Category: Zaratustra III

  • 3.16. LOS SIETE SELLOS (O: LA CANCIÓN DEL SÍ Y EL AMÉN)

    [1]Si soy un adivino, y lleno de ese espíritu profético que camina sobre un alto yugo entre dos mares, entre lo pasado y lo futuro camina como una nube pesada, hostil a las bochornosas bajuras y a todo lo que está cansado y no puede ni morir ni vivir; preparado para el relámpago en el oscuro pecho y para el rayo de luz redentor, grávido de relámpagos que dicen ¡Sí!, que ríen ¡Sí!, para haces de relámpagos proféticos: — bienaventurado es el así grávido. Y en verdad, largo tiempo debe pender como un pesado temporal sobre la montaña quien un día haya de encender la luz del porvenir. ¿Oh, cómo no habría de estar yo en celo por la eternidad y por el anillo nupcial de los anillos, — el anillo del retorno?


    Nunca aún encontré a la mujer de la que quisiera tener hijos, exceptuando esta mujer a quien amo: porque te amo, oh eternidad.


    Porque te amo, oh eternidad.

    [2] Si mi cólera alguna vez quebró sepulcros, movió mojones y rodó viejas tablas rotas a escarpadas profundidades; si mi escarnio alguna vez deshizo con su soplo palabras podridas, y llegué como una escoba a las arañas cruceras y como viento barredor a las antiguas criptas enmudecidas; si alguna vez me senté exultante donde los viejos dioses yacen enterrados, bendiciendo al mundo, amando al mundo, junto a los monumentos de los viejos calumniadores del mundo: — pues incluso iglesias y tumbas de dioses amo yo, cuando el cielo, de mirada pura, mira a través de sus techos derruidos; con gusto me siento, como la hierba y las rojas amapolas, sobre iglesias derruidas. ¿Oh, cómo no habría de estar yo en celo por la eternidad y por el anillo nupcial de los anillos, — el anillo del retorno?


    Nunca aún encontré a la mujer de la que quisiera tener hijos, exceptuando esta mujer a quien amo: porque te amo, oh eternidad.


    Porque te amo, oh eternidad.

    [3] Si alguna vez un aliento vino a mí del aliento creador y de esa celestial necesidad que fuerza aún al azar a danzar corros de estrellas; si alguna vez reí con la risa del relámpago creador, al que, retumbando pero obediente, sigue el largo trueno del acto; si alguna vez jugué a los dados con los dioses en la mesa de dioses de la tierra, de modo que la tierra tembló y se abrió y vomitó hacia lo alto ríos de fuego: — pues una mesa de dioses es la tierra, y tiembla por las nuevas palabras creadoras y por los lanzamientos de dados divinos: ¿Oh, cómo no habría de estar yo en celo por la eternidad y por el anillo nupcial de los anillos, — el anillo del retorno?


    Nunca aún encontré a la mujer de la que quisiera tener hijos, exceptuando esta mujer a quien amo: porque te amo, oh eternidad.


    Porque te amo, oh eternidad.

    [4] Si alguna vez bebí un copioso trago de ese cántaro espumeante de sazonar y mezclar, en el que todas las cosas están bien mezcladas; si mi mano alguna vez vertió lo más lejano en lo más próximo, y fuego al espíritu, y placer al sufrimiento, y lo peor a lo más bondadoso; si yo mismo soy un grano de esa sal redentora que hace que todas las cosas se mezclen bien en el cántaro de mezclar: — pues hay una sal que liga lo bueno con lo malo; y también lo peor es digno de sazonar y de ese último rebosar: ¿Oh, cómo no habría de estar yo en celo por la eternidad y por el anillo nupcial de los anillos, — el anillo del retorno?


    Nunca aún encontré a la mujer de la que quisiera tener hijos, exceptuando esta mujer a quien amo: porque te amo, oh eternidad.


    Porque te amo, oh eternidad.

    [5] Si soy afín al mar y a todo lo que es índole del mar, y más afín aún cuando me contradice airado; si en mí hay ese deseo buscador que impulsa las velas hacia lo inexplorado, si hay en mi deseo un deseo de navegante; si alguna vez mi regocijo exclamó: “la costa se desvaneció, ahora cayó de mí la última cadena; lo ilimitado ruge a mi alrededor, muy hacia lo lejos brillan para mí el espacio y el tiempo, ¡Ea! ¡Arriba, viejo corazón!”: ¿Oh, cómo no habría de estar yo en celo por la eternidad y por el anillo nupcial de los anillos, — el anillo del retorno?


    Nunca aún encontré a la mujer de la que quisiera tener hijos, exceptuando esta mujer a quien amo: porque te amo, oh eternidad.


