Antes creería que Zaratustra se ha llevado al diablo.» Pero en el fondo de sus almas estaban todos llenos de preocupación y de anhelo: por eso fue grande su alegría cuando, al quinto día, Zaratustra apareció entre ellos.

    Y este es el relato del diálogo de Zaratustra con el Perro de Fuego.

    «La tierra —dijo— tiene una piel, y esta piel tiene enfermedades. Una de estas enfermedades se llama, por ejemplo, “hombre”. Y otra de estas enfermedades se llama “Perro de Fuego”: sobre él los hombres se han mentido mucho y se han dejado mentir. Para desentrañar este secreto crucé el mar, y he visto a la verdad desnuda, en verdad: ¡descalza hasta la garganta! Ahora sé qué hay con el Perro de Fuego, y también con todos esos diablos de erupción y subversión, de los que no sólo las mujercitas viejas se asustan.

    »¡Fuera contigo, Perro de Fuego, sal de tu hondura! —grité— y confiesa qué profunda es esa profundidad. ¿De dónde proviene eso que resoplas hacia arriba? Bebes de continuo en el mar: eso delata tu muy salada elocuencia. En verdad, para ser un perro de la hondura tomas demasiado tu alimento de la superficie. Como mucho te tengo por el ventrílocuo de la tierra; y siempre que oí hablar a los diablos subversivos y eruptivos, los encontré como a ti: salados, mentirosos y superficiales. ¡Sabéis bramar y oscurecer con cenizas! Sois los mayores bocazas y aprendisteis de sobra el arte de hervir el lodo al rojo vivo. Donde vosotros estáis, ahí debe siempre haber lodo en la cercanía, y mucho que sea fofo, cavernoso y comprimido: eso quiere ir hacia la libertad. “Libertad” bramáis todos con mayor gusto; pero yo desaprendí la fe en los “grandes acontecimientos”, en cuanto hay mucho bramido y humo a su alrededor.

    »Y créeme, amigo Ruido Infernal: los más grandes acontecimientos —eso no son nuestras horas más ruidosas, sino nuestras horas más silenciosas. No alrededor de los inventores de nuevo ruido: alrededor de los inventores de nuevos valores gira el mundo; y gira inaudible.

    »¡Y confiésalo tan sólo! Poco había ocurrido en realidad, cuando tu ruido y tu humo se disiparon. ¡Qué importa que una ciudad se convirtiera en momia, y una estatua yaciera en el lodo! Y esta palabra digo aún a los derrocadores de estatuas: la mayor necedad es arrojar sal al mar y estatuas al lodo. Pero esa es precisamente su ley: que a ella, de vuestro desprecio, le vuelvan a crecer vida y belleza viviente. Con rasgos más divinos se alza ahora, sufriente y seductora; y, en verdad, aún os dará las gracias porque la derribasteis, ¡oh derrocadores! Pero este consejo aconsejo yo a reyes y a iglesias y a todo lo que es débil por edad y por virtud: ¡dejaos sólo derrocar! Para que volváis de nuevo a la vida, y a vosotros — la virtud.»

    «Así hablé delante del Perro de Fuego: entonces me interrumpió hoscamente y preguntó: “¿Iglesia? ¿Qué es eso?”

    »“¿Iglesia?” respondí, “eso es un tipo de Estado, y el más embustero de todos. ¡Pero cállate y permanece quieto, perro hipócrita! Tú ya conoces tu especie mejor que nadie. Igual que tú, el Estado es un perro hipócrita; igual que tú, habla con gusto con humo y bramido, para hacer creer, igual que tú, que habla desde las entrañas de las cosas. Porque el Estado quiere a toda costa ser el animal más importante sobre la tierra; y eso se le cree también.”

    »Cuando había dicho eso, el Perro de Fuego se comportó como loco de envidia. “¿Qué? —gritó— ¿el animal más importante sobre la tierra? ¿Y eso se le cree también?” Y tanto vapor y voces horribles le salieron de la garganta, que pensé que se ahogaría de enfado y envidia.

    »Por fin se aquietó, y su jadeo cedió. Tan pronto como estuvo en silencio, dije riendo: “Te enfadas, Perro de Fuego: ¡así que tengo razón sobre ti! Y para que siga teniendo razón, escucha acerca de otro Perro de Fuego, que realmente habla desde el corazón de la tierra. Oro exhala su aliento y lluvia dorada: así lo quiere su corazón. ¡Qué son para él la ceniza, el humo y el moco ardiente! La risa revolotea de él como una nube multicolor. Es enemigo de tu gorgotear, escupir y rabia de entrañas. Pero el oro y la risa —eso lo toma del corazón de la tierra: pues para que lo sepas, el corazón de la tierra es de oro.”

    »Cuando el Perro de Fuego oyó esto, ya no soportó seguir escuchándome. Avergonzado, metió el rabo entre las piernas, dijo con voz apagada: “¡Guau! ¡Guau!” y se arrastró a su cueva.»

    Así contó Zaratustra. Pero sus discípulos apenas lo escucharon, tan grande era su deseo de contarle acerca de los marineros, los conejos y el hombre que volaba.

    «¡Qué he de pensar de ello! —dijo Zaratustra—. ¿Soy un fantasma entonces? Pero habrá sido mi sombra. ¿Habéis oído ya algo del Caminante y su sombra? Pero esto es seguro: tengo que atarlo más corto, o si no, todavía me arruina la reputación.»

    «Y de nuevo sacudió Zaratustra la cabeza y se maravilló. “¡Qué he de pensar de ello!” dijo otra vez. “¿Por qué gritó entonces el fantasma: ¡Es la hora! ¡Es más que la hora ya!? ¿Para qué es entonces — más que la hora?”»

    Así habló Zaratustra.

    Traducción revisada con asistencia de IA basada en la arquitectura Transformer. Edición orientada por el texto alemán (Colli y Montinari) y la división estructural de Walter Kaufmann.

  • 2.17. DE LOS POETAS

    «Desde que conozco mejor el cuerpo —dijo Zaratustra a uno de sus discípulos—, el espíritu es para mí solo, por así decirlo, espíritu; y todo lo imperecedero —eso es también solo una parábola.»

    «Ya te oí decir eso una vez —respondió el discípulo—, y entonces añadiste: “pero los poetas mienten demasiado.” ¿Por qué dijiste entonces que los poetas mienten demasiado?»

    «¿Por qué? —dijo Zaratustra—. ¿Preguntas por qué? Yo no pertenezco a aquellos a los que se les puede preguntar por su porqué. ¿Es acaso mi vivencia de ayer? Ha pasado mucho tiempo desde que experimenté las razones de mis opiniones. ¿No tendría que ser un barril de memoria, si también quisiera llevar conmigo mis razones? Ya es demasiado para mí retener siquiera mis propias opiniones; y más de un pájaro se me escapa volando. Y de vez en cuando encuentro también un animal llegado volando a mi palomar, que me es extraño, y que tiembla cuando pongo mi mano sobre él. ¿Pero qué te dijo una vez Zaratustra? ¿Que los poetas mienten demasiado? — Pero también Zaratustra es un poeta. ¿Crees ahora que aquí te dijo la verdad? ¿Por qué lo crees?»

    El discípulo respondió: «Creo en Zaratustra.» Pero Zaratustra sacudió la cabeza y sonrió.

    «La fe no me hace bienaventurado —dijo—, y menos aún la fe en mí. Pero suponiendo que alguien dijera con toda seriedad: “los poetas mienten demasiado”, tendría razón —nosotros mentimos demasiado. Sabemos demasiado poco y somos malos aprendices: así que tenemos ya que mentir. ¿Y quién de nosotros poetas no ha adulterado su vino? Más de una mezcla venenosa ocurrió en nuestros sótanos, más de una cosa indescriptible fue hecha allí. Y porque sabemos poco, nos gustan de corazón los pobres de espíritu, especialmente cuando son mujercitas jóvenes. E incluso codiciamos todavía las cosas que las mujercitas viejas se cuentan por la noche. A eso nosotros mismos lo llamamos el eterno femenino en nosotros. Y como si hubiera un acceso secreto especial al saber, que se cerrara precisamente a quienes aprenden algo: así creemos en el pueblo y en su “sabiduría.”»

    «Pero esto creen todos los poetas: que quien yace en la hierba o sobre laderas solitarias y aguza los oídos, experimenta algo de las cosas que están entre el cielo y la tierra.
    Y, si les vienen tiernas emociones, entonces piensan siempre los poetas que la naturaleza misma está enamorada de ellos: y que se desliza hasta su oído para decir en él cosas secretas y halagos amorosos. ¡De esto sacan pecho y se inflan ante todos los mortales!»

    ¡Ay, hay tantas cosas entre el cielo y la tierra sobre las que solo los poetas se han permitido soñar algo!

    Y especialmente por encima del cielo: ¡porque todos los dioses son parábola de poetas, engaño de poetas! En verdad, siempre nos arrastra hacia arriba, es decir, al reino de las nubes: sobre estas asentamos nuestros coloreados pellejos y los llamamos entonces dioses y superhombres. ¡Sin duda son lo bastante ligeros para tales asientos, todos esos dioses y superhombres! ¡Ay, qué cansado estoy de todo lo inadecuado que de todas formas ha de pasar por sucedido! ¡Ay, qué cansado estoy de los poetas!

    Cuando Zaratustra habló así, su discípulo se indignó contra él, pero calló. Y también Zaratustra calló; y su ojo se había vuelto hacia dentro, como si mirara a vastas distancias. Por fin suspiró y tomó aliento.

    «Soy de hoy y de tiempos pasados —dijo entonces—; pero algo hay en mí que es de mañana, de pasado mañana y de tiempos por venir. Llegué a estar cansado de los poetas, de los viejos y de los nuevos; para mí son todos superficiales y mares poco profundos. No pensaron lo bastante en la profundidad: por eso su sentimiento no se hundió hasta los fondos.

    Algo de lujuria y algo de aburrimiento: eso ha sido incluso su mejor reflexión. Soplo de fantasmas y correteo de fantasmas me parece todo su tintineo de arpas; ¡qué han sabido hasta hoy del fervor de los tonos!»

    «Tampoco son lo bastante limpios para mí: todos enturbian su agua para que parezca profunda. Con gusto se presentan así como reconciliadores; pero para mí siguen siendo mediadores y mezcladores, medias tintas e impuros.»

    «Ay, ciertamente lancé mi red a sus mares y quise atrapar buenos peces; pero siempre saqué a la superficie la cabeza de un viejo dios. Así el mar dio una piedra al hambriento. Y ellos bien pueden provenir del mar. Ciertamente se pueden encontrar perlas en ellos; tanto más semejantes son a duros animales de concha. Y en lugar de alma, encontré a menudo en ellos cieno salado.»

    «Aprendieron del mar también su vanidad: ¿no es el mar el pavo real de los pavos reales? Aun ante el más feo de todos los búfalos despliega su cola; jamás se cansa de su abanico de encaje de plata y seda. Desafiante mira el búfalo hacia allí, cercano a la arena en su alma, más cercano aún al matorral, pero lo más cercano de todo al pantano. ¡Qué son para él la belleza, el mar y el ornato de los pavos! Esta parábola digo a los poetas. En verdad, su espíritu mismo es el pavo real de los pavos reales y un mar de vanidad. El espíritu del poeta quiere espectadores: ¡aún fueran búfalos!»

    «Pero he llegado a estar cansado de este espíritu; y veo venir que llegará a cansarse de sí mismo. He visto ya a los poetas transformados y vuelta hacia sí mismos la mirada. Penitentes del espíritu vi venir: surgían de ellos.»

    Así habló Zaratustra.


    Traducción revisada con asistencia de IA basada en la arquitectura Transformer. Edición orientada por el texto alemán (Colli y Montinari) y la división estructural de Walter Kaufmann.

  • 2.16. DE LOS ERUDITOS

    Cuando yacía dormido, una oveja comió de la corona de hiedra de mi cabeza —comía y decía además: «Zaratustra no es ya erudito.» Dijo eso y se fue pavoneándose y orgullosa. Un niño me lo contó.

    Con gusto yago aquí, donde los niños juegan, junto al muro derrumbado, entre los cardos y las rojas amapolas. Todavía soy un erudito para los niños, y también para los cardos y las rojas amapolas. Inocentes son aún en su malicia. Pero para las ovejas no lo soy ya: así lo quiere mi suerte —¡bendita sea!

    Porque esta es la verdad: he salido de la casa de los eruditos, y aún cerré de golpe la puerta detrás de mí. Demasiado tiempo se sentó mi alma hambrienta a su mesa; no estoy, como ellos, adiestrado para el conocer como para cascar nueces. Amo la libertad y el aire sobre la tierra fresca; antes quiero dormir sobre pieles de buey que sobre sus dignidades y respetabilidades.

    Soy demasiado ardiente y abrasado por mis propios pensamientos; a menudo quiere quitarme el aliento. Entonces debo salir al aire libre y apartarme de todas las habitaciones polvorientas. Pero ellos se sientan fríos en la sombra fría; quieren en todo ser solamente espectadores y se cuidan de no sentarse allí donde el sol arde sobre los escalones. Como aquellos que están en la calle y miran boquiabiertos a la gente que pasa, así también esperan ellos y miran boquiabiertos los pensamientos que otros han pensado.

    Si uno los coge con las manos, desprenden polvo a su alrededor como sacos de harina, y sin querer. Pero ¿quién adivinaría que su polvo proviene del grano y de la dorada delicia de los campos de verano? Si se presentan como sabios, me estremecen con sus pequeños dichos y verdades: a menudo hay en su sabiduría un olor como si proviniera del pantano; y en verdad, también he oído ya a la rana croar en ella. Son habilidosos, tienen dedos hábiles: ¿qué quiere mi sencillez al lado de su multiplicidad? Todo enhebrar, anudar y tejer entienden sus dedos: ¡así producen las medias del espíritu!

    Son buenos relojes: sólo se debe darles cuerda correctamente. Entonces indican sin engaño la hora y hacen con ello un ruido modesto. Como ruedas de molino trabajan, y como pilones: sólo se deben arrojar a ellos los granos del fruto. Ya saben moler el grano menudo y hacer de él polvo blanco.

    Se vigilan estrechamente y no se atreven a lo mejor. Inventivos en pequeñas astucias, esperan a aquellos cuyo saber camina sobre pies lisiados; como arañas esperan. Siempre los vi preparar veneno con cautela, y siempre se calzaban guantes de cristal en los dedos. También saben jugar con dados falsos; y con tanto ardor encontré que jugaban que al hacerlo sudaban.

    Somos extraños el uno al otro, y sus virtudes me repugnan aún más que sus falsedades y sus dados trucados. Y cuando viví entre ellos, viví sobre ellos. Por ello me guardaron rencor. No quieren oír nada de que alguien camine sobre sus cabezas; y así pusieron madera, tierra e inmundicia entre mí y sus cabezas. Así amortiguaron el sonido de mis pasos: y fui peor oído, hasta ahora, por los más eruditos. El error y la debilidad de todos los hombres los pusieron entre ellos y yo. “Falso suelo” llaman a eso en sus casas. Pero, aun así, camino con mis pensamientos sobre sus cabezas; e incluso si quisiera caminar sobre mis propios errores, todavía estaría sobre ellos y sobre sus cabezas.

    Porque los hombres no son iguales: así habla la justicia. Y lo que yo quiero, no pueden ellos quererlo.

    Así habló Zaratustra.

    Traducción revisada con asistencia de IA basada en la arquitectura Transformer. Edición orientada por el texto alemán (Colli y Montinari) y la división estructural de Walter Kaufmann.

  • 2.15. DEL SABER SIN MANCHA

    Cuando ayer salió la luna, imaginé que quería dar a luz a un sol: tan ancha y preñada yacía en el horizonte. Pero fue un mentiroso para mí con su embarazo; y antes quiero creer en el hombre en la luna que en la mujer.

    Ciertamente, poco hombre es también este tímido noctámbulo. En verdad, con mala conciencia camina sobre los tejados. Pues es lascivo y celoso, el monje en la luna, lascivo de la tierra y de todas las alegrías de los amantes.

    ¡No, no me gusta ese gato sobre los tejados! Me resultan repulsivos todos los que se deslizan furtivamente alrededor de ventanas medio cerradas. Piadoso y callado camina sobre alfombras de estrellas — pero no me gustan los pies de hombre que pisan quedamente y en los que ni siquiera una espuela tintinea. Todo paso honesto habla; pero el gato se escabulle por la tierra. ¡Mira! Gatuna viene de allí la luna, y deshonesta.

    Esta parábola os la doy a vosotros, hipócritas sentimentales, a vosotros, los “conocedores puros”. ¡A vosotros os llamo — lascivos!

    También vosotros amáis la tierra y lo terrenal: ¡os adiviné bien! Pero hay vergüenza en vuestro amor, y mala conciencia — ¡os parecéis a la luna! Al desprecio de lo terrenal se ha persuadido a vuestro espíritu, pero no a vuestras vísceras: ¡y ellas son lo más fuerte en vosotros! Y ahora se avergüenza vuestro espíritu de servir a vuestras vísceras, y recorre, por vergüenza, senderos furtivos y mentirosos.

    “Eso sería para mí lo más alto — así se habla vuestro mentiroso espíritu a sí mismo —: mirar la vida sin deseo, y no como el perro con la lengua colgante. Ser feliz en la contemplación, con la voluntad extinguida, sin el afán de asir ni la codicia del egoísmo — frío y gris ceniza en todo el cuerpo, pero con embriagados ojos de luna.” “Eso sería para mí lo más amado — así se seduce a sí mismo el seducido —: amar la tierra como la ama la luna, y tocar su belleza solamente con el ojo.” “Y a eso llamo conocimiento sin mancha de todas las cosas: que no quiero nada de ellas, salvo que se me permita yacer ante ellas como un espejo con cien ojos.”