    Porque te amo, oh eternidad.

    [6] Si mi virtud es la virtud de un danzarín, y a menudo he saltado con ambos pies a un éxtasis de oro y esmeralda; si mi malicia es una malicia riente, en su casa bajo emparrados de rosas y entre setos de lirios: — pues en la risa está todo lo malo junto, pero santificado y absuelto por su propia bienaventuranza; y si esto es mi alfa y omega: que todo lo pesado se vuelva ligero, todo cuerpo danzarín, todo espíritu pájaro; y, en verdad, esto es mi alfa y omega: — ¿Oh, cómo no habría de estar yo en celo por la eternidad y por el anillo nupcial de los anillos, — el anillo del retorno?


    Nunca aún encontré a la mujer de la que quisiera tener hijos, exceptuando esta mujer a quien amo: porque te amo, oh eternidad.


    Porque te amo, oh eternidad.

    [7] Si alguna vez extendí cielos silenciosos sobre mí y volé con mis propias alas a mis propios cielos; si nadé jugando en profundas lejanías de luz, y llegó la sabiduría-pájaro de mi libertad: — mas la sabiduría-pájaro habla así: “Mira, no hay arriba, no hay abajo. Arrójate de un lado a otro, hacia fuera, hacia atrás, tú, ligero. ¡Canta, no hables más! ¿No están todas las palabras hechas para los pesados? ¿No mienten al ligero todas las palabras? ¡Canta, no hables más!” ¿Oh, cómo no habría de estar yo en celo por la eternidad y por el anillo nupcial de los anillos, — el anillo del retorno?


    Nunca aún encontré a la mujer de la que quisiera tener hijos, exceptuando esta mujer a quien amo: porque te amo, oh eternidad.


    Porque te amo, oh eternidad.

    Traducción desde el alemán (ed. crítica Colli-Montinari), revisada con ayuda de IA basada en arquitectura Transformer, siguiendo la segmentación de párrafos de Walter Kaufmann.

  • 3.15. LA OTRA CANCIÓN PARA LA DANZA

    [1] En tu ojo miré recientemente, oh vida: oro vi relucir en tu ojo-noche; mi corazón quedó inmóvil ante esa voluptuosidad. Una barca de oro vi relucir sobre aguas nocturnas, una barca que se hundía, bebía y de nuevo hacía señas, un barquichuelo oscilante de oro. A mi pie, frenético por danzar, lanzaste una mirada, una mirada oscilante, risueña, interrogante, fundente. Apenas dos veces agitaste tu crótalo con manos pequeñas: y ya oscilaba mi pie, por frenesí de danzar.

    Mis talones se alzaron, mis dedos de los pies escucharon con atención para entenderte: pues el danzarín lleva el oído en los dedos de los pies.

    Salté hacia ti: entonces huiste de mi salto; y me lengüeteó la huidiza, voladora lengua de tu pelo.

    Salté lejos de ti y de tus serpientes; entonces ya estabas allí, medio vuelta, el ojo lleno de deseo.

    Con torcidas miradas me enseñas torcidas sendas; sobre torcidas sendas aprende mi pie mañas.

    Te temo en la cercanía, te amo en la distancia; tu huida me atrae, tu buscar me frena: sufro, ¿pero qué no sufrí por ti con agrado?

    Aquella cuyo frío inflama, cuyo odio tienta, cuya huida ata, cuyo escarnio agita.

    ¿Quién no te odió a ti, a ti, gran atadora, tentadora, buscadora, halladora? ¿Quién no te amó a ti, a ti, inocente, impaciente, con alma de viento, pecadora con ojos infantiles?

    ¿Adónde me arrastras ahora, tú, prodigio y desatada? Y ahora me huyes de nuevo, tú, dulce criatura montaraz e ingratitud.

    Danzo tras de ti, te sigo también sobre débil huella. ¿Dónde estás? ¡Dame la mano! ¡O un dedo solo!

    Aquí hay cuevas y espesuras; nos perderemos. ¡Alto! ¡Queda inmóvil! ¿No ves búhos y murciélagos zumbando en vuelo?

    ¡Tú, búho! ¡Tú, murciélago! ¿Quieres parodiarme? ¿Dónde estamos? De los perros aprendiste ese aullar y ese ladrar.

    Desnudas graciosamente blancos dientecillos para mí; tus ojos perversos saltan hacia mí desde melenita rizada.

    Esta es una danza sobre troncos y piedras: soy el cazador; ¿quieres ser mi perro o mi gamuza?

    ¡Ahora a mi lado! ¡Y deprisa, taimada saltarina! ¡Ahora arriba! ¡Y al otro lado! ¡Ay! ¡Entonces caí yo mismo al saltar!

    Oh mírame tú, desmesura, yacer e implorar clemencia. Con gusto querría recorrer contigo más encantadores senderos.

    Los caminos del amor a través de silenciosos, multicolores matorrales. O a lo largo del lago: ahí nadan y danzan peces de colores.

    ¿Estás ahora cansada? Por ahí hay ovejas y el arrebol de la tarde. ¿No es hermoso dormir cuando los pastores tocan la flauta?

    ¿Estás tan terriblemente cansada? Te llevo hasta allí; deja solo los brazos caer. Y si tienes sed, tendría quizá algo… pero tu boca no lo quiere beber.

    ¡Oh esta maldita, ágil, flexible serpiente y escurridiza bruja! ¿Dónde te has ido? Pero en mi cara siento, de tu mano, dos toques y dos manchas rojas.

    Estoy, en verdad, cansado de siempre ser tu pastor ovejuno. Tú, bruja, he cantado yo para ti hasta ahora; ahora has de gritar tú para mí.

    ¡Al compás de mi látigo has de danzar y gritar para mí! ¿No olvidé el látigo, verdad? — ¡No!

    [2] Entonces me replicó la vida así y al mismo tiempo se tapaba las delicadas orejas: «¡Oh Zaratustra, no chasques tan terriblemente con tu látigo! Lo sabes, sí: el ruido asesina los pensamientos, — y justo ahora me vienen pensamientos tan tiernos. Somos ambos los dos auténticos no-bien-hechores y no-mal-hechores. Más allá del bien y del mal encontramos nuestra isla y nuestra verde pradera — nosotros dos solos. Por eso debemos ser afectuosos el uno con el otro. Y aunque no nos amemos desde el fondo del corazón, ¿debe sentirse resquemor por no amarse desde el fondo del corazón? Y que yo soy afectuosa contigo y, a menudo, demasiado afectuosa, eso lo sabes; y el fondo de ello es que estoy celosa de tu sabiduría. ¡Ah, esa loca y vieja necia, la sabiduría! Si tu sabiduría alguna vez se te escapara corriendo, ¡ay!, entonces también mi amor correría enseguida lejos de ti.»

    A continuación la vida miró pensativa hacia atrás y en torno suyo y dijo en voz baja: «¡Oh Zaratustra, no me eres lo bastante fiel! No me amas ni de lejos tanto como dices; sé que piensas en que quieres abandonarme pronto. Hay una vieja y pesada, muy pesada campana zumbona que por la noche hace llegar su zumbido hasta tu cueva: — cuando oyes a esa campana dar la hora de medianoche, entonces, entre una y doce, piensas en ello — piensas en ello, oh Zaratustra, lo sé, en que quieres abandonarme pronto.»

    «Sí —repliqué vacilante—, pero tú también lo sabes…» Y le dije algo al oído, justo en medio de sus enredados, amarillos, locos mechones de pelo. «Tú sabes eso, ¡oh Zaratustra! Eso no lo sabe nadie.» Y nos miramos y miramos hacia la verde pradera, sobre la cual justo entonces el fresco atardecer corría, y lloramos juntos. Pero entonces la vida me fue más querida que nunca antes toda mi sabiduría.

    Así habló Zaratustra.

    [3]¡Uno!
    ¡Oh hombre, presta atención!

    ¡Dos!
    ¿Qué dice la profunda medianoche?

    ¡Tres!
    «Yo dormía, dormía —»

    ¡Cuatro!
    «De profundo sueño he despertado —»

    ¡Cinco!
    «El mundo es profundo,»

    ¡Seis!
    «Y más profundo de lo que el día pensó.»

    ¡Siete!
    «Profundo es su dolor —»

    ¡Ocho!
    «El placer — más profundo aún que el dolor del corazón:»

    ¡Nueve!
    «El dolor dice: ¡pasa!»

    ¡Diez!
    «Pero todo placer quiere eternidad —»

    ¡Once!
    «— quiere profunda, profunda eternidad.»

    ¡Doce!»

    Traducción revisada con asistencia de IA basada en la arquitectura Transformer. Edición orientada por el texto alemán (Colli y Montinari) y la división estructural de Walter Kaufmann.

  • 3.14. DEL GRAN ANHELO

    Oh alma mía, te enseñé a decir “hoy” como “una vez” y “antaño”, y a danzar tu corro por encima de todo aquí y ahí y allá.

    Oh alma mía, te redimí de todos los rincones; barrí el polvo, las arañas y el crepúsculo de ti.

    Oh alma mía, lavé la pequeña vergüenza y la virtud-de-rincón de ti, y te persuadí a estar en pie desnuda ante los ojos del sol. Con la tormenta que se llama “espíritu” soplé sobre tu mar embravecido; soplando alejé de allí todas las nubes, y estrangulé incluso a la estranguladora que se llama “pecado”.