    ¡Oh, vosotros, hipócritas sentimentales, vosotros lascivos! Os falta la inocencia en el deseo, y por eso calumniáis el deseo. En verdad, no como los que crean, los que engendran y los que se gozan en el devenir amáis la tierra. ¿Dónde está la inocencia? Donde hay voluntad de engendrar. Y quien quiere crear más allá de sí mismo, ese tiene para mí la voluntad más pura.

    ¿Dónde hay belleza? Donde debo querer con toda mi voluntad; donde quiero amar y perecer para que una imagen no se quede solo en imagen. Amar y perecer: eso rima desde eternidades. Voluntad de amor: eso es estar también dispuesto a la muerte. ¡Así os hablo a vosotros, cobardes!

    ¡Pero ahora, vuestra castrada bizquera quiere llamarse “contemplación”! ¡Y lo que se deja tocar con ojos cobardes ha de ser bautizado como “hermoso”! ¡Oh vosotros, profanadores de nobles nombres!

    Pero esto ha de ser vuestra maldición, vosotros sin mancha, vosotros conocedores puros: que nunca daréis a luz, ¡aunque yacéis anchos y preñados en el horizonte! En verdad, os llenáis la boca de nobles palabras, ¿y hemos de creer que os rebosa el corazón, vosotros mentirosos? Pero mis palabras son palabras humildes, despreciadas, torcidas: con gusto recojo lo que cae bajo la mesa de vuestros banquetes. Siempre puedo todavía, con ellas — ¡decir la verdad a los hipócritas! Sí, mis espinas de pescado, mis conchas y hojas espinosas han de — ¡cosquillear las narices de los hipócritas! Mal aire hay siempre alrededor de vosotros y de vuestras comidas: vuestros pensamientos lascivos, vuestras mentiras y secretos, sí, están en el aire. ¡Atreveos al menos una vez a creer en vosotros mismos — en vosotros y en vuestras vísceras! El que no se cree a sí mismo, miente siempre.

    La máscara de un dios colgasteis delante de vosotros mismos, vosotros “puros”; y a esa máscara de dios se arrastró vuestra horrible lombriz. En verdad, engañáis, vosotros “contemplativos”. También Zaratustra fue una vez el necio de vuestra divina piel: no adivinó las espirales de serpiente de las que estaba rellena. ¡El alma de un dios imaginé una vez jugar en vuestros juegos, vosotros conocedores puros! ¡Ningún arte mejor imaginé entonces que vuestras artes! Podredumbre de serpiente y mal olor me ocultó la distancia, y que la astucia lujuriosa de una lagartija reptaba por aquí.

    Pero me acerqué a vosotros: entonces llegó a mí el día — y ahora os llega a vosotros. ¡Se acabó el amorío de la luna! ¡Mirad! Sorprendida y pálida está ahí — ante la aurora roja. Porque ya llega, la incandescente — ¡llega su amor por la tierra! Inocencia y deseo creador es todo amor del sol.

    ¡Mirad cómo llega impaciente sobre el mar! ¿No sentís la sed y el aliento ardiente de su amor? En el mar quiere sorber, y beber su profundidad hacia sí, hacia lo alto: entonces se alza el deseo del mar con mil pechos. Besado y sorbido quiere ser por la sed del sol; ¡quiere convertirse en aire, en altura, en sendero de la luz, y en luz él mismo!

    En verdad, como el sol amo yo la vida y todos los mares profundos. Y a esto llamo saber: que todo lo profundo ha de subir — ¡a mi altura!

    Así habló Zaratustra


    Traducción revisada con asistencia de IA basada en la arquitectura Transformer. Edición orientada por el texto alemán (Colli y Montinari) y la división estructural de Walter Kaufmann.

  • 2. 14 DE LA TIERRA DE LA EDUCACIÓN

    Demasiado adentro volé en el futuro: un horror me sobrevino. Y cuando miré en torno a mí, ¡he aquí!, el tiempo era mi único contemporáneo. Entonces huí hacia atrás, hacia el hogar — y cada vez más aprisa: así llegué a vosotros, los del presente, y a la tierra de la educación. Por primera vez traje conmigo un ojo para vosotros, y buen deseo: en verdad, con anhelo en el corazón vine.

    ¿Pero qué me sucedió? ¡Aunque tenía miedo, tenía que reír! Nunca vio mi ojo algo tan moteado de colores. Reí y reí, mientras el pie aún me temblaba y el corazón con él: “¡aquí está, sí, el hogar de todos los botes de pintura!”, dije.

    Con cincuenta manchas pintadas en rostro y miembros: así estabais allí sentados, para mi asombro, vosotros los del presente. Y con cincuenta espejos a vuestro alrededor, que halagaban y repetían vuestro juego de colores. ¡En verdad, no podríais llevar mejor máscara que vuestro propio rostro, vosotros los del presente! ¡Quién podría reconoceros!

    Escritos de arriba abajo con los signos del pasado, y esos mismos signos recubiertos además con nuevos signos: así os habéis ocultado bien de todos los intérpretes de signos. Y aunque uno fuera un escrutador de riñones, ¿quién cree ya que tenéis riñones? De colores parecéis horneados, y de tiras de papel pegadas. Todos los tiempos y pueblos miran multicolores desde vuestros velos; todas las costumbres y credos hablan multicolores desde vuestros gestos.

    Si alguien os quitara velos, envoltorios, pinturas y gestos, quedaría justo lo bastante para espantar a los pájaros. En verdad, yo mismo soy el pájaro espantado que una vez os vio desnudos y sin pintura; y volé lejos cuando el esqueleto me hizo un gesto de amor. Con más gusto querría ser jornalero en el inframundo, en el Hades, y entre las sombras de antaño: ¡más gordos y más llenos que vosotros están aún los inframundanos!

    ¡Esto, sí, esto es amargura para mis entrañas: que ni desnudos ni vestidos os soporto, vosotros los del presente! Todo lo inquietante del futuro, y lo que alguna vez hizo estremecer a los pájaros extraviados, es en verdad más secreto aún y más familiar que vuestra “realidad”. Pues así habláis: “¡reales somos por completo, y sin fe ni superstición!”: así sacáis pecho — ¡ay, aún sin pechos! Sí, ¿cómo habríais de poder creer, vosotros moteados de colores, que sois pinturas de todo lo que alguna vez fue creído! Refutaciones andantes sois de la fe misma, y fracturas de todo pensamiento. ¡“Inverosímiles”: así os llamo yo, reales!

    Todos los tiempos parlotean unos contra otros en vuestro espíritu; y los sueños y parloteos de todos los tiempos fueron más reales aún que vuestra vigilia. Estériles sois: por eso os falta fe. Pero quien tuvo que crear, tuvo también siempre sus sueños verdaderos y señales de las estrellas — y tenía fe en la fe. Puertas medio abiertas sois, en las que esperan sepultureros. Y eso es vuestra realidad: “¡todo merece perecer!”

    ¡Ay, cómo estáis ahí plantados, vosotros estériles, qué magros en las costillas! Y más de uno de vosotros lo comprendió él mismo. Y dijo: “¿Acaso un dios, mientras dormía, me ha robado en secreto algo? ¡En verdad, lo bastante para formarse de ello una mujercilla! ¡Maravillosa es la pobreza de mis costillas!” Así habló ya más de uno de los del presente.

    ¡Sí, me provocáis risa, vosotros los del presente! Y especialmente cuando os sorprendéis de vosotros mismos. ¡Ay de mí, si no pudiera reír de vuestra sorpresa, y tuviera que tragar todo lo adverso de vuestras escudillas! Pero así quiero tomármelo más a la ligera con vosotros, porque tengo algo pesado que llevar; ¿y qué me importa si escarabajos y gusanos alados se posan aún sobre mi fardo! ¡En verdad, no se ha de volver por eso más pesado! Y no de vosotros, vosotros los del presente, ha de venirme el gran cansancio.

    ¡Ay, a dónde he de ascender todavía con mi anhelo! Desde todas las montañas miro hacia tierras paternas y maternas. Pero hogar no encontré en ningún sitio: errante soy en todas las ciudades y una partida en cada puerta. Extraños me son, y una burla, los del presente, a los que hace poco me llevó el corazón; y de las tierras paternas y maternas estoy desterrado. Así sólo amo aún la tierra de mis niños, la no descubierta, en el mar más lejano: hacia ella mando a mis velas que busquen y busquen. En mis niños quiero hacer bueno el ser hijo de mis padres: y en todo futuro — este presente.

    Así habló Zaratustra.

    Traducción revisada con asistencia de IA basada en la arquitectura Transformer. Edición orientada por el texto alemán (Colli y Montinari) y la división estructural de Walter Kaufmann.


  • 2.13. DE LOS SUBLIMES

    Quieto es el fondo de mi mar: ¡quién adivinaría acaso que esconde monstruos juguetones! Imperturbable es mi profundidad: pero brilla con acertijos y risas que nadan. 

    Hoy ví a un sublime, un solemne, un penitente del espíritu: ¡oh cómo rió mi alma de su fealdad! Con el pecho erguido y como aquellos que aspiran hacia sí el aliento: así se erguía allí, el sublime, y en silencio. Cargado de feas verdades, botín de su caza, y rico en desgarradas ropas; también muchas espinas colgaban de él – pero todavía no ví ninguna rosa. 

    Todavía no aprendió ni la risa ni la belleza. Sombrío volvió este cazador del bosque del conocimiento. De la lucha con bestias salvajes regresó a casa; ¡Pero desde su seriedad aún mira una bestia salvaje – una indómita! Como un tigre que quiere saltar, sigue todavía allí en pie . Pero no me gustan estas almas tensas, hóstil es mi gusto a todos estos retraídos. 

    ¿Y vosotros me decís, amigos, que no cabe disputar sobre el gusto y el gustar? ¡Pero toda vida  es disputa por el gusto y el gustar! Gusto: eso es al mismo tiempo peso y balanza  y el que pesa. ¡Y ay de todo viviente que quisiera vivir sin disputa sobre peso, balanza y pesador!

    Cuando llegara a cansarse de su sublimidad, este sublime: entonces apenas comenzaría su belleza — y entonces quiero probarlo y hallarlo sabroso. Y solo cuando se aparte de sí mismo, saltará por encima de su propia sombra — y, en verdad, dentro de su sol. Demasiado tiempo permaneció en la sombra, palidecieron las mejillas del penitente del espíritu; casi murió de hambre a causa de sus expectativas. Desprecio hay todavía en su ojo; y asco se oculta en su boca. Ciertamente descansa ahora, pero su descanso aún no se ha tendido al sol. Como el toro debería obrar; y su felicidad debería oler a tierra y no a desprecio de la tierra. Como un toro blanco me gustaría verlo, cómo resoplando y bramando precede al arado: ¡y su bramido debería todavía alabar todo lo terrenal!

    Oscuro es todavía su semblante; la sombra de la mano juega sobre él. Ensombrecida está todavía la mirada de su ojo. Su acción misma es todavía la sombra sobre él: la mano oscurece al que actúa. Todavía no ha superado su acción.

    En verdad amo en él el cuello del toro; pero ahora quiero ver también el ojo del ángel. También su voluntad heroica debe aún desaprenderla. Debe ser para mí un elevado, y no solo un sublime: ¡el éter mismo debería elevarlo, al sin voluntad!

    Subyugó monstruos, resolvió acertijos: pero debería redimir también a sus monstruos y acertijos. En niños celestiales debería transformarlos. Todavía su conocimiento no ha aprendido a sonreír ni a estar sin celos; todavía su pasión torrencial no se ha vuelto quieta en la belleza.

    En verdad, no en la saciedad ha de callar y desaparecer su deseo, sino en la belleza. La gracia pertenece a la magnanimidad del magnánimo.

    El brazo colocado sobre la cabeza: así debería el héroe descansar, así debería también superar su descanso. Pero precisamente para el héroe es lo bello lo más difícil de todas las cosas. Inaccesible es lo bello para toda voluntad vehemente. Un poco más, un poco menos: eso precisamente es aquí mucho, eso es aquí lo máximo.

    Estar de pie con los músculos relajados y con la voluntad desenjaezada: ¡eso es lo más difícil para todos vosotros, sublimes!

    Cuando el poder se vuelve benigno y desciende a lo visible: a tal descenso lo llamo belleza.

    Y de nadie quiero yo tanto como de ti precisamente la belleza, tú poderoso: que tu bondad sea tu última auto-superación.

    Todo mal te atribuyo: por eso quiero de ti lo bueno.

    ¡En verdad, me reí a menudo de los enclenques que se creen buenos porque tienen garras lisiadas!

    La virtud de la columna has de perseguir: más bella se vuelve siempre, y más delicada; pero por dentro más dura y resistente, cuanto más asciende.

    Sí, tú sublime, algún día has de ser bello y sostener el espejo frente a tu propia belleza. Entonces tu alma se estremecerá de divinos deseos; ¡y habrá todavía adoración en tu vanidad!

    Porque este es el secreto del alma: solamente cuando el héroe la ha abandonado, se le acerca, en sueños, el superhéroe.

    Así habló Zaratustra.

    Traducción revisada con asistencia de IA basada en la arquitectura Transformer. Edición orientada por el texto alemán (Colli y Montinari) y la división estructural de Walter Kaufmann.

  • 2.12. DE LA SUPERACIÓN DE SÍ MISMO

    “¿Voluntad de verdad” llamáis, vosotros los más sabios, a aquello que os impulsa y os inflama?

    Voluntad de hacer pensable todo ente: así llamo yo a vuestra voluntad. Todo ente queréis primero hacerlo pensable, porque dudáis con buen recelo de que ya lo sea. ¡Pero ha de someterse y plegarse a vosotros! Así lo quiere vuestra voluntad. Ha de volverse pulido y subordinado al espíritu, como su espejo y contraimagen. Esa es vuestra entera voluntad, vosotros los más sabios, en cuanto una voluntad de poder; incluso cuando habláis del bien y del mal y de vuestras valoraciones. Todavía queréis crear el mundo ante el que podáis arrodillaros: así es vuestra postrera esperanza y embriaguez.

    Los no sabios, por supuesto, el pueblo, — ellos son como un río sobre el que avanza un bote; y en el bote se sientan, solemnes y embozadas, las valoraciones. Vuestra voluntad y vuestros valores los pusisteis sobre el río del devenir; una antigua voluntad de poder me revela lo que el pueblo tiene por bueno y malo.

    Vosotros fuisteis, vosotros los más sabios, los que en este bote pusisteis tales huéspedes y les disteis pompa y nombres orgullosos, — ¡vosotros y vuestra voluntad señorial! Ahora el río lleva más lejos vuestro bote: debe llevarlo. ¡Poco importa si la rota ola espumea y furiosa contraría a la quilla! No es el río vuestro peligro ni el fin de vuestro bien y mal, vosotros los más sabios, sino esa voluntad misma, la voluntad de poder, — la inagotable, engendradora voluntad de vida.

    ¡Pero para que entendáis mi palabra acerca del bien y del mal, quiero deciros todavía mi palabra acerca de la vida y de la naturaleza de todo lo viviente!

    Fui hacia lo viviente, recorrí los caminos más grandes y más pequeños para conocer su naturaleza. Con un espejo centuplicado capturé su mirada, cuando la boca le estaba cerrada, para que su ojo me hablara. ¡Y su ojo me habló!

    Pero donde encontré viviente alguno, allí escuché también la palabra acerca de la obediencia. Todo lo viviente es un obediente.

    Y esto es lo segundo: aquel que no puede obedecerse a sí mismo, a ése se le manda. Así es la naturaleza de lo viviente.

    Esto, sin embargo, es lo tercero que escuché: que mandar es más difícil que obedecer. Y no sólo porque el que manda lleva la carga de todos los que obedecen, y porque esa carga fácilmente lo aplasta. ¡Un intento y un riesgo me apareció en todo mandar; y siempre, cuando manda, se arriesga lo viviente a sí mismo! Sí, aun cuando se manda a sí mismo, incluso entonces, debe expiar su mandar. De su propia ley debe hacerse juez, vengador y víctima. ¡“¿Cómo ocurre esto?”, me pregunté! ¿Qué persuadió a lo viviente a que mande, y obedezca, y mandando todavía practique la obediencia?

    ¡Escuchad ahora mi palabra, vosotros los más sabios! ¡Comprobad seriamente si me arrastré al corazón de la vida misma y hasta las raíces de su corazón!

    Donde encontré a lo viviente, allí encontré voluntad de poder; ¡y aun en la voluntad de los que sirven encontré la voluntad de ser amo!

    Que lo más débil sirva a lo más fuerte, a ello lo persuade su voluntad, que quiere ser amo sobre lo aún más débil: de este placer únicamente no puede prescindir. Y como lo menor se entrega a lo mayor, para tener placer y poder sobre lo más pequeño, así también lo más grande se entrega, y por el poder arriesga la vida. ¡Ese es el darse de lo más grande: que es riesgo y peligro, y un juego de dados por la muerte!

    ¡Y donde hay sacrificio, y servicios, y miradas de amor: también ahí hay voluntad de ser amo! Por caminos escondidos se desliza a hurtadillas lo más débil hasta la fortaleza y hasta el corazón de lo más poderoso — ¡y allí roba poder!

    Y este secreto me habló la vida misma: “¡Mira! —me dijo— yo soy aquello que siempre debe superarse a sí mismo. Ciertamente, vosotros lo llamáis voluntad de engendrar, o instinto hacia un fin, hacia lo más alto, lo más lejano, lo más múltiple: pero todo esto es uno y un secreto.

    ¡Prefiero aún sucumbir antes que renunciar a esta única cosa! Y en verdad, donde hay ocaso y caída de hojas, ¡mira!: allí se sacrifica la vida — por poder. Que yo deba ser lucha, y devenir, y fin, y contradicción de los fines: ¡ay, quien adivina mi voluntad, adivina bien también por qué caminos torcidos debe marchar!

    Lo que yo cree, y aunque lo ame, pronto debo ser adversario de ello y de mi amor: así lo quiere mi voluntad. Y tú también, conocedor, no eres más que un sendero y una huella de mi voluntad: ¡en verdad, mi voluntad de poder camina también sobre los pies de tu voluntad de verdad!

    Ciertamente, no dio en la verdad quien disparó hacia ella la palabra de “voluntad de existencia”: tal voluntad no existe. Porque: lo que no es, no puede querer; pero lo que está en la existencia, ¿cómo podría querer aún existir? ¡Solo donde hay vida hay también voluntad: pero no voluntad de vivir, sino —así te lo enseño— voluntad de poder!

    Muchas cosas son estimadas por los vivientes más alto que la vida misma; ¡pero de ese mismo estimar habla la voluntad de poder!

    Así me enseñó una vez la vida, y a partir de ello os resuelvo, a vosotros los más sabios, el acertijo de vuestro corazón.

    En verdad os digo: ¡bien y mal eternos, eso no existe! Desde sí mismos deben siempre superarse de nuevo. Con vuestros valores y palabras acerca de bien y mal ejercéis violencia, vosotros valoradores: y esta es vuestra oculta pasión, el brillar, estremecerse y rebosar de vuestras almas. ¡Pero de vuestros valores crece una violencia más fuerte y una nueva superación: en ella se rompe el huevo y la cáscara!

    Y quien debe ser creador en bien y mal, en verdad, debe ser primero destructor y romper valores. Así pertenece el más alto mal al más alto bien: ¡pero este bien es el creador!

    ¡Hablemos solo de eso, vosotros los más sabios, aunque sea grave! ¡Callar es peor; todas las verdades calladas se vuelven venenosas!

    ¡Y que se rompa todo lo que en nuestras verdades pueda romperse! ¡Todavía hay más de una casa por construir!

    Así habló Zaratustra.

    Traducción revisada con asistencia de IA basada en la arquitectura Transformer. Edición orientada por el texto alemán (Colli y Montinari) y la división estructural de Walter Kaufmann.


  • 2.11. LA CANCIÓN DE LA TUMBA

    Allí está la isla de las tumbas, la silenciosa; allí están también las tumbas de mi juventud. Allí quiero llevar una guirnalda siempreverde de vida. Resolviendo así en mi corazón, crucé el mar.

    ¡Oh, vosotros, visiones y apariciones de mi juventud! ¡Oh, todas vosotras, miradas de amor, vosotros divinos instantes! ¡Qué pronto moristeis para mí! Hoy me acuerdo de vosotros como de mis muertos. De vosotros, mis más queridos muertos, me llega un olor dulce que afloja el corazón y las lágrimas. En verdad, estremece y afloja el corazón del navegante solitario. Todavía soy el más rico y el más a envidiar — ¡yo, el más solitario! Pues os tuve a vosotros, y vosotros aún me tenéis a mí: decidme, ¿a quién cayeron del árbol, como a mí, tales manzanas de rosa?¡Siempre soy aún el heredero de vuestro amor y su tierra, floreciendo en memoria vuestra con virtudes multicolores y silvestres, oh vosotros, los más amados!

    ¡Ay, fuimos hechos para permanecer el uno junto al otro, vosotros, encantadoras y extrañas maravillas! Y no como tímidos pájaros vinisteis a mí y a mi deseo — no, sino como los que confían, al confiado. Sí, hechos para la fidelidad, como yo, y para tiernas eternidades: debo ahora llamaros según vuestra infidelidad, vosotros, divinas miradas e instantes; pues no aprendí aún otro nombre.En verdad, demasiado pronto moristeis para mí, fugitivos. Pero no huisteis de mí, ni huí yo de vosotros: inocentes somos el uno para el otro en nuestra infidelidad.

    Para matarme, a vosotros se os estranguló, ¡pájaros cantores de mis esperanzas! Sí, contra vosotros, mis más amados, disparó siempre la maldad sus flechas — para golpear mi corazón. ¡Y lo golpearon! Fuisteis siempre lo más cordial mío, mi posesión y mi estar poseído: por eso debisteis morir jóvenes y demasiado pronto. Contra lo más vulnerable que yo poseía se disparó la flecha: eso erais vosotros, cuya piel es como pelusa y aún más como una sonrisa que muere de una mirada.

    Pero esta palabra quiero decir a mis enemigos: ¿qué es todo asesinato de hombres frente a lo que vosotros me hicisteis? Algo peor me hicisteis que todo asesinato de hombres. Lo irreparable me arrebatasteis — así os hablo, mis enemigos.
    Asesinasteis las visiones de mi juventud y sus más amadas maravillas. Mis compañeros de juegos me quitasteis, los bienaventurados espíritus. A su memoria deposito esta corona y esta maldición. ¡Esta maldición contra vosotros, mis enemigos! Hicisteis mi eternidad breve, como un tono que se quiebra en la fría noche: apenas como un centellear de ojos divinos vino hasta mí, sólo como un instante.

    Así habló en buena hora un día mi pureza: “Divinos serán para mí todos los seres.” Entonces me atacasteis con inmundos fantasmas; ¡ay, adónde huyó ahora aquella buena hora!

    “Todos los días serán para mí sagrados” — así habló un día la sabiduría de mi juventud: en verdad, el discurso de una alegre sabiduría. Pero me robasteis, vosotros enemigos, mis noches y las vendisteis para insomne tortura: ¡ay, adónde huyó ahora aquella alegre sabiduría!

    Un día anhelé afortunados augurios: entonces me llevasteis sobre el camino un monstruo-búho repugnante, uno adverso. ¡Ay, adónde huyó, entonces, mi tierno anhelo!

    A todo asco prometí una vez renunciar: entonces convertisteis a mis próximos y más próximos en pústulas. ¡Ay, adónde huyó, entonces, mi noble promesa!

    Como un ciego recorrí una vez felices caminos: entonces arrojasteis suciedad sobre el camino del ciego: ahora le dio asco la vieja senda de ciegos.

    Y cuando llevé a cabo mi más ardua tarea y celebré el triunfo de mis superaciones: entonces hicisteis gritar a los que me amaban que yo les hacía el mayor daño.

    En verdad, ese fue siempre vuestro obrar: amargasteis mi mejor miel y la diligencia de mis mejores abejas. A mi benevolencia enviasteis siempre a los más insolentes mendigos; alrededor de mi compasión empujasteis siempre a incurables sinvergüenzas. Así heristeis a mi virtud en su fe. Y si colocaba yo aún mi bien más sagrado para servir de sacrificio, inmediatamente colocaba vuestra “devoción” sus más grasientos dones al lado: de modo que en los vapores de vuestra grasa aún mi bien más sagrado se ahogaba.

    Y una vez quise danzar, como aún nunca dancé: sobre todos los cielos, lejos, quise danzar. Entonces persuadisteis a mi más amado cantor. Y ahora entonó una melodía lúgubre y apagada; ¡ay, retumbó en mis oídos como un cuerno sombrío! ¡Asesino cantor, herramienta de la maldad, el más inocente! Ya estaba yo en pie, listo para la mejor de las danzas: ¡asesinaste con tu sonido mi éxtasis! Sólo en danza sé decir la parábola de las cosas más altas: — y ahora me quedó mi más alta parábola sin decir en mis miembros. ¡Sin decir y sin redimir me quedó la más alta esperanza! ¡Y murieron para mí todas las visiones y consuelos de mi juventud!

    ¿Cómo lo soporté? ¿Cómo revertí y superé tales heridas? ¿Cómo se levantó mi alma de nuevo desde estas tumbas?

    Sí, algo invulnerable, inenterrable hay en mí, algo que hiende las rocas: eso se llama mi voluntad. Silenciosa avanza, e inalterada, a través de los años.

    Su andadura quiere recorrer desde mis pies, mi vieja voluntad; duro de corazón es su sentido, e invulnerable. Invulnerable lo soy yo solo en el talón. ¡Siempre aún vives tú ahí y eres igual a ti, la más paciente! Siempre aún irrumpes a través de todas las tumbas.

    En ti vive también aún lo no redimido de mi juventud; y como vida y juventud te sientas esperando aquí sobre las amarillas ruinas de las tumbas. Sí, aún eres para mí el destructor de todas las tumbas: ¡Salve a ti, mi voluntad! Y sólo donde hay tumbas, hay resurrecciones.

    Así cantó Zaratustra.

    Traducción revisada con asistencia de IA basada en la arquitectura Transformer. Edición orientada por el texto alemán (Colli y Montinari) y la división estructural de Walter Kaufmann.

  • 2.10 LA CANCIÓN PARA LA DANZA

    Una tarde marchaba Zaratustra con sus discípulos por el bosque; y cuando buscaba un manantial, he aquí que llegó a una pradera verde, silenciosamente rodeada de árboles y matorrales: en ella danzaban doncellas unas con otras. Tan pronto como las doncellas reconocieron a Zaratustra, cesaron su danza; pero Zaratustra se acercó a ellas con gesto amistoso y dijo estas palabras:

    “No abandonéis la danza, encantadoras doncellas. No vine a vosotras como un aguafiestas con mala mirada, ni como enemigo de doncellas. Abogado de Dios soy ante el diablo —que no es otro sino el espíritu de la gravedad. ¿Cómo podría yo, vosotras ligeras, ser hostil a divinales danzas? ¿O a pies de doncellas con bellos tobillos?

    Bien puedo ser un bosque y una noche de árboles oscuros, pero quien no se asusta de mi oscuridad encuentra también laderas de rosas bajo mis cipreses. Y puede encontrar también al pequeño dios, el más grato a las doncellas: yace junto al manantial, quieto, con ojos cerrados. En verdad, a plena luz me duerme, el haragán. ¿Ha ido, tal vez, demasiado a por mariposas? No os enfurezcáis conmigo, hermosas danzantes, si castigo al pequeño dios un poco. Chillará, probablemente, y llorará —pero da risa aún al llorar. Con lágrimas en los ojos ha de solicitaros para una danza; y yo mismo quiero cantar una canción para su danza: una canción de baile y burlesca sobre el espíritu de la gravedad, mi máximo, más poderoso demonio, del que dicen que es el “señor del mundo”.

    Y esta es la canción que Zaratustra cantó, cuando Cupido y las doncellas danzaron juntos:

    ¡En tu ojo miré recientemente, oh vida! Y en lo insondable me pareció hundirme. Pero me sacaste fuera con una caña de pescar de oro; burlonamente reíste cuando te llamé insondable.

    “Así habla el discurso de todos los peces —dijiste tú—: lo que ellos no logran sondear, eso lo llaman insondable. Pero soy solamente cambiante, y salvaje, y en todo una mujer —y no virtuosa—, aunque vosotros, los hombres, me llaméis ‘la profunda’, o ‘la fiel’, ‘la eterna’, ‘la misteriosa’. Pero vosotros, los hombres, nos regaláis siempre vuestras propias virtudes —¡ay, vosotros los virtuosos!”

    Así rió, la increíble; pero yo no creo en ella nunca, ni en su risa, cuando habla mal de sí misma. Y cuando hablé cara a cara con mi salvaje sabiduría, me dijo furiosa: “Quieres, anhelas, amas —por eso solamente alabas la vida”. Casi le habría yo respondido con dureza y dicho la verdad a la iracunda; y uno no puede responder con mayor dureza que cuando le dice “la verdad” a su propia sabiduría. Así están las cosas entre nosotros tres: desde el fondo de mi corazón, solo amo a la vida —y, en verdad, ¡tanto más cuando la odio! Que sienta afecto por la sabiduría, y a menudo demasiado, lo causa el que ella me recuerda muchísimo a la vida. Tiene su ojo, su risa y hasta su caña de pescar de oro: ¿qué puedo hacer, si ambas se parecen tanto?

    Y cuando una vez la vida me preguntó: “¿Quién es, entonces, esa —la sabiduría?”, entonces dije con entusiasmo: “¡Ah, sí! ¡La sabiduría! Uno tiene sed de ella y no se sacia, se la mira a través de velos, se la atrapa a través de redes. ¿Es hermosa? ¿Qué sé yo? Pero las carpas más viejas todavía muerden su anzuelo. Cambiante es, y rebelde; a menudo la vi morderse el labio y peinarse a contrapelo. Tal vez sea mala y falsa, y en todo una mujerzuela; pero cuando habla mal de sí misma, es entonces cuando más seduce.”

    Cuando dije esto a la vida, rió maliciosa y cerró los ojos. “¿Pero de quién hablas?” —dijo ella—, “¿tal vez de mí? Y si tuvieras razón, ¿se me dice eso así en la cara? ¡Pero ahora habla también de tu sabiduría!”

    ¡Ay, y ahora abriste los ojos de nuevo, oh amada vida! Y en lo insondable me pareció hundirme de nuevo.

    Así cantó Zaratustra. Pero cuando la danza llegó a su final y las doncellas se habían ido, se volvió triste.

    “El sol ya hace mucho que está abajo —dijo finalmente—; el prado está húmedo, de los bosques viene frescura. Algo desconocido hay a mi alrededor y mira pensativo. ¡Qué! ¿Vives aún, Zaratustra?

    ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Por medio de qué? ¿Adónde? ¿Dónde? ¿Cómo? ¿No es necedad vivir todavía?

    Ay, amigos míos, es la tarde la que así pregunta desde mí. ¡Perdonadme mi tristeza! Atardeció: ¡perdonadme que atardeciera!”

    Así habló Zaratustra.

    Traducción revisada con asistencia de IA basada en la arquitectura Transformer. Edición orientada por el texto alemán (Colli y Montinari) y la división estructural de Walter Kaufmann.

  • 2.9. LA CANCIÓN DE LA NOCHE

    Es de noche: ahora hablan más alto todas las fuentes que saltan. También mi alma es una fuente saltarina.

    Es de noche: ahora por primera vez despiertan las canciones de los que aman. Y también mi alma es la canción de uno que ama.

    Algo insatisfecho, insaciable, hay en mí; quiere volverse sonoro. Un anhelo de amor hay en mí que habla él mismo el lenguaje del amor.

    Luz soy: ¡Ay, que fuera noche! Pero esta es mi soledad, que estoy ceñido por la luz. ¡Ay, que fuera oscuro y nocturno! ¡Cómo mamaría de los pechos de la luz! ¡Y a vosotras mismas aún os bendeciría, pequeñas estrellas chispeantes y gusanos luminosos allá arriba! —y estaría feliz por vuestros regalos de luz.

    Pero yo vivo en mi propia luz, vuelvo a beber en mí las llamas que brotan de mí. No conozco la felicidad del que toma y a menudo he soñado por ello, que robar debe ser más feliz que tomar. Esa es mi pobreza, que mi mano nunca descansa de regalar; esa es mi envidia, que veo ojos que esperan y las noches iluminadas del anhelo. ¡Oh, infelicidad de todos los que regalan! ¡Oh, oscurecimiento de mi sol! ¡Oh, anhelo de anhelar! ¡Oh, ardiente hambre en la saciedad!

    Toman de mí, pero ¿conmuevo yo aún sus almas? Hay una grieta entre dar y tomar, y la grieta más pequeña es la última en ser salvada. Un hambre despierta desde mi belleza. Querría hacer daño a los que ilumino, querría robar a los que he regalado: —así siento hambre de maldad. Retirando la mano, cuando él ya extendió la suya; vacilando como la cascada que vacila en su caída: —así siento hambre de maldad. Tal venganza trama mi abundancia; tal trampa brota de mi soledad. Mi felicidad al regalar murió al regalar, mi virtud llegó a cansarse ella misma en su desbordamiento.

    El que siempre regala tiene el riesgo de perder la vergüenza; la mano y el corazón del que siempre reparte tienen callos de puro repartir. Mi ojo ya no rebosa ante la vergüenza de los que piden; mi mano se volvió demasiado dura para el temblor de manos repletas. ¿A dónde fue a parar la lágrima de mi ojo y el plumón de mi corazón? ¡Oh, soledad de todos los que regalan! ¡Oh, silencio de todos los que iluminan!

    Muchos soles giran en espacio vacío: a todo lo que es oscuro hablan con su luz, —para mí callan. Oh, esta es la hostilidad de la luz contra el que ilumina, sin compasión transita sus cursos. Injusto en lo más profundo de su corazón contra el que ilumina; frío contra los soles, —así transita cada sol.

    Como una tormenta, vuelan los soles sus cursos, ese es su transitar. Siguen su inexorable voluntad, esa es su frialdad.

    ¡Oh, vosotros solamente sois, vosotros oscuros, vosotros nocturnos, los que creáis calidez a partir de los que iluminan! ¡Oh, vosotros solo bebéis leche y refrigerio de las ubres de la luz!

    ¡Ay, hay hielo a mi alrededor, mi mano se abrasa en lo gélido! ¡Ay, hay sed en mí, que languidece por vuestra sed!

    Es de noche: ¡Ay, que yo deba ser luz! ¡Y sed por lo nocturno! ¡Y soledad!

    Es de noche: ahora brota como un manantial desde mí, mi anhelo, —discurso es lo que anhela.

    Es de noche: ahora hablan más alto todas las fuentes que saltan. Y también mi alma es una fuente saltarina.

    Es de noche: ahora por primera vez despiertan todas las canciones de los que aman. Y también mi alma es la canción de uno que ama.

    Así cantó Zaratustra.

    Traducción revisada con asistencia de IA basada en la arquitectura Transformer. Edición orientada por el texto alemán (Colli y Montinari) y la división estructural de Walter Kaufmann.

  • 2.8. DE LOS SABIOS FAMOSOS

    ¡Al pueblo habéis servido y a la superstición del pueblo, todos vosotros, sabios famosos, y no a la verdad! Y precisamente por eso se os tributó reverencia. Y por eso también se toleró vuestra incredulidad, porque no era más que una broma y un desvío hacia el pueblo. Así deja el amo a sus esclavos hacer lo que quieran,  y todavía se deleita  con su atrevimiento.

    Pero aquel que, para el pueblo, es tan odioso como el lobo para los perros – ese es el espíritu libre, el enemigo de las cadenas, el no adorador, el que habita en los bosques. Hostigarlo para que salga de su de su cubil – eso ha llamado siempre  el pueblo “sentido de lo justo”: contra él azuza todavía siempre a sus perros de dientes más afilados.      

    “Porque la verdad está ahí: ¡el pueblo está ahí, después de todo! ¡Ay, ay de los que buscan!” – Así resonó desde siempre. A vuestro pueblo quisistéis otorgarle derecho en su veneración. Eso lo llamasteís “voluntad de verdad”, vosotros sabios. Y vuestro corazón siempre se dijo a sí mismo: “vine del pueblo: de allí me vino también la voz de Dios.” Obstinados y astutos, igual que el asno, fuisteis siempre como abogados del pueblo.

    Y más de un poderoso, que quiso llevarse bien con el pueblo, enganchó todavía delante de sus caballos  – un burrito, un sabio famoso.    

    Y ahora quisiera, sabios famosos, que arrojaseis de una vez del todo de vosotros la piel del león! La piel de la bestia de presa, la moteada, y los mechones hirsutos del que investiga, del que busca, del que conquista. 

    ¡Ay! para que yo aprenda a creer en vuestra “veracidad,” antes debéis  romperme esa vuestra voluntad que venera.  

    Veraz, así llamo al que se adentra en desiertos sin dioses y ha roto su corazón que venera. En arenas amarillas y abrasadas por el sol, entorna tal vez los ojos sediento hacia islas ricas en fuentes, donde lo vivo reposa bajo árboles en sombra. Pero su sed no lo persuade a volverse igual a estos cómodos: porque donde hay oasis, ahí hay también  ídolos. 

    Con hambre, violenta, solitaria, sin Dios: así se quiere a sí misma la voluntad de león. Libre de la felicidad de los siervos, redimida de dioses y adoraciones, sin temor y temible, grande y solitaria: así es la voluntad del veraz. 

    En el desierto vivieron siempre los veraces, los espíritus libres, como señores del desierto; pero en las ciudades viven los bien alimentados, los sabios famosos, – las bestias de tiro. Porque siempre tiran, como asnos – ¡de los carros del pueblo! No que yo esté enfadado con ellos por eso, pero para mí siguen siendo sirvientes, animales con arnés, incluso cuando relucen  desde un arnés dorado. Y a menudo fueron buenos sirvientes y dignos de alabanza. Porque así habla lo que llaman virtud: “¡si debes ser un sirviente, busca a aquel a quien más beneficia tu servicio! El espíritu y la virtud de tu señor deben crecer por el hecho de que tú seas su sirviente: así creces tú mismo con su espíritu y su virtud. Y en verdad, ¡vosotros, sabios  famosos, vosotros sirvientes del pueblo! vosotros mismos crecisteis con el espíritu del pueblo y su virtud – ¡y el pueblo a través de vosotros! ¡En vuestro honor lo digo! ¡Pero el pueblo seguís siendo para mí incluso en vuestras virtudes, pueblo de ojos lerdos, – pueblo, que no sabe, lo que es espíritu!    

    El espíritu es la vida, que se corta a sí misma para adentrarse en la vida: por su propia tortura, aumenta su propio conocimiento,- ¿Lo sabíais ya? 

    Y la felicidad del espíritu es esta: ser ungido y, a través de lágrimas,  consagrado como animal de sacrificio, – ¿Lo sabíais ya? 

    Y la ceguera del ciego y su buscar y tantear todavía atestiguarán el poder del sol al que miró, – ¿Lo sabíais ya? 

    ¡Y con montañas aprenderá a construir el que conoce ! Es poco que el espíritu mueva montañas, – ¿Lo sabíais ya? 

    Conocéis solamente las chispas del espíritu: ¡pero no véis el yunque que él es, ni  la crueldad de su martillo!

    ¡En verdad, no conocéis el orgullo del espíritu! ¡Pero aún menos soportaríais la humildad del espíritu, si algúna vez quisiera hablar!

    Y nunca aún pudisteis arrojar vuestro espíritu a un pozo de nieve: ¡no sois lo bastante ardientes para ello! Así tampoco conocéis los deleites de su frescura.

    En todo, sin embargo, os hacéis para mí demasiado familiares con el espíritu; y de la sabiduría hicistéis a menudo un hospicio y un hospital para malos poetas.

    No sóis águilas: así tampoco experimentasteis la felicidad en el espanto del espíritu. Y quien no es pájaro no debe posarse sobre abismos.

    Sois para mí tibios: pero frío fluye todo conocimiento profundo. Glaciales son los manantiales más interiores del espiritu: un alivio para las manos ardientes y para los que obran con las manos.

    ¡Respetables os erguís ahí ante mí, rígidos, y de espaldas rectas, vosotros, sabios famosos! Ningún viento fuerte ni voluntad os empuja.

    ¿No habéis visto nunca una vela sobre el mar, redonda e hinchada, temblando bajo el impetu del viento? Así, como la vela, temblando bajo el ímpetu del espíritu, avanza mi sabiduría sobre el mar – mi salvaje sabiduría.

    ¡Pero vosotros, sirvientes del pueblo, vosotros sabios famosos, -cómo podríais ir conmigo!    

    Así habló Zaratustra.  

    Traducción revisada con asistencia de IA basada en la arquitectura Transformer. Edición orientada por el texto alemán (Colli y Montinari) y la división estructural de Walter Kaufmann.

  • 2.7. DE LAS TARÁNTULAS

    Mira, esta es la cueva de la tarántula! ¿Queréis verla a ella misma? Aquí cuelga su red: tócala, para que se estremezca.

    Ahí viene de buena gana: ¡bienvenida, tarántula! Negro reposa sobre tu espalda tu triángulo y tu emblema; y sé también lo que reposa en tu alma. Venganza reposa en tu alma: donde muerdes, allí crece una negra costra; con venganza tu veneno hace que el alma se tambalee.

    ¡Así os hablo yo a vosotros en parábola, a los que hacéis que el alma se tambalee, vosotros predicadores de la igualdad! ¡Tarántulas sois para mí y vengativos camuflados! Pero pronto sacaré a la luz vuestros escondrijos: por eso os río en la cara mi risa de la altura. Por eso desgarro vuestra red, para que vuestra rabia os saque de vuestra cueva de mentiras y vuestra venganza salte de repente de detrás de vuestra palabra “justicia”. Porque que el hombre sea redimido de la venganza: eso es para mí el puente hacia la más alta esperanza y un arcoíris después de largas tormentas.

    Pero las tarántulas, por supuesto, lo quieren de otro modo. “A esto, precisamente, lo llamamos nosotras justicia: que el mundo se llene de las tormentas de nuestra venganza” —así hablan unas con otras. “Venganza queremos ejercer, e insulto, contra todos los que no son como nosotras” —así se juramentan los corazones de tarántula. “Y ‘voluntad de igualdad’ —ese mismo será en adelante el nombre de la virtud; ¡y contra todo lo que tiene poder queremos alzar nuestro grito!”

    Vosotros predicadores de la igualdad: el delirio tiránico de la impotencia grita así desde vosotros por “igualdad”; así se embozan vuestros más secretos anhelos tiránicos en palabras de virtud. Amargada arrogancia, contenida envidia —quizá la arrogancia y la envidia de vuestros padres— brota desde vosotros como llama, y como delirio de venganza.

    Lo que el padre calló, eso llega en el hijo a la palabra; y a menudo he encontrado al hijo como el secreto desvelado del padre.

    Se parecen a los entusiastas: pero no es el corazón lo que los entusiasma, sino la venganza. Y cuando se vuelven refinados y fríos, no es el espíritu, sino la envidia la que los hace refinados y fríos. Sus celos los conducen también por las sendas de los pensadores; y esta es la marca de sus celos: siempre van demasiado lejos, de modo que su cansancio finalmente aún ha de acostarse a dormir en la nieve. En cada queja suya resuena la venganza; en cada alabanza suya hay una maleficencia; y ser juez les parece felicidad.

    Pero yo os aconsejo así, amigos míos: desconfiad de todos en quienes el impulso a castigar es poderoso. Esa es gente de mala especie y origen; desde sus rostros mira el verdugo y el perro rastreador. ¡Desconfiad de todos aquellos que hablan mucho de su justicia! En verdad, a sus almas no solo les falta la miel. Y cuando se llaman a sí mismos “los buenos y justos”, no olvidéis entonces que, para ser fariseos, no les falta más que… ¡poder!

    Amigos míos, no quiero ser mezclado ni confundido con otros. Hay quienes predican mi enseñanza sobre la vida, y al mismo tiempo son predicadores de igualdad y tarántulas. Que hablen a favor de la vida, aunque estén sentadas en sus cuevas, esas arañas venenosas apartadas de la vida: eso se debe a que con ello quieren hacer daño. Quieren hacer daño a los que ahora tienen el poder; porque entre estos es donde la predicación de la muerte sigue encontrando mejor acomodo. Si fuera de otro modo, entonces las tarántulas enseñarían de otro modo; pues precisamente ellas, antaño, fueron las mayores calumniadoras del mundo y las más fervientes quemadoras de herejes.

    Con estos predicadores de igualdad no quiero ser mezclado ni confundido. Porque así me habla a mí la justicia: “los hombres no son iguales”. ¡Y tampoco deberían llegar a serlo! ¿Cuál sería entonces mi amor al superhombre, si hablara de otro modo?

    Sobre mil puentes y pasarelas se agolparán hacia el futuro, y siempre más guerra y desigualdad serán establecidas entre ellos: ¡así me hace hablar mi gran amor! En inventores de imágenes y fantasmas se convertirán en sus hostilidades, y con sus imágenes y fantasmas aún lucharán unos contra otros la lucha más alta. Bien y mal, y rico y pobre, y alto y bajo, y todos los nombres de los valores: serán armas y sonoros signos de que la vida debe superarse a sí misma una y otra vez.

    En la altura quiere construirse, con pilares y escaleras, la vida a sí misma; quiere mirar a remotas lejanías y a dichosas bellezas —por eso necesita altura. Y porque necesita altura, necesita escaleras y oposición entre las escaleras y los que ascienden. Ascender quiere la vida y, ascendiendo, superarse a sí misma.

    ¡Y mirad, no obstante, amigos míos! Aquí, donde está la cueva de la tarántula, se alzan hacia lo alto las ruinas de un antiguo templo —¡miradmelo, no obstante, con ojos iluminados! En verdad, quien aquí un día apiló sus pensamientos en piedra hacia lo alto, sabía, como los más sabios, sobre el secreto de toda vida: que hay lucha y desigualdad también en la belleza, y guerra por el poder y la supremacía. Eso nos lo enseña aquí en la más clara parábola. Cómo, divinamente, aquí bóveda y arco se interrumpen en combate; cómo, con luz y sombra, se esfuerzan uno contra otro los que divinamente se esfuerzan. Así, seguros y bellos, seamos nosotros también enemigos, amigos míos: ¡divinamente queramos esforzarnos uno contra otro!

    ¡Ay! ¡Ahí me mordió a mí mismo la tarántula, mi vieja enemiga! ¡Divinamente segura y bella me mordió en el dedo! “Castigo debe haber, y justicia” —así piensa—: “¡no en vano cantará aquí canciones en honor de la enemistad!”

    ¡Sí, se ha vengado! Y, ¡ay!, ahora hará tambalear también mi alma con venganza. Pero para que yo no me tambalee, sin embargo, amigos míos, ¡atadme fuerte aquí a esta columna! ¡Mejor seré estilita que remolino de venganza!

    En verdad, Zaratustra no es ningún remolino ni torbellino; y, si es un bailarín, nunca, no obstante, un bailarín de tarántula.

    Así habló Zaratustra.

  • 2.6. DE LA CHUSMA

    La vida es un manantial de placer; pero donde la chusma también bebe, todas las fuentes están envenenadas. A todo lo limpio me inclino, pero no quiero ver las bocas sonrientes ni la sed de los impuros. Arrojaron su mirada hacia la fuente: ahora, desde el manantial, me mira su repulsiva sonrisa. Con su lujuria han envenenado el agua sagrada; y cuando llamaron placer a sus sucios sueños, envenenaron también las palabras. La llama se indigna cuando ponen sus húmedos corazones junto al fuego; el espíritu mismo hierve y humea cuando la chusma se acerca al fuego. En sus manos, el fruto se vuelve dulzón y demasiado blando; y su mirada vuelve al frutal quebradizo ante el viento y seco en la copa.

    Y más de uno que se apartó de la vida se apartó solamente de la chusma: no quiso compartir fuente, llama y fruto con la chusma.

    Y más de uno que se fue al desierto y sufrió sed con las bestias de presa no quiso sentarse con sucios camelleros alrededor de la cisterna.

    Y más de uno que vino como un destructor y como una granizada para todos los campos frutales quiso solamente poner su pie en las fauces de la chusma y taponar así su garganta.

    Y no es ese el bocado con el que más me atraganté, saber que la vida misma tiene necesidad de enemistad, de muerte y de cruces de martirio; sino que una vez me pregunté —y casi me ahogué con mi pregunta—: ¿cómo?, ¿tiene la vida necesidad también de la chusma? ¿Son necesarias las fuentes envenenadas, los fuegos pestilentes, los sueños sucios y los gusanos en el pan de la vida?

    ¡No mi odio, sino mi asco me devoraba hambriento la vida! ¡Ay, a menudo llegué a cansarme del espíritu, cuando encontré también a la chusma espiritual! Y volví la espalda a los que gobiernan cuando vi lo que ahora llaman gobernar: regatear y comerciar por el poder —¡con la chusma! Viví entre pueblos de lengua extraña, con los oídos cerrados, para que la lengua de su regateo y su comerciar por el poder permaneciese extraña a mí. Y, sosteniéndome la nariz, marché desalentado a través de todos los ayeres y los hoys; en verdad, todos los ayeres y los hoys huelen mal a la chusma escribiente.

    Como un lisiado que se volvió sordo, ciego y mudo, así viví mucho tiempo para no vivir con la chusma del poder, la escritura y el placer. Penosamente subió mi espíritu escaleras, y con cautela; limosnas de placer fueron su alivio; sobre el bastón la vida se deslizaba lentamente para el ciego.

    ¿Qué me sucedió, no obstante? ¿Cómo me liberé del asco? ¿Quién rejuveneció mi ojo? ¿Cómo volé a la altura donde la chusma ya no se sienta sobre los manantiales? ¿Creó mi asco mismo alas para mí y fuerzas que presienten las fuentes? En verdad, debí volar a lo más alto para volver a encontrar el manantial del placer.

    ¡Oh, lo encontré, hermanos míos! ¡Aquí, en lo más alto, brota para mí el manantial del placer! Y hay una vida de la que ninguna chusma bebe conmigo.

    ¡Casi demasiado violentamente fluyes para mí, fuente del placer! Y a menudo vacías la copa precisamente por querer llenarla. Y aún debo aprender a acercarme a ti con más modestia: demasiado violentamente fluye hacia ti todavía mi corazón, mi corazón sobre el que arde mi verano, breve, ardiente, melancólico, más que feliz; ¡cómo anhela mi corazón de verano tu frescura!

    ¡Pasada la vacilante aflicción de mi primavera! ¡Pasada la malicia de mis copos de nieve en junio! ¡Verano me volví por entero y mediodía de verano! Un verano en lo más alto, con fuentes frescas y feliz quietud: ¡oh, venid, amigos míos, para que la quietud se vuelva aún más feliz!

    Porque esta es nuestra altura y nuestro hogar: aquí vivimos demasiado alto y escarpado para todos los impuros y su sed. ¡Arrojad solamente vuestros ojos puros al manantial de mi placer, amigos míos! ¡Cómo habría de volverse turbio por ello! Con su pureza os sonreirá en respuesta.

    Sobre el árbol del futuro construimos nuestro nido; águilas nos traerán a los solitarios alimento en sus picos. En verdad, no será alimento que los sucios puedan compartir: ¡creerían devorar fuego y abrasarse las bocas! En verdad, no mantenemos moradas aquí dispuestas para los sucios: una cueva de hielo sería para sus cuerpos nuestra felicidad, y para sus espíritus.

    Y como fuertes vientos queremos vivir por encima de ellos, vecinos de las águilas, vecinos de la nieve, vecinos del sol: así viven los fuertes vientos. Y como un viento quiero aún un día soplar entre ellos y, con mi espíritu, quitar el aliento a su espíritu: así lo quiere mi futuro.

    En verdad, un viento muy fuerte es Zaratustra para todas las tierras bajas; y tal consejo da a sus enemigos y a todo lo que escupe y vomita: ¡guardaos de escupir contra el viento!

    Así habló Zaratustra.

    Traducción revisada con asistencia de IA basada en la arquitectura Transformer. Edición orientada por el texto alemán (Colli y Montinari) y la división estructural de Walter Kaufmann.

  • 2.5. DE LOS VIRTUOSOS

    Con truenos y fuegos celestiales de artificio hay que hablar a los sentidos fláccidos y dormidos. Mas la voz de la belleza habla en voz baja: se desliza sólo en las almas más despiertas. En silencio hoy se estremeció — y rió para mí — mi escudo: esa es la sagrada risa y el estremecimiento de la belleza. De vosotros, vosotros virtuosos, se rió hoy mi belleza. Y así llegó a mí su voz: «¡quieren todavía — ser pagados!»

    ¡Queréis todavía ser pagados, vosotros virtuosos! ¿Queréis tener recompensa por la virtud, y cielo por la tierra, y eternidad por vuestro hoy?

    ¿Y ahora os enfadáis conmigo porque enseño que no hay ningún remunerador ni pagador? Y en verdad, ni siquiera enseño que la virtud sea su propia recompensa.

    ¡Ay, esa es mi pena!: en el fondo de las cosas se ha introducido mentirosamente recompensa y castigo. ¡Y ahora también aún en el fondo de vuestras almas, vosotros virtuosos! Pero, como el hocico del jabalí, hendirá mi palabra el fondo de vuestras almas; me llamaréis reja de arado. Todos los secretos de vuestro corazón saldrán a la luz; y cuando, removidos y rotos, yazcáis al sol, también vuestra mentira será separada de vuestra verdad.

    Pues esta es vuestra verdad: sois demasiado limpios para la suciedad de las palabras: venganza, castigo, recompensa, retribución. Amáis vuestra virtud como la madre a su niño; pero ¿cuándo se ha oído que una madre quisiera ser pagada por su amor? Es vuestro más amado yo, vuestra virtud. Hay en vosotros la sed del anillo: por alcanzarse de nuevo a sí mismo, para eso lucha y gira cada anillo. Y como la estrella que se extingue es cada obra de vuestra virtud: su luz está siempre aún en camino y viaja — ¿y cuándo dejará de estar en camino? Así está la luz de vuestra virtud todavía en camino, incluso cuando la obra está hecha. Puede estar ahora olvidada y muerta: su rayo de luz vive todavía y viaja. Que vuestra virtud sea vuestro yo, y no una cosa ajena, una piel, un manto: ¡esa es la verdad desde el fondo de vuestras almas, vosotros virtuosos!

    Pero hay aquellos para quienes la virtud significa el espasmo bajo un látigo: ¡y vosotros me habéis escuchado demasiado su griterío!

    Y hay otros que llaman virtud al volverse perezosos sus vicios; y cuando su odio y sus celos una vez relajaron los miembros, su justicia despierta y se frota los ojos somnolientos.

    Y hay otros que fueron arrastrados hacia abajo: su demonio los arrastró. Pero, cuanto más se hunden, tanto más ardientemente brilla su ojo y el anhelo por su Dios. ¡Ay, también su griterío se abrió paso hasta vuestros oídos, vosotros virtuosos!: «¡Lo que yo no soy, eso, eso es para mí Dios y la virtud!»

    Y hay otros que vienen pesados y chirriando por ello, como carros que bajan piedras cuesta abajo: esos hablan mucho de dignidad y virtud — a su freno lo llaman virtud.

    Y hay otros que son como relojes de uso diario, a los que se da cuerda; hacen su tictac y quieren que uno llame a su tictac virtud. En verdad, en estos tengo yo mi placer: donde encuentre tales relojes, les daré cuerda con mi burla — ¡y aún ronronearán para mí!

    Y otros están orgullosos de su puñado de justicia y cometen por su causa crímenes contra todas las cosas: así que el mundo se ahoga en su injusticia. ¡Ay, qué mal la palabra “virtud” les sale de la boca! Y cuando dicen: «soy justo», siempre suena como: «¡estoy vengado!» Con su virtud querrían arrancarles los ojos a sus enemigos; y sólo se elevan para rebajar a otros.

    Y también los hay tales que se sientan en su pantano y desde los juncos dicen así: «Virtud — eso es estar sentado tranquilo en el pantano. No mordemos a nadie y le salimos del camino al que quiere morder; y en todo tenemos la opinión que se nos da.»

    Y también los hay tales que aman las actitudes y piensan: la virtud es un tipo de actitud. Sus rodillas adoran siempre y sus manos son alabanzas de la virtud. Pero su corazón no sabe nada de ello.

    Y también los hay tales que consideran virtud decir: «la virtud es necesaria»; pero en el fondo sólo creen que la policía es necesaria.

    Y más de uno, que no puede ver lo alto en el hombre, llama virtud a ver demasiado de cerca su bajeza: llama a su mal ojo virtud.

    Y algunos quieren ser elevados y alzados y lo llaman virtud; y otros quieren ser echados por tierra — y lo llaman también virtud.

    Y así casi todos creen tener parte en la virtud; y, como mínimo, cada uno quiere ser experto en el “bien” y el “mal”.

    Pero Zaratustra no vino para eso, para decir a todos esos mentirosos y necios: «¿Qué sabéis vosotros de la virtud? ¿Qué podríais saber vosotros de la virtud?»

    Sino para que vosotros, amigos míos, lleguéis a estar cansados de las viejas palabras que habéis aprendido de los necios y mentirosos.

    Lleguéis a estar cansados de las palabras «recompensa», «retribución», «castigo», «venganza en la justicia»;

    Lleguéis a estar cansados de decir: «que una acción sea buena, eso lo hace que sea sin ego».

    ¡Ay, amigos míos!, que vuestro yo esté en la acción, como la madre está en el niño: esa me sea vuestra palabra acerca de la virtud.

    En verdad, os he quitado quizá cien palabras y los más amados juguetes de vuestra virtud; y ahora estáis enfadados conmigo, como se enfadan los niños. Jugaban junto al mar, y entonces llegó la ola y les arrastró sus juguetes al fondo: ahora lloran. ¡Pero la misma ola les traerá nuevos juguetes y desplegará nuevas conchas multicolores ante ellos! Así serán consolados; y, como ellos, también vosotros, amigos míos, tendréis vuestros consuelos — ¡y nuevas conchas multicolores!

    Así habló Zaratustra.

    Traducción revisada con asistencia de IA basada en la arquitectura Transformer. Edición orientada por el texto alemán (Colli y Montinari) y la división estructural de Walter Kaufmann.

  • 2.4. DE LOS SACERDOTES

    Y una vez Zaratustra dio una señal a sus discípulos y les dijo estas palabras:

    Aquí hay sacerdotes — y aunque sean mis enemigos, ¡pasádmelos en silencio y con la espada dormida! También entre ellos hay héroes; muchos de ellos sufrieron demasiado: por eso quieren hacer sufrir a otros.

    Son malos enemigos — nada hay más vengativo que su humildad. Y con facilidad se mancha el que los ataca. Pero mi sangre está emparentada con la suya. Y quiero que mi sangre sea también honrada en la de ellos.

    Y cuando ellos hubieron pasado, le sobrevino a Zaratustra el dolor; y no había luchado mucho tiempo con su dolor, cuando empezó a hablar así:

    Me apenan estos sacerdotes. También me son contrarios al gusto. Pero eso es para mí lo menos importante, desde que estoy entre los hombres. Pero sufro y he sufrido con ellos: para mí son prisioneros y estigmatizados. Aquel a quien llaman redentor los encadenó — ¡con cadenas de valores falsos y palabras delirantes! Ay, ojalá alguien los redimiera aún de su redentor.

    Creyeron una vez hacer tierra en una isla, cuando el mar los arrastró; pero ¡mira!, era un monstruo que dormía. Valores falsos y palabras delirantes: esos son los peores monstruos para los mortales — largo tiempo duerme y espera en ellos la fatalidad. Pero al final llega, y despierta, y devora y traga lo que sobre él construyó moradas.

    ¡Oh, mirad tan solo esas moradas que se construyeron estos sacerdotes! Iglesias llaman a sus cuevas de dulce aroma. ¡Oh, sobre esta luz falsificada, este aire corrompido! ¡Aquí, donde el alma no puede volar hasta su altura! Sino que así lo manda su fe: ¡de rodillas, escalera arriba, vosotros pecadores!

    En verdad, ¡con más agrado veo aún al desvergonzado que los ojos desorbitados de su vergüenza y devoción! ¿Quién creó para sí tales cuevas y escaleras penitenciales? ¿No fueron aquellos que querían esconderse y se avergonzaban ante el cielo puro?

    Y solo cuando el cielo puro mire de nuevo a través de techos rotos, y hacia abajo — sobre la hierba y las rojas amapolas junto a los muros derruidos — quiero yo volver de nuevo mi corazón a las sedes de este Dios.

    Llamaron Dios a lo que los contradecía y les infligía dolor — y, en verdad, ¡había mucho de heroico en su adoración! Y no supieron amar a su Dios de otra manera que clavando al hombre en la cruz.

    Como cadáveres pensaron vivir; color negro clavaron sobre su cadáver. También en su discurso huelo aún el mal olor de las criptas.

    Y quien vive cerca de ellos, vive cerca de negros estanques, desde los que el sapo canta con dulce profundidad su canción. Mejores canciones deberían cantarme, para que yo aprendiera a creer en su Redentor: más redimidos deberían parecerme sus discípulos.

    Desnudos me gustaría verlos: porque solo la belleza debería predicar penitencia. Pero, ¿a quién persuadiría por completo este duelo disfrazado? En verdad, ¡su Redentor mismo no vino de la libertad y el séptimo cielo de la libertad! En verdad, ¡ellos mismos nunca caminaron sobre los tapices del conocimiento! De vacíos se componía el espíritu de estos redentores; pero en cada vacío habían ajustado su delirio, su reemplazo — al que llamaban Dios.

    En su compasión estaba su espíritu ahogado, y cuando se hinchaban y desbordaban de compasión, flotaba siempre en la superficie una gran necedad. Con entusiasmo conducían, y con griterío, su rebaño sobre su pasarela, como si solo hubiera una pasarela hacia el futuro. En verdad, también estos pastores pertenecían todavía a las ovejas. Pequeños espíritus y extensas almas tenían estos pastores: pero, hermanos míos, ¡qué pequeños territorios han sido hasta ahora aún las almas más extensas!

    Escribieron signos de sangre sobre el camino que recorrieron, y su necedad enseñaba que con sangre se prueba la verdad. Pero la sangre es el peor testigo de la verdad; la sangre envenena la enseñanza más pura aún hasta el delirio y el odio del corazón. Y si uno pasa a través del fuego por su enseñanza — ¿qué prueba esto? Es más, en verdad: ¡que del propio incendio venga la propia enseñanza!

    Corazón ardiente y cabeza fría: donde estos se reúnen, allí se forma el viento rugiente — el “Redentor”. Hubo más grandes, en verdad, y de más alta cuna que aquellos a los que el pueblo llama redentores, estos arrebatadores vientos rugientes. Y aun por más grandes que todos los redentores debéis, hermanos míos, ser redimidos, ¡si queréis encontrar el camino hacia la libertad!

    Nunca aún hubo un superhombre. Desnudos he visto a ambos — al hombre más grande y al más pequeño: demasiado parecidos son aún el uno al otro. En verdad, también al más grande lo encontré — demasiado humano.

    Así habló Zaratustra.


  • 2.3. DE LOS COMPASIVOS

    Amigos míos, una burla llegó a vuestro amigo: “¡Mirad a Zaratustra! ¿No camina entre nosotros como si anduviera entre bestias?”

    Pero así está mejor dicho: “El que conoce camina entre los hombres como entre bestias.” 

    Pero el hombre mismo es, para el que conoce: la bestia, de mejillas rojas. ¿Cómo le sucedió esto? ¿No es porque ha debido avergonzarse con demasiada frecuencia? ¡Oh, amigos míos! Así habla el que conoce: vergüenza, vergüenza, vergüenza – esa es la historia del hombre. Y por eso el noble se impone no avergonzar: vergüenza se impone ante todo lo que sufre. 

    En verdad, no me gustan los misericordiosos, los que se sienten bienaventurados en su compasión: les falta demasiado la vergüenza. Si he de ser compasivo, no quiero llamarme así; y si lo soy, que sea con gusto, desde lejos.  

    Con gusto cubro también mi cabeza y huyo de allí, antes de ser reconocido: ¡y así os exhorto también a vosotros, amigos míos! ¡Ojalá mi destino me haga cruzarme en el camino con seres  libres de dolor, como vosotros, y con tales con quienes me sea dado compartir la esperanza, el pan y la miel. En verdad, hice esto y aquello por los que sufren, pero siempre me pareció obrar mejor así, cuando aprendía a alegrarme mejor. Desde que existen los hombres, el hombre ha sabido alegrarse demasiado poco: ¡ese solo, hermanos míos, es nuestro pecado original! Y si aprendemos a alegrarnos mejor, entonces desaprendemos de la mejor manera a causar dolor a otros y a imaginar el dolor.  

    Por eso me lavo la mano que ayudó al que sufre, por eso me limpio también el alma. Porque vi sufrir al que sufre, y de ello me avergoncé, por consideración a su verguenza; y al ayudarle, atenté gravemente contra su orgullo.    

    Las grandes deudas no engendran gratitud, sino sed de  venganza; y si no se olvida el pequeño favor, hasta de él nace un gusano que roe. 

    “¡Sed reacios al aceptar! ¡Distinguíos por el modo en que  aceptáis!” – así aconsejo yo a quienes no tienen nada que regalar. 

    Yo, sin embargo soy uno que regala: con gusto regalo, como amigo a los amigos. Pero los extraños y los pobres que recojan ellos mismos el fruto de mis árboles: así se averguenzan menos.

    ¡Los mendigos, sin embargo, uno debería suprimirlos por completo! En verdad, a uno le incomoda darles, y le incomoda no darles. 

    ¡Y lo mismo los pecadores y las malas conciencias! Creedme, amigos míos: el remordimiento enseña a morder.

    Pero las peores cosas son los pensamientos ruines. En verdad, mejor mal hecho que pensado con ruindad. 

    Es cierto que decís: “El placer en las malicias ruines nos ahorra muchos grandes malas acciones.” Pero aquí uno no debería querer ahorrar. 

    La mala acción es como un forúnculo; pica, escuece y revienta, -habla con honestidad. “Mira, soy enfermedad.” – así habla la mala acción. Esa es su honestidad. 

    El pensamiento ruin es como el hongo: se arrastra y se esconde y no quiere estar en ningún sitio – hasta que el cuerpo entero está podrido y marchito por hongos ruines. 

    Pero al que está poseído por el demonio, le digo esta palabra al oído: “mejor aún que tires de tu demonio hasta que sea grande! También para tí hay aún un camino a la grandeza.” 

    ¡Ay, hermanos míos! ¡Uno sabe de cada cual un poco demasiado! Y algunos se nos vuelven transparentes, pero no por eso podemos atravesarlos del todo.  

    Es difícil vivir con los hombres, porque guardar silencio es tan difícil. Y no somos más injustos con quien nos desagrada, sino con aquel que no nos importa absolutamente nada. 

    Pero si tienes un amigo que sufre, entonces sé para su sufrimiento un lugar de descanso, pero como una cama dura, una cama de campaña: así es como le serás más útil. 

    Y si un amigo te hace mal, entonces di: “Te perdono lo que me hiciste; pero lo que tú te hiciste a ti mismo, ¿cómo podría yo perdonar eso?” Así habla todo gran amor: supera incluso el perdón y la compasión. 

    Uno debería sujetar el corazón; porque, si se lo deja ir, ¡qué pronto se le va a uno la cabeza! Ay, ¿dónde ocurrieron mayores locuras en el mundo que entre los compasivos? ¿Y qué ha causado en el mundo más sufrimiento que las locuras de los compasivos? ¡Pobres todos los que aman, y no tienen aún una altura que está por encima de su compasión!

    Una vez el demonio me habló así: “También Dios tiene su infierno: es su amor por los hombres.” Y recientemente le oí decir estas palabras: “Dios está muerto; murió de su compasión por el hombre.”

    Así que estad advertidos contra la compasión: ¡de ahí le llega todavía al hombre una nube pesada! En verdad, ¡entiendo de señales del clima! Pero atended a estas palabras: todo gran amor está todavía por encima de toda su compasión, porque quiere, lo amado, todavía – ¡crearlo!

    “A mí mismo me ofrendo a mi amor y a mis cercanos como a mí” – así va el discurso de todos los creadores. Pero todos los creadores son duros.

    Así habló Zaratustra.

    Traducción revisada con asistencia de IA basada en la arquitectura Transformer. Edición orientada por el texto alemán (Colli y Montinari) y la división estructural de Walter Kaufmann.

  • 2.2. EN LAS ISLAS BIENAVENTURADAS

    Los higos caen de los árboles, están maduros y son dulces; y al caer, se les desgarra la piel roja. Soy un viento del norte para higos que maduran.

    Así, como higos, os caen estas enseñanzas, amigos míos: ¡Bebed ahora su jugo y su dulce pulpa! Es otoño en torno nuestro y el cielo está  puro, y es la tarde. ¡Mirad qué abundancia hay a nuestro alrededor!  Y desde la sobreabundancia es hermoso mirar hacia mares lejanos. Una vez se decía “Dios”,  al mirar  hacia a mares lejanos: pero ahora os he enseñado a decir: superhombre. 

    Dios es una conjetura; pero yo quiero que vuestra conjetura no se extienda más allá de vuestra voluntad creadora. ¿Podríais CREAR un Dios? Entonces, guardaos de hablarme de todos los dioses. Pero bien podríais crear al superhombre. ¡No quizás vosotros mismos, hermanos míos! Pero podríais transformaros en padres y antepasados de él: ¡Y ese sea vuestro mejor crear! 

    Dios es una conjetura: pero yo quiero que vuestro conjeturar esté limitado dentro de lo pensable. ¿Podríais PENSAR un Dios? ¡Pero que esto signifique para vosotros la voluntad de verdad, que todo sea transformado en pensable para el hombre, visible para el hombre, perceptible para el hombre! ¡Debeis llevar vuestro propio sentido hasta su último término!  

    Y lo que llamasteis mundo, deberá ser primero creado por vosotros: ¡vuestra razón, vuestra imagen, vuestra voluntad, vuestro amor -eso mismo deberá llegar a ser el mundo! Y en verdad, ¡para vuestra bienaventuranza, vosotros, los que conoceis!

    ¿Y cómo querríais soportar la vida sin esta esperanza, vosotros los que conoceis? No podeis haber nacido ni en lo incomprensible ni en lo irracional.    

    Pero para revelaros completamente mi corazon, amigos míos: SI hubiera dioses, cómo aguantaría yo no ser un dios. POR LO TANTO, no hay dioses. Bien, inferí yo esta conclusión; pero ahora ella me infiere a mí. 

    Dios es una conjetura: pero ¿quién bebería todo el tormento de esta conjetura sin morir? ¿Habrá de serle arrebatada al que crea su fe y al águila su volar en lejanías de águila? 

    Dios es un pensamiento que vuelve toda línea recta torcida y todo lo que está en pie vacilante. ¿Cómo? ¿El tiempo habría desaparecido y todo lo perecedero sería sólo mentira? Pensar esto es torbellino y vértigo para los huesos humanos y todavía un vomitar para el estómago; en verdad, la enfermedad vacilante llamo yo, a conjeturar tal cosa. Mala la llamo yo y enemiga del hombre: toda esta enseñanza de lo Uno, lo Pleno, lo Inmóvil, lo Colmado, y lo Imperecedero. Todo lo imperecedero – ¡eso es solamente una parábola! Y los poetas mienten demasiado.  

    Pero del tiempo y el devenir deben hablar las mejores parábolas: ¡un elogio deben ser y una justificación de toda transitoriedad!

    Crear – eso es la gran redención del sufrimiento, y el hacerse ligero de la vida. Pero para que el creador exista, para eso es necesario el sufrimiento y mucha transformación. ¡Sí, mucho amargo morir debe haber en vuestra vida, vosotros creadores! Así sois  defensores y justificadores de toda transitoriedad. Para que el creador mismo sea un niño que nazca de nuevo, para eso,  debe también querer ser la parturienta y los dolores de la parturienta. 

    En verdad, a través de cien almas recorrí mi camino y a través de cien cunas y dolores de parto. Muchos adioses he dicho ya, conozco las últimas horas que desgarran el corazón. Pero así lo quiere mi voluntad creadora, mi destino. O, para deciroslo más honestamente: precisamente tal destino, lo quiere mi voluntad. 

    Todo lo que siente sufre en mi y está en prisiones: pero mi querer viene a mi siempre como mi libertador y portador de alegría. Querer libera: esa es la verdadera doctrina acerca de la voluntad y la libertad – así os la enseña Zaratustra. ¡No querer más, no valorar más, no crear más! ¡Ay, que este gran cansancio permanezca siempre lejos de mi! También en conocer siento yo el placer de procrear y devenir de mi voluntad; y si hay inocencia en mi conocimiento, así ocurre, porque hay voluntad de procrear en él. Lejos de Dios y de los dioses me atrajo esta voluntad; ¿Qué habría para crear, si hubiera dioses? 

    Pero hacia el hombre me empuja siempre de nuevo, mi ferviente voluntad creadora; así empuja ella el martillo hacia la piedra. ¡Ah, vosotros hombres! en la piedra duerme para mí una imagen, ¡la imagen de mis imágenes! ¡Ay, que deba dormir en la piedra más dura, más fea! Ahora se enfurece mi martillo cruel contra su prisión.De la piedra se desprenden trozos: ¿Qué me importa eso? Quiero completarlo: pues una sombra vino a mi – de todas las cosas, la más quieta y la más ligera vino una vez a mi. La belleza del superhombre vino a mi como una sombra. Ay, hermanos míos! ¿Adonde se me han ido ahora los dioses?

    Así habló Zaratustra.

    Traducción revisada con asistencia de IA basada en la arquitectura Transformer. Edición orientada por el texto alemán (Colli y Montinari) y la división estructural de Walter Kaufmann.

  • 2.1. EL NIÑO CON EL ESPEJO

    Después de esto, Zaratustra regresó de nuevo a las montañas y a la soledad de su cueva, y se retiró de los hombres: esperando, como un sembrador que ha esparcido su semilla. Pero su alma se llenó de impaciencia y anhelo por aquellos a quienes ama: porque esto es lo más difícil, cerrar por amor la mano abierta y conservar el pudor como quien regala. 

    Así pasaron las lunas y los años para el solitario; pero su sabiduría creció y le causaba dolor por su abundancia. Pero una mañana despertó ya antes de la aurora rosada, permaneció largo tiempo en su lecho y finalmente habló a su corazón:

    ¿Por qué me asusté tanto en mi sueño que desperté? ¿No se me acercó un niño que portaba un espejo? “¡Oh Zaratustra -me dijo el niño- mírate en el espejo!” Pero cuando miré en el espejo, grité, y mi corazón se estremeció: porque no me ví a mí en él, sino el horrendo rostro de un demonio y su risa burlona. En verdad, demasiado bien entiendo los signos y la advertencia del sueño: mi enseñanza está en peligro, las malas hierbas quieren llamarse trigo. Mis enemigos se han vuelto poderosos y han desfigurado la imagen de mi enseñanza, de modo que mis más amados deben sentir verguenza de los dones que les dí. He perdido a mis amigos; me llegó la hora de buscar a los que he perdido.   

    Con estas palabras, Zaratustra se levantó de un salto, pero no como un asustado que busca aire, sino más bien como un vidente y un cantor, a quien asalta el espíritu. Su águila y su serpiente lo miraron con asombro, pues como la aurora rosada una dicha venidera se extendía sobre su rostro. 

    ¿Qué me ha sucedido, animales míos? -dijo Zaratustra. ¿No estoy transformado? ¿No me vino la dicha como un viento tempestuoso? Necia es mi felicidad y cosas necias dirá: todavía es demasiado joven – tened paciencia con ella. Estoy herido por mi dicha: todos los que sufren sean médicos para mí. Puedo volver a descender hacia mis amigos, ¡y también hacia mis enemigos! Zaratustra puede hablar de nuevo, y regalar, y hacer lo que más aman  los que ama. Mi amor impaciente fluye desbordado en torrentes, hacia el ascenso del sol y su ocaso. Desde  montañas silenciosas y tormentas de dolor irrumpe mi alma en los valles.   

    Durante demasiado tiempo anhelé y miré a lo lejos. Durante demasiado tiempo pertenecí a la soledad: así desaprendi  a permanecer en silencio. Boca me he vuelto por entero, y rugido de un torrente desde altas rocas:  abajo quiero precipitar mi discurso a los valles. ¡Y ojalá mi río de amor se hunda en lo intransitable! ¡Cómo no habría de encontrar un río finalmente su camino hacia el mar! Ciertamente hay un lago en mí, uno solitario, autosuficiente. Pero mi río de amor lo arrastra consigo hacia abajo -¡hacia el mar!

    Nuevos caminos recorro, un nuevo discurso llega a mí; me cansé, como todos los creadores, de las viejas lenguas. Mi espíritu ya no quiere caminar sobre suelas desgastadas. 

    Demasiado lento corre para mí todo discurso: -¡a tu carro salto, tormenta! Y también a ti quiero azotarte con mi maldad. 

    Como un grito y un víctor quiero ir sobre anchos mares hasta encontrar las islas felices donde están mis amigos. ¡Y mis enemigos entre ellos! Como amo ahora a todo aquel con quien puedo tan solo hablar! También mis enemigos pertenecen a mi dicha.

    Y cuando quiero montar mi caballo más salvaje, mi lanza es siempre la que mejor me ayuda a subir: ella es el sirviente más pronto de mi pie. ¡La lanza que lanzo contra mis enemigos! ¡Cuánto agradezco a mis enemigos que por fin pueda lanzarla!

    Demasiado grande fue la tensión de mi nube; entre risas de relámpagos quiero arrojar lluvias de granizo a las profundidades. Poderoso se elevará entonces mi pecho, poderoso soplará su tormenta sobre las montañas: así le llegará el alivio. ¡En verdad, como una tormenta llegan mi felicidad y mi libertad! Pero mis enemigos creerán que el maligno se enfurece sobre sus cabezas. 

    Si, también vosotros os asustaréis, amigos míos, de mi salvaje sabiduría; y quizás huyais de ella junto con mis enemigos. ¡Ay, que yo supiera atraeros de vuelta con flautas de pastor! ¡Ay, que mi leona sabiduría aprendiera a rugir con ternura! Y cuánto hemos aprendido ya el uno del otro!

    Mi salvaje sabiduría quedó preñada sobre montañas solitarias; sobre ásperas rocas dio a luz a su cría, la más joven. Ahora corre loca por el duro desierto y busca y busca un césped suave -¡mi vieja salvaje sabiduría. ¡Sobre el suave césped de vuestros corazones, amigos míos, sobre vuestro amor, pueda ella acostar a su más amado!

    Así hablo Zaratustra.

    Traducción revisada con asistencia de IA basada en la arquitectura Transformer. Edición orientada por el texto alemán (Colli y Montinari) y la división estructural de Walter Kaufmann.

  • 1.22. DE LA VIRTUD QUE HACE REGALOS

    [1] Cuando Zaratustra se despidió de la ciudad que estaba ligada a su corazón cuyo nombre es: “la vaca multicolor” –  muchos le siguieron, los que se llamaban a sí mismos sus discípulos y le hacían compañía. Así llegaron a un cruce de caminos: allí les dijo Zaratustra que a partir de ahora quería ir solo; pues era amigo de andar en soledad. Sus discípulos, sin embargo, le entregaron como regalo de despedida un bastón en cuya empuñadura de oro una serpiente se enroscaba alrededor del sol. Zaratustra se alegró del bastón y se apoyó en él; entonces  habló así a sus discípulos: 

    Decidme: ¿cómo llegó el oro a tener el más alto valor? Porque es poco común, e inútil, y brillante, y suave en su resplandor; se entrega siempre a sí mismo. Solo como imagen de la más alta virtud llegó el oro a tener el más alto valor. Como el oro brilla la mirada del que regala. El resplandor del oro sella la paz entre la luna y el sol. Poco común es la más alta virtud, e inútil, brillante es y suave en su resplandor: una virtud que regala es la más alta virtud.

    En verdad, os adivino bien, discípulos míos: os esforzais, lo mismo que yo, por alcanzar la virtud que regala. ¿Qué tendríais en común con gatos y lobos? Esa es vuestra sed, convertiros a vosotros mismos en sacrificios y regalos: y por eso tenéis sed de acumular todas las riquezas en vuestra alma. Insaciable se esfuerza vuestra alma por alcanzar tesoros y joyas, porque vuestra virtud es insaciable en querer dar. Obligáis a todas las cosas a ir hacia vosotros y a entrar en vosotros para que fluyan de nuevo desde vuestra fuente como regalos de vuestro amor. En verdad en saqueador de todos los valores debe convertirse tal amor que regala; pero sano y sagrado llamo yo a este egoísmo. 

    Hay otro egoísmo, uno demasiado pobre, uno hambriento, que siempre quiere robar, ese es el egoísmo de los enfermos, el egoísmo enfermo. Con el ojo del ladrón mira todo lo que brilla; con la avaricia del hambre mide al que tiene para comer con abundancia; y siempre se arrastra alrededor de la mesa de los que regalan. Enfermedad habla desde tal deseo y degeneración invisible; de un cuerpo enfermo habla la avaricia ladrona de ese egoísmo. 

    Decidme, hermanos míos: ¿qué consideramos malo y lo peor? ¿No es la degeneración? Y siempre señalamos degeneración allí donde falta el alma que regala. Hacia arriba va nuestro camino, de la especie a la superespecie. Pero un horror es para nosotros el sentido degenerante que dice: “¡Todo para mí!” Hacia arriba vuela nuestro sentido: así es una parábola de nuestro cuerpo, una parábola de elevación. Parábolas de tales elevaciones son los nombres de las virtudes. 

    Así va el cuerpo a través de la historia, algo que deviene y que lucha. ¿Y el espíritu? Heraldo, compañero y eco de sus luchas y victorias. 

    Parábolas son todos los nombres del bien y del mal: no hablan, tan sólo hacen señas. Necio es quien pretende obtener conocimiento a partir de ellas. 

    Prestad atención, hermanos míos, a cada hora en que vuestro espíritu quiera hablar en parábolas: ahí está el origen de vuestra virtud. Elevado está allí vuestro cuerpo y resucitado; con su gozo extasía al espíritu, para que se convierta en creador, tesorero, amante y benefactor de todas las cosas. 

    Cuando vuestro corazón hierve, ancho y pleno, como un río, una bendición y un peligro para los residentes: ahí está el origen de vuestra virtud. 

    Cuando estáis por encima de la alabanza y la censura, y vuestra voluntad quiere mandar sobre todas las cosas, como la voluntad de un amante: ahí está el origen de vuestra  virtud. 

    Cuando despreciais lo placentero, y la cama blanda, y no podéis acostaros lo suficientemente lejos de los blandos: ahí está el origen de vuestra virtud.

    Cuando sois volientes de una única voluntad, y este viraje de toda necesidad lo llamais necesidad: ahí está el origen de vuestra virtud. 

    En verdad: ¡es un nuevo bien y mal! En verdad: un nuevo, profundo murmullo, y la voz de una nueva fuente.

    Poder es ella, esta nueva virtud; un pensamiento dominante es ella, y en torno a él, un alma sabia: un sol dorado, y en torno a él, la serpiente del conocimiento.

    [2] Aquí permaneció en silencio Zaratustra un rato y miró con amor a sus discípulos. Luego pasó a hablar así: – y su voz se habia transformado.

    Permanecedme fieles a la tierra, hermanos míos, ¡con el poder de vuestra virtud! Que vuestro amor que regala y vuestro conocimiento sirvan al sentido de la tierra. Así os lo pido y os lo conjuro. No la déjeis volar fuera de lo terrenal, ni que golpee con sus alas contra muros eternos. ¡Ay, siempre  hubo tanta virtud extraviada en el vuelo! Llevad, como yo, la virtud extraviada en su vuelo de vuelta a la tierra -sí, de vuelta al cuerpo y la vida-, para que dé a la tierra su sentido, ¡un sentido humano!

    Cien veces se extraviaron en su vuelo y se equivocaron tanto el espíritu como la virtud. ¡Ay, en nuestro cuerpo habita aún ahora toda esa locura y ese error! Cuerpo y voluntad se han vuelto allí. 

    Cien veces intentaron y erraron, hasta ahora, tanto el espíritu como la virtud. Sí, un intento fue el hombre. ¡Ay, mucha ignorancia y error se han vuelto cuerpo en nosotros!  

    No solo la razón de milenios, también su locura hace erupción en nosotros. Es peligroso ser heredero. Todavía luchamos paso a paso con el gigante azar, y sobre toda la humanidad ha reinado hasta ahora el sinsentido, la falta de sentido. 

    Que vuestro espíritu y vuestra virtud  sirvan al sentido de la tierra, hermanos míos; y que el valor de todas las cosas sea nuevamente establecido por vosotros. ¡Por eso habréis de ser luchadores! ¡Por eso habéis de ser creadores!

    Sabiendo se purifica el cuerpo; intentando con saber se eleva; al que conoce se le santifican todos los impulsos; al elevado se le vuelve el alma alegre.

    Medico, ayúdate a ti mismo: así también ayudas todavía a tu enfermo. Que esa sea su mejor ayuda: ver con sus ojos a aquel que se cura a sí mismo. 

    Hay mil senderos que aún no han sido recorridos; mil saludes, y oblicuas islas de vida. Inagotado y sin descubrir es todavía el hombre, y la tierra del hombre. 

    ¡Despertad y escuchad, vosotros solitarios! Desde el futuro llegan vientos con furtivo batir de alas; y a los oídos finos se proclama la buena nueva.

    Vosotros, solitarios de hoy, vosotros, los que os apartais, vosotros algún día seréis un pueblo: de vosotros, que os escogisteis a vosotros mismos, surgira un pueblo escogido: – y de él el superhombre. 

    ¡En verdad, un lugar de recuperación ha de convertirse todavía la tierra! Y ya se extiende un nuevo aroma a su alrededor, uno que trae salvación, – ¡y una nueva esperanza!

    [3] Cuando Zaratustra hubo pronunciado estas palabras, permaneció en silencio, como quien no ha dicho aún su última palabra. Largo tiempo sopesó el bastón, dudando, en su mano. Finalmente habló así: – y su voz se había transformado.

    Ahora me voy solo, discípulos míos. Iros ahora vosotros -y solos. Así lo quiero. En verdad os aconsejo: alejaos de mí, ¡y guardaos de Zaratustra! Y mejor aún: avergonzaos de él. Quizás os engañó.

    El hombre de conocimiento debe no sólo amar a sus enemigos, sino también  poder odiar a sus amigos. 

    Se recompensa mal a un maestro cuando se permanece siempre tan solo alumno. ¿Y por qué no quereis arrancarme la corona?

    Me veneráis; pero ¿y si vuestra veneración un día se derrumba? ¡Cuidaos de que no os mate una estatua!

    ¿Decís que creeis en Zaratustra? ¡Pero qué importa Zaratustra! Vosotros sois mis creyentes: ¡pero qué importan todos los creyentes! Todavía no os habíais buscado: entonces me encontrasteis. Así hacen todos los creyentes; por eso importa tan poco toda fe. 

    Ahora os llamo a perderme y a encontraros; y solo cuando todos me hayais negado, volveré de nuevo a vosotros.

    En verdad, con otros ojos, hermanos míos, buscaré entonces a los míos perdidos; con otro amor os amaré entonces. 

    Y una vez más os habréis vuelto mis amigos, y niños de una única esperanza; entonces estaré con vosotros por tercera vez, para celebrar con vosotros el gran mediodía. 

    Y ese es el gran mediodía: cuando el hombre se encuentra en mitad de su senda, entre el animal y el superhombre, y celebra su camino hacia la tarde como su más alta esperanza; pues es el camino hacia una nueva mañana. 

    Entonces se bendecirá a sí mismo el que desciende, para ser uno que traciende; y el sol de su conocimiento le estará en el mediodía.

    “Muertos están todos los dioses; ahora queremos que viva el superhombre.”- Que esta sea alguna vez, en el gran mediodía, nuestra última voluntad.

    Así habló Zaratustra.

    Traducción revisada con asistencia de IA basada en la arquitectura Transformer. Edición orientada por el texto alemán (Colli y Montinari) y la división estructural de Walter Kaufmann.

  • 1.21. DE LA MUERTE LIBRE

    Muchos mueren demasiado tarde, y algunos mueren demasiado pronto. Todavía suena extraña la enseñanza: “Muere en el momento adecuado!”

    Muere en el momento adecuado: así lo enseña Zaratustra. Por supuesto, quien nunca vive en el momento adecuado, ¿Cómo podría morir jamás en el momento adecuado? ¡Ojalá nunca hubiera nacido! Así aconsejo yo a los superfluos. Pero incluso los superfluos se hacen todavía los importantes con su morir e incluso la nuez más hueca quiere todavía ser cascada. Todos consideran importante morir: pero todavía no es la muerte una fiesta, todavía no aprendieron los hombres como se consagran las fiestas más hermosas.

    Yo os muestro la muerte que trae plenitud, la que se convierte en un aguijón y un voto para los vivos. El que trae plenitud muere su muerte, victorioso, rodeado por quienes prometen y hacen votos. Así se debería aprender a morir; y no se debería dar fiesta alguna, donde uno que muere así no consagrara los juramentos de los vivos. 

    Morir así es lo mejor; lo segundo, sin embargo, es: morir en combate y derrochar un alma grande. Pero para los que combaten es igual de odiosa que para el vencedor vuestra muerte sonriente, que se acerca arrastrándose como un ladrón -y todavía llega como señor. 

    Yo os alabo mi muerte, la muerte libre, que me llega porque yo quiero. ¿Y cuándo querré? – Quien tiene una meta y un heredero, quiere la muerte en el momento adecuado para la meta y el heredero. Y por respeto a la meta y al heredero ya no colgará coronas marchitas en el santuario de la vida. En verdad, no quiero parecerme a los torcedores de cuerdas: (estiran) su hilo en la longitud y van con ello ellos mismos siempre hacia atrás. 

    Algunos se vuelven tambien demasiado viejos para sus verdades y victorias; una boca sin dientes ya no tiene derecho a cada verdad. Y todo aquel que quiera tener fama, debe despedirse a tiempo del honor y ejercitar  el difícil arte de marcharse – en el momento adecuado. 

    Uno debe dejar de dejarse comer cuando mejor sabe:  eso lo saben los que quieren ser amados mucho tiempo. Existen, por supuesto, manzanas agrias, cuyo destino quiere que esperen hasta el último día del otoño: y al mismo tiempo se vuelven maduras, amarillas y arrugadas. A unos les envejece primero el corazón  y a otros el espíritu. Y algunos son canosos en la juventud: pero el joven tardío se conserva joven mucho tiempo.

    A muchos les sale mal la vida: un gusano venenoso se les come el corazón. Por eso, ¡ojalá se ocupen de que el morir le salga tanto mejor! Muchos nunca llegan a ser  dulces. Es la cobardía la que los retiene en su rama.

    Viven demasiados y cuelgan demasiado tiempo en sus ramas. ¡Quisiera que llegara una tormenta que sacudiese del arbol toda esta podredumbre y gusanera!

    ¡Quisiera que llegaran predicadores de la muerte rápida! Esos serían para mí las adecuadas tormentas y vareadores en los árboles de la vida. Pero oigo solo predicar la muerte lenta y la paciencia con todo lo lo “terrenal.” 

    Ah, ¿predicáis paciencia con lo terrenal? ¡Es lo terrenal el que tiene demasiada paciencia con vosotros, blasfemos!

    En verdad, murió demasiado pronto aquel hebreo a quien honran los predicadores de la muerte lenta: y se convirtió desde entonces en la perdición de muchos que muriera demasiado pronto. Aún conocía solo las lágrimas y la melancolía del hebreo, junto con el odio de los buenos y los justos -el hebreo Jesús: entonces cayó sobre él el anhelo por la muerte. ¡Ojalá se hubiera quedado en el desierto y lejos de los buenos y los justos! Quizás hubiera aprendido a vivir y aprendido a amar la tierra – y la risa también.  

    ¡Creedme, hermanos míos! Murió demasiado pronto; él mismo habría renegado de su doctrina, si hubiera llegado a mi edad. Era suficientemente noble para renegar. Pero aún estaba inmaduro. Inmaduro ama el joven e inmaduro odia a los hombres y la tierra. Atadas y pesadas estaban todavía su naturaleza y las alas de su espíritu. 

    Pero en el hombre hay más niño que en el joven y menos melancolía: entiende el mejor la muerte y la vida. Libre ante la muerte y libre en la muerte, un sagrado negador cuando no es tiempo ya para el “Sí”: así entiende el la muerte y la vida. 

    Que vuestro morir no sea una blasfemia contra los hombres y la tierra, amigos míos: eso es lo que pido a la miel de vuestra alma. En vuestro morir deben todavía brillar vuestro espíritu y vuestra virtud, como un resplandor vespertino alrededor de la tierra: o si no, el morir os ha salido mal. 

    Así quiero morir yo mismo, para que vosotros, amigos, améis más la tierra por mi causa; y quiero convertirme de nuevo en tierra, para tener descanso en aquella que me dió a luz. 

    En verdad, Zaratustra tenía una meta, lanzó su bola: ahora sois vosotros, amigos, los herederos de mi meta, a vosotros os lanzo mi bola de oro. ¡Más  que cualquier otra cosa, me gusta veros, amigos míos, lanzar la bola de oro! Y así me demoro todavía un poco sobre la tierra: ¡perdonadme eso!

    Así habló Zaratustra. 

    Traducción revisada con asistencia de IA basada en la arquitectura Transformer. Edición orientada por el texto alemán (Colli y Montinari) y la división estructural de Walter Kaufmann.

  • 1.20. DEL NIÑO Y EL MATRIMONIO

    Tengo una pregunta para tí solo, hermano mío: como una plomada lanzo esta pregunta a tu alma para saber cuán profunda es. 

    Eres joven y deseas para ti niño y matrimonio. Pero yo te pregunto: ¿Eres un hombre al que le sea lícito desear para si un niño?

    Eres el victorioso, el conquistador de ti mismo, el regidor de tus pasiones, el señor de tus virtudes? Asi te pregunto. ¿O hablan desde tu deseo el animal y la necesidad? ¿O el aislamiento? ¿O la discordia contigo mismo?

    Yo quiero que sean tu victoria y tu libertad las que anhelen un niño. Monumentos vivos has de construir a tu victoria y tu libertad. 

    Más allá de ti mismo has de construir. Pero primero, para mí, debes estar construido tú mismo, recto en cuerpo y alma. No solo debes plantarte hacia delante, sino hacia lo alto! ¡Que te ayude para ello el jardín del matrimonio! Debes crear un cuerpo más alto, un primer movimiento, una rueda que ruede por sí misma, – debes crear un creador. 

    Matrimonio: así llamo yo a la voluntad de dos de crear uno, que sea más que los que lo crean. “Reverencia del uno hacia el otro” llamo yo al matrimonio cuando se da entre los que quieren una voluntad así. Que este sea el significado y la verdad de tu matrimonio. Pero aquello que los demasiados llaman matrimonio, estos superfluos, , – ¿ay, cómo llamo yo a eso? ¡Ay, esta pobreza del alma a dos! ¡Ay, esta suciedad del alma a dos! ¡Ay, este patetico contentamiento a dos! Ellos llaman matrimonio a todo esto; y dicen, que sus matrimonios se sellan en el cielo. ¡Pues bien, a mi no me gusta este cielo de los superfluos! ¡No, no me gustan esos animales enredados en las redes celestiales! ¡Lejos permanezca también de mi el Dios, que se acerca cojeando, a bendecir lo que el no ha unido! No te me rías de esos matrimonios! ¿Qué niño no ha tenido motivo para llorar por causa de sus padres?

    Valioso me pareció este hombre y maduro para el sentido de la tierra. Pero cuando vi a su esposa, me pareció la tierra una casa para insensatos. ¡Sí, yo querría que la tierra temblara en convulsiones cuando un santo y una gansa se aparean entre sí!

    Este salió como un héroe en busca de verdades, y finalmente se llevó una pequeña mentira emperifollada. Su matrimonio, llama a eso.

    Ese era distante en el trato y escogía con escrúpulo. Pero de repente echó a perder para siempre su compañía: su matrimonio, llama a eso.

    Ese buscaba una criada con las virtudes de un ángel. Pero de repente se convirtió en la criada de una mujer, y ahora era necesario que, además, él se convirtiese en ángel.

    Cuidadosos encontré ahora a todos los compradores, y todos tienen ojos astutos. Pero incluso el más astuto compra a su mujer en un saco.

    Muchas locuras breves – eso se llama entre vosotros “amor.” Y vuestro matrimonio pone a muchas locuras breves un fin, como una estupidez larga.

    Vuestro amor por la mujer y el amor de la mujer por el hombre: !ay, querría que fuese compasión por dioses sufrientes y ocultos! Pero la mayoría de las veces, dos animales se adivinan mutuamente.

    Pero incluso vuestro mejor amor es solamente una metáfora azucarada y un ardor doloroso. Es una antorcha que debe iluminaros hacia caminos más altos. Hay amargura en el cáliz incluso del mejor amor: ¡así engendra anhelo del superhombre, así engendra sed en ti, creador! Sed en el creador, flecha y anhelo del superhombre: di, hermano mío, ¿es esta tu voluntad hacia el matrimonio? Santos se llaman para mi tal voluntad y tal matrimonio.

    Así hablo Zaratustra.

    Traducción revisada con asistencia de IA basada en la arquitectura Transformer. Edición orientada por el texto alemán (Colli y Montinari) y la división estructural de Walter Kaufmann.

  • 1.19. DE LA MORDEDURA DE LA VÍBORA

    Una tarde estaba Zaratustra dormido bajo una higuera, porque tenía calor, y tenía los brazos puestos sobre la cara. Entonces llegó una víbora y le mordió en el cuello, así que Zaratustra gritó de dolor. Cuando se quitó  el brazo de la cara, miró a la serpiente. Entonces reconoció ella los ojos de Zaratustra, se retorció con torpeza y  quiso escapar. “No, no lo hagas, dijo Zaratustra; todavía no aceptaste mi gratitud. Me despertaste a tiempo. Mi camino es aún largo.” “Tu camino es ya corto,” dijo la víbora tristemente; mi veneno mata.” Zaratustra sonrió. ¿Cuando murió jamás un dragón por el veneno de una serpiente? Dijo. ¡Pero toma tu veneno otra vez! No eres suficientemente rica para regalármelo.” Entonces le cayó de nuevo la víbora alrededor del cuello y le lamió la herida. 

    Cuando Zaratustra contó una vez esto a sus discípulos, ellos preguntaron: “¿Y cual, Oh Zaratustra, es la moraleja de tu historia? Zaratustra respondió a esto así: El destructor de la moral me llaman los buenos y los justos: mi historia es inmoral. 

    Pero, si tenéis un enemigo, entonces no le paguéis mal con bien; porque eso avergonzaría. Sino demostrad que os ha tratado bien. 

    ¡Y mejor que estéis aun furiosos, que que avergonzeis! Y cuando se os maldiga, no me gusta entonces, que, cuando sea así, querais bendecir. ¡Mejor maldecir también un poco! 

    Y si os ocurrió una gran injusticia, entonces hacedme rápido cinco pequeñas más! Es horrible contemplar a aquel al que abruma la injusticia a él solo. 

    ¿Conocisteis esto ya? Una injusticia compartida es media justicia. ¡Y debe tomar la injusticia sobre sí aquel que pueda soportarla!

    Una pequeña venganza es mas acorde a la naturaleza de los hombres que ninguna venganza en absoluto. Y cuando el castigo no es un derecho y un honor para el trangresor, entonces no me gusta tampoco vuestro castigo. 

    Es más noble, atribuirse injusticia que forzar la justicia, particularmente si se está en posesión de la justicia, solamente se debe ser suficientemente rico también. 

    No me gusta vuestra fría justicia; y desde el ojo de vuestros jueces mira hacia mi siempre el verdugo y su hierro frío. Decid, ¿dónde se encuentra la justicia que es amor con ojos que ven? ¡Entonces encontradme al amor, que no sólo soporte todo castigo, sino también toda culpa! ¡Entonces encontradme a la justicia que absuelva a todos excepto al que juzga!   

    ¿Queréis oír esto tambien? A aquel que desde el fondo del corazón quiere ser justo, se le convierte aún la mentira en amistad con los hombres. ¿Pero como querría yo ser justo desde el fondo del corazón? ¡Cómo puedo yo dar a cada uno lo suyo! Que esto me sea suficiente: yo doy a cada uno lo mío.

    Finalmente, hermanos míos: guardaos de cometer injusticia contra cualquier ermitaño! Como podría un ermitaño olvidar? ¿Cómo podría devolver el daño infligido? Como un pozo profundo es un ermitaño. Es fácil arrojar dentro una piedra; pero si se hunde hasta el fondo -decidme: ¿quién podría volver a sacarla? Guardaos de herir a un ermitaño! Pero si lo hacéis, entonces matadlo también.

    Así hablo Zaratustra.

    Traducción revisada con asistencia de IA basada en la arquitectura Transformer. Edición orientada por el texto alemán (Colli y Montinari) y la división estructural de Walter Kaufmann.

  • 1.18. DE MUJERCITAS VIEJAS Y JÓVENES

    ¿Por qué te arrastras tan tímido a través del crepúsculo, Zaratustra? ¿Y qué pones a salvo prudente bajo tu manto? Es un tesoro que te fue regalado? O un niño que te nació? O vas tú mismo ahora por los caminos de los ladrones, tú amigo de los malos? 

    ¡En verdad, hermano mío! dijo Zaratustra, es un tesoro que me fue regalado: una pequeña verdad es la que llevo. Pero es rebelde como un niño pequeño; y si no le sujeto la boca, grita demasiado alto.  

    Cuando hoy caminaba solo por mi camino, a la hora en que el sol se pone, me salió al encuentro una mujercita vieja y le habló así a mi alma: “Mucho nos habló Zaratustra también a nosotras, las mujeres, pero nunca nos habló sobre la mujer.” Y yo le respondí: “sobre la mujer se debe hablar solo a los hombres.” “Háblame también a mí de la mujer, dijo ella; soy lo suficientemente vieja para olvidarlo enseguida otra vez.” Y yo obedecí a la viejecita y le hablé así. 

    “Todo en la mujer es un acertijo, y todo en la mujer tiene una solución: se llama preñez. El hombre es para la mujer un medio: el fin es siempre el niño. ¿Pero qué es la mujer para el hombre?”

    Dos cosas quiere el verdadero hombre: peligro y juego. Por eso quiere a la mujer como el juguete más peligroso. El hombre debe ser educado para la guerra y la mujer para la recreación del guerrero: todo lo demás es necedad. Frutos demasiado dulces – no quiere el guerrero. Por eso quiere a la mujer; amarga es aún la mujer más dulce. Mejor que un hombre entiende la mujer a los niños, pero el hombre es  más niño que la mujer. 

    En el verdadero hombre hay un niño escondido: quiere jugar. ¡Vamos, mujeres, descubridme al niño en el hombre! Un juguete sea la mujer, puro y delicado, como la piedra preciosa irradiada por las virtudes de un mundo que aún no es. Que el rayo de una estrella brille en vuestro amor! Que vuestra esperanza se llame: ¡pueda yo dar a luz al sobrehombre!

    ¡Que en vuestro amor haya coraje! ¡Con vuestro amor habéis de abalanzaros sobre aquel que os infunde miedo! ¡Que en vuestro amor esté vuestro honor! Poco entiende sino la mujer del honor. Pero que este sea vuestro honor, siempre amar más, de lo que sois amadas, y nunca ser segundas. 

    Que el hombre tenga miedo a la mujer cuando ella ama: entonces toma sobre sí cualquier sacrificio, y cualquier otra cosa carece para ella de valor. Que el hombre tema a la mujer cuando ella odia: porque el hombre es en el fondo de su alma solamente malo, la mujer, sin embargo, es allí maligna. ¿A quién odia la mujer más? – Así habló el hierro al imán: “te odio a tí más, porque atraes, pero no eres suficientemente fuerte para arrastrar hasta tí.” 

    La felicidad del hombre se llama: yo quiero; la felicidad de la mujer se llama: él quiere. “Mira, justo ahora se volvió el mundo perfecto” – así piensa toda mujer cuando obedece desde un amor total. Y obedecer debe la mujer y encontrar una profundidad para su superficie. Superficie es la inclinación de la mujer, una movediza, tormentosa piel que emerge desde un  agua poco profunda. La inclinación del hombre sin embargo es profunda: su río ruge en el interior de cavernas subterráneas. La mujer presiente su poder, pero no lo comprende

    Entonces me contestó la vieja mujercita: “Muchas cosas corteses dijo Zaratustra y en particular para aquellos que son suficientemente jóvenes para ello. ¡Es extraño, Zaratustra conoce poco a las mujeres y sin embargo tiene sobre ellas razón! ¿Sucede esto porque con las mujeres ninguna cosa es imposible? Y ahora toma en agradecimiento una pequeña verdad. ¡Soy ciertamente suficientemente vieja para ella! Envuélvela y sujétale la boca, si no, gritará demasiado alto esta pequeña verdad. 

    “¡Dáme, mujer, tu pequeña verdad!” Dije yo. Y así habló la vieja mujercita: 

    “¿Vas hacia mujeres? ¡No olvides el látigo!”

    Así habló Zaratustra.

    Traducción revisada con asistencia de IA basada en la arquitectura Transformer. Edición orientada por el texto alemán (Colli y Montinari) y la división estructural de Walter Kaufmann.

  • 1.17. DEL CAMINO DEL CREADOR

    ¿Quieres, hermano mío, entrar en la soledad? ¿Quieres buscar el camino hacia tí mismo? Demórate todavía un poco y escúchame. 

    “Quien busca facilmente se pierde a sí mismo. Toda soledad es culpa”: así habla el rebaño. Y tú perteneciste mucho tiempo al rebaño. La voz del rebaño también resonará todavía en tí. Y cuando digas: “No tengo ya una conciencia con vosotros,” entonces será un lamento y un dolor. Mira, este dolor mismo lo engendró esa única conciencia: y el último destello de esa conciencia brilla todavía en tu aflicción. 

    Pero quieres seguir el camino de tu aflicción, el cual es el camino hacia tí mismo. ¡Entonces  muéstrame tu  derecho y tu fuerza para ello! ¿Eres una nueva fuerza y un nuevo derecho? ¿Un primer impulso? ¿Una rueda que gira por sí sola? ¿Puedes forzar incluso a las estrellas a girar en torno a tí?

    ¡Ay, hay tanta lujuria por la altura! ¡Hay tantas convulsiones de los ambiciosos! ¡Muéstrame que no eres uno de los lujuriosos y ambiciosos! 

    ¡Ay, hay tantos grandes pensamientos que no hacen más que un fuelle: hinchan y hacen más vacío!

    ¿Te llamas libre? Quiero oir tu pensamiento más noble, y no que has escapado de un yugo. ¿Eres uno de aquellos a quienes se les podía quitar un yugo? Hay más de uno que tiró su último valor cuando arrojó su servidumbre.  

    ¿Libre de qué? ¿Que le importa eso a Zaratustra? Pero claramente me proclamarán tus ojos: ¿libre para qué?

    ¿Puedes darte a ti mismo tu mal y tu bien y colgar tu voluntad sobre ti como una ley? ¿Puedes ser para ti mismo juez y vengador de tu ley? Terrible es la soledad con el juez y vengador de la propia ley. Así es arrojada una estrella al espacio desolado y al aliento helado de la soledad. Hoy todavía sufres tú por los muchos, tú, el uno: hoy todavía tienes tú tu valor entero y tus esperanzas. Pero un día la soledad te cansará; un día tu orgullo se encorvará y tu valor crujirá. Un día gritarás: “¡Estoy solo!” Un día no verás más tu altura y tu bajeza estará demasiado cerca. Tu sublimidad misma te asustará como un fantasma. Un día gritarás: “¡Todo es falso!”

    Hay sentimientos que quieren matar al solitario; ¡si no lo consiguen, entonces deben morir ellos mismos! ¿Pero eres capaz tú de eso, de ser un asesino? 

    ¿Conoces, hermano mío, ya la palabra “desprecio”? ¿Y el tormento de tu justicia, ser justo con aquellos que te desprecian? Obligas a muchos a reaprender sobre tí; eso te lo tienen en cuenta con dureza. Te acercaste a ellos y sin embargo pasaste de largo: eso no te lo perdonan nunca. Tú vas más allá de ellos: pero cuanto más alto subes, tanto más pequeño te ve el ojo de la envidia. Sin embargo, el más odiado es el que vuela. 

    “Cómo querríais ser justos conmigo! -debes decir- yo escojo para mí vuestra injusticia como la parte  a mí asignada. Injusticia y suciedad lanzan al solitario: pero, hermano mío, si quieres ser una estrella, no debes brillar menos para ellos por eso. 

    ¡Y cuídate de los buenos y los justos! Crucifican gustosamente a los que se inventan su propia virtud,-odian al solitario. Cuídate también de la santa simplicidad. Todo lo que no es simple le parece impío; juega también gustosamente con el fuego – la hoguera. ¡Y cuídate también de los arrebatos de tu amor! Demasiado rápido tiende el solitario la mano a aquel que se encuentra con él. A más de uno no debes darle la mano, sino la pata – y quiero que tu pata también tenga garras. 

    Pero el peor enemigo que puedes encontrar serás siempre tú para tí mismo; tú mismo te acechas en cuevas y bosques. ¡Solitario, recorres el camino hacia tí mismo! Y tú camino pasa más allá de tí mismo y de tus siete demonios. Un hereje serás para tí mismo, y una bruja y un adivino, y un loco y un dudador, y un impío y un villano. Debes querer quemarte en tu propia llama: ¿cómo querrías volverte nuevo, si primero no te has vuelto cenizas?

    Solitario, recorres el camino del creador: quieres crearte un dios a partir de tus siete demonios. 

    Solitario, recorres el camino del amante: te amas a tí mismo y por esa razón te desprecias, como solo los amantes desprecian. Crear quiere el amante porque es un despreciador. ¡Qué sabe del amor aquel que no debió despreciar justamente lo que amó!

    Con tu amor entra en la soledad y con tu creación, hermano mío; y tarde sólo cojeará tras de tí la justicia. 

    Con mis lágrimas entra en tu soledad, hermano mío. Amo a aquel que quiere crear más allá de sí mismo y así sucumbe.

    Así habló Zaratustra.

    Traducción revisada con asistencia de IA basada en la arquitectura Transformer. Edición orientada por el texto alemán (Colli y Montinari) y la división estructural de Walter Kaufmann.

  • 1.16. DEL AMOR AL PRÓJIMO

    Os agolpais alrededor del vecino y téneis bellas palabras para ello. Pero yo os digo: vuestro amor por el prójimo es vuestro mal amor hacia vosotros mismos. Huísteis hacia el prójimo saliendo de vosotros mismos y os gustaría de ello hacer una virtud: pero yo veo a través de vuestra falta de egoísmo. 

    El “tú” es más antiguo que el “yo”; el “tú” ha sido declarado sagrado, pero todavía no el “yo”: así que se abalanza el hombre hacia su prójimo. 

    ¿Os aconsejo yo el amor al prójimo? ¡Mejor todavía os aconsejo la huída del prójimo y el amor al más lejano! Más alto que el amor al prójimo es  el amor al más lejano y al venidero. Más alto aún que el amor a los hombres es el amor a las cosas y los fantasmas. Este fantasma que corre delante de tí, hermano mío, es más hermoso que tú; ¿por qué no le das tu carne y tus huesos? Pero tú tienes miedo y corres hacia tu prójimo.  

    Vosotros no lo soportais con vosotros mismos y no os quereis lo suficiente: por eso quereis tentar al prójimo al amor y doraros con su engaño. ¡Quisiera que no soportarais a ninguna clase de prójimos ni a sus vecinos! Así tendríais que crear, desde vosotros mismos, a vuestro amigo y su corazón desbordante. 

    Vosotros os invitais a un testigo, cuando quereis hablar bien de vosotros. Y cuando lo habeis seducido a pensar bien de vosotros, pensáis vosotros mismos bien de vosotros. 

    No sólo miente quien habla contra su conocimiento, sino más aún quien habla contra su ignorancia. Y así habláis de vosotros mismos en el trato y engañais con vosotros al vecino. 

    Así habla el necio: el contacto con los hombres corrompe el caracter, especialmente cuando uno no tiene ninguno.

    Uno va hacia el prójimo, porque se busca a sí mismo, y el otro, porque querría perderse. Vuestro mal amor a vosotros mismos os hace de la soledad una prisión. Los más lejanos son los que pagan vuestro amor hacia el prójimo; y cuando estáis ya cinco juntos, debe siempre morir un sexto. 

    Tampoco amo vuestras fiestas: encontré en ellas demasiados actores, y también los espectadores se comportaban a menudo como actores.

    No os enseño al prójimo, sino al amigo. Que el amigo sea para vosotros la fiesta de la tierra y un presentimiento del superhombre. Yo os enseño al amigo y su corazón rebosante. Pero hay que saber ser una esponja, si se quiere ser amado por corazones rebosantes. Yo os enseño al amigo en quien el mundo yace completo, un cuenco del bien, el amigo creador, que siempre tiene un mundo completo para regalar. Y como para él el mundo se desenrrolló en pedazos, así se le vuelve a enrollar en anillos, como el devenir del bien a través del mal, como el devenir del propósito nacido del azar. 

    Que el futuro y lo más lejano sean para tí la causa de tu hoy: en tu amigo amarás al superhombre como tu causa.

    Hermanos míos, no os aconsejo el amor al prójimo: os aconsejo el amor al más lejano.

    Así habló Zaratustra. 

    Traducción revisada con asistencia de IA basada en la arquitectura Transformer. Edición orientada por el texto alemán (Colli y Montinari) y la división estructural de Walter Kaufmann.

  • 1.15. DE LAS MIL Y LA ÚNICA META

    Muchas tierras vio Zaratustra y muchos pueblos. Así descubrió el bien y el mal de muchos pueblos. No encontró Zaratustra un poder mayor sobre la tierra que el bien y el mal. 

    Ningún pueblo podría vivir que no valorase primero; pero si quiere conservarse, entonces no debe valorar como valora el vecino. Mucho de lo que un pueblo llama bueno, otro lo llama escarnio y vergüenza: así lo hallé. Muchas cosas encontré aquí llamadas malas, y allí grabadas con honores púrpura. Nunca entendió un vecino al otro: siempre se asombraba su alma de la locura y la maldad del vecino. 

    Una tabla de los bienes cuelga sobre cada pueblo. Mira: es la tabla de sus superaciones; mira: es la voz de su voluntad de poder. 

    Es digno de alabanza lo que le resulta difícil; lo indispensable y difícil se llama bueno, y lo que incluso libera de la más extrema necesidad, lo raro, lo más difícil, eso lo alaba como sagrado. 

    Lo que hace que reine y venza y brille para horror y envidia de sus vecinos: eso vale para él  como lo alto, lo primero, la medida, el sentido de todas las cosas.  

    En verdad, hermano mío: si conociste la necesidad, la tierra, el cielo y el vecino de un pueblo, entonces has adivinado la ley de sus superaciones y por qué sube, por esta escalera, hacia su esperanza. 

    “Siempre serás el primero y te adelantarás a los otros: a nadie ha de amar tu alma celosa excepto al amigo”: esto hizo estremecer el alma a un Griego: y así siguió su camino hacia la grandeza. 

    “Decir la verdad” y “tratar bien con arco y flecha” eso le parecía, al mismo tiempo, grato y arduo al pueblo del que procede mi nombre – el nombre que a mí también me resulta grato y dificil. 

    Honrar al padre y a la madre y estar a su servicio hasta la raíz del alma: esta tabla de superación colgó otro pueblo sobre sí, y con ello se hizo poderoso y eterno. 

    Practicar la lealtad y por el bien de la lealtad poner el honor y la sangre incluso en cosas malas y peligrosas: instruyéndose así, se conquistó otro pueblo a sí mismo y conquistándose así se volvió preñado y pesado de grandes esperanzas. 

    En verdad, los hombres se dieron a sí mismos todo su bien y su mal. En verdad, no lo tomaron, no lo encontraron, no les cayó como una voz del cielo. Valores puso primero el hombre en las cosas para preservarse, – ¡él dió el primero el sentido a las cosas, un sentido humano! Por eso se llamó a sí mismo “hombre,” esto es: el que valora. 

    Valorar es crear: escuchadlo, creadores. El valorar mismo es, de todas las cosas valoradas, el tesoro y la joya. Por el valorar en primer lugar existe el valor: y sin el valorar estaría la nuez de la existencia hueca. Escuchadlo, creadores. 

    Cambio de valores – eso es, cambio de los creadores. Siempre destruye quien ha de ser un creador. 

    Los creadores fueron primero los pueblos, y sólo más tarde los individuos. En verdad el individuo mismo es todavía la creación más reciente. 

    Los pueblos colgaron una vez sobre sí una tabla del bien. El amor que quiere reinar, y el amor que quiere obedecer, crearon juntos esas tablas. 

    Más antiguo es el placer en el rebaño que el placer en el yo: y mientras la mala conciencia se  llame rebaño, dice sólo la mala conciencia: Yo. 

    En verdad, el yo astuto, el despiadado, que busca su provecho en el provecho de muchos, no es el origen del rebaño, sino su ocaso. 

    Amantes fueron siempre, y creadores, los que crearon el bien y el mal. Fuego de amor arde en los nombres de todas las virtudes y fuego de cólera.

    Muchas tierras vió Zaratustra, y muchos pueblos; no encontró Zaratustra poder más grande sobre la tierra que las obras de los amantes: “bien” y “mal” es su nombre.

    En verdad, un monstruo es el poder de este alabar y censurar. Decid, ¿quién me lo conquista, hermanos? Decid, ¿quién arroja a este monstruo el cepo sobre los mil cuellos? 

    Mil metas ha habido hasta ahora, porque ha habido mil pueblos. Sólo el cepo para los mil cuellos falta todavía, falta la única meta. Todavía no tiene la humanidad meta. 

    Pero decidme, hermanos míos, si a la humanidad le falta todavía una meta, ¿no le falta entonces también ella misma?

    Así habló Zaratustra.  

    Traducción revisada con asistencia de IA basada en la arquitectura Transformer. Edición orientada por el texto alemán (Colli y Montinari) y la división estructural de Walter Kaufmann.

  • 1.14. DEL AMIGO

    “Uno es siempre demasiado a mi alrededor” – así piensa el ermitaño. “Siempre una vez uno – eso da con el tiempo dos.”

    Yo y Mi mismo estamos siempre demasiado entusiasmados en la conversación: 

    ¿Cómo podría soportarse eso, si no hubiera un amigo? Para el ermitaño, el amigo es siempre el tercero: el tercero es el corcho que impide que la conversación de los dos se hunda en lo profundo. ¡Ay! hay demasiadas profundidades para todos los ermitaños. Por eso anhelan tanto un amigo y su altura. 

    Nuestra fe en otros delata en qué aspecto nos gustaría tener fe en nosotros mismos. Nuestro anhelo por un amigo es nuestro delator. Y a menudo se quiere con el amor solo saltar por encima de la envidia. Y a menudo se ataca y se convierte uno en enemigo de alguien, para ocultar que se es vulnerable. “¡Se al menos mi enemigo!” – así habla la verdadera reverencia, que no se atreve a pedir amistad. 

    Si se quiere tener un amigo, también se debe querer hacer la guerra por él; y para hacer la guerra, se debe ser capaz de ser enemigo. 

    Uno debería en su amigo todavía honrar al enemigo. ¿Puedes acercarte a tu amigo sin pasarte a su lado? 

    En su amigo debería uno tener a su mejor enemigo. Deberías estarle más cerca con el corazón cuando le opones resistencia. 

    ¿Quieres no llevar ningún atavío delante de tu amigo? ¿Ha de ser el honor de tu amigo que te le ofrezcas tal como eres? ¡Pero el te manda al diablo por eso! Quien no hace disimulo de sí, escandaliza: ¡tanto fundamento tenéis para temer la desnudez! Si, si fuerais dioses, entonces os estaría permitido avergonzaros de vuestros atavíos. No puedes arreglarte lo bastante para tu amigo; pues debes ser para el una flecha y un anhelo hacia el superhombre.

    ¿Has visto ya a tu amigo dormir – para saber cómo es su aspecto? ¿Qué es, por lo demás, el rostro de tu amigo? Es tu propio rostro en un espejo tosco e imperfecto. 

    ¿Has visto ya a tu amigo dormir? ¿No te asustaste de que tuviera ese aspecto? Oh, amigo mío: el hombre es algo que debe ser superado. 

    En adivinar y en callar debería el amigo ser un maestro: no debes querer verlo todo. Tu sueño te revelará lo que tu amigo hace en la vigilia. 

    Que tu compasión sea un adivinar: que primero sepas si tu amigo quiere compasión. Quizás ama en ti el ojo inquebrantable y la mirada de la eternidad. Que la compasión por el amigo se esconda bajo una concha dura; contra ella deberías romperte un diente. Así tendrá su delicadeza y su dulzura.

    ¿Eres aire puro y soledad y pan y medicina para tu amigo? Muchos no pueden romper sus propias cadenas – y sin embargo son un redentor para su amigo. 

    ¿Eres un esclavo? Entonces no puedes ser amigo. ¿Eres un tirano? Entonces no puedes tener amigos. Durante demasiado tiempo hubo en la mujer un esclavo y un tirano ocultos. Por eso la mujer no es todavía capaz de la amistad: conoce solo el amor. 

    En el amor de una mujer hay injusticia y ceguera contra todo lo que no ama. Y aún en el amor consciente de la mujer hay siempre asalto y relámpago y noche junto a la luz.

    Todavía no es capaz la mujer de la amistad. Gatos son siempre todavía las mujeres, y pájaros. O, en el mejor de los casos, vacas. 

    Todavía no es capaz la mujer de la amistad. Pero decidme, vosotros hombres: ¿quién de vosotros es entonces capaz de la amistad?

    ¡Oh vuestra pobreza, hombres, y vuestra mezquindad del alma! Lo que dais a vuestros amigos, eso quiero darlo yo incluso a mis enemigos – ¡y no seré más pobre por ello! 

    Existe la camaradería – ¡ojalá exista la amistad!

    Así habló Zaratustra.

    Traducción revisada con asistencia de IA basada en la arquitectura Transformer. Edición orientada por el texto alemán (Colli y Montinari) y la división estructural de Walter Kaufmann.