    Oh alma mía, te di el derecho a decir no como la tormenta y a decir sí como dice sí el cielo abierto. Estás quieta como la luz y ahora caminas a través de tormentas negadoras.

    Oh alma mía, te devolví la libertad sobre lo creado y lo increado; ¿y quién conoce, como tú la conoces, la voluptuosidad de lo futuro?

    Oh alma mía, te enseñé el desprecio que no llega como carcoma de gusano, el gran, el amante desprecio, que más ama allí donde más desprecia.

    Oh alma mía, te enseñé a persuadir de tal manera que persuades hacia ti los fundamentos mismos: como el sol, que aun al mar lo persuade a su altura.

    Oh alma mía, tomé de ti todo obedecer, doblar la rodilla y decir “Señor”; y yo mismo te di los nombres de “giro de la necesidad” y “destino”.

    Oh alma mía, te di nuevos nombres y juguetes multicolores; te llamé “destino”, “límite de los límites”, “cordón umbilical del tiempo” y “campana azur”.

    Oh alma mía, a tu tierra le di toda la sabiduría para beber, todos los vinos nuevos, y también todos los inmemorialmente viejos y recios vinos de la sabiduría.

    Oh alma mía, cada sol lo derramé sobre ti, y cada noche, y cada silencio, y cada anhelo: entonces creciste para mí como una vid.

    Oh alma mía, desbordante de riqueza y pesada te yergues ahora ahí, una vid con ubres henchidas y apretados racimos de oro pardo; apretada y oprimida por tu felicidad, esperando en tu sobreabundancia, y aún tímida de tu esperar.

    Oh alma mía, ahora no hay en ninguna parte un alma que sea más amante, más envolvente y más vasta. ¿Dónde estarían futuro y pasado más estrechamente unidos que en ti?

    Oh alma mía, te lo he dado todo, y todas mis manos han quedado vacías por ti; y ahora — ahora me dices, sonriendo y llena de melancolía: “¿Quién de nosotros ha de agradecer? ¿No tiene el dador que agradecer que el que recibe reciba? ¿No es dar una necesidad? ¿No es recibir — compasión?”

    Oh alma mía, entiendo la sonrisa de tu melancolía: tu sobreabundancia misma extiende ahora manos anhelantes. Tu plenitud mira por encima de rugientes mares, busca y espera; el anhelo de la sobre-plenitud mira desde tu sonriente cielo de ojos. Y en verdad, oh alma mía: ¿quién vería tu sonrisa y no se derretiría en lágrimas? Los mismos ángeles se derriten en lágrimas ante la sobre-bondad de tu sonrisa. Es tu bondad y sobre-bondad la que no quiere quejarse ni llorar; y, sin embargo, anhela, oh alma mía, tu sonrisa lágrimas, y tu temblorosa boca sollozos. “¿No es todo llorar un lamentar? ¿Y no es todo lamentar — una acusación?” Así te hablas a ti misma, y por eso quieres tú, oh alma mía, sonreír más bien que derramar tu dolor — en lágrimas que se precipitan derramar todo tu dolor sobre tu plenitud y sobre toda el ansia de la vid por el vendimiador y su cuchillo.

    Pero si no quieres llorar, si no quieres desahogar llorando tu púrpura melancolía, entonces deberás cantar, oh alma mía. Mira, yo mismo sonrío, yo, que esto te predigo: cantar con canto rugiente, hasta que todos los mares se aquieten para escuchar tu anhelo; hasta que sobre mares quietos y anhelantes flote el bote, la maravilla dorada, alrededor de cuyo oro todas las cosas buenas, malas y extrañas danzan y saltan, también mucho animal grande y pequeño, y todo lo que tiene pies ligeros y extraños, para que pueda correr por senderos color violeta, hacia la maravilla dorada, el bote voluntario, y hacia su señor; pero ese es el vendimiador, el que espera con su cuchillo diamantino, tu gran libertador, oh alma mía, el sin nombre, a quien solo los cantos futuros hallarán nombre. Y en verdad, ya huele tu aliento a cantos futuros; ya brillas y sueñas, ya bebes sedienta en todos los hondos, resonantes pozos de consuelo, ya descansa tu aliento en la bienaventuranza de los cantos futuros.

    Oh alma mía, ahora te lo he dado todo y también mi último don, y todas mis manos han quedado vacías por ti: que te mandara cantar, mira, eso fue mi último don. Que te mandara cantar: habla ahora, habla, ¿quién de nosotros, en este momento, ha de agradecer? Pero mejor aún: cántame, cántame, oh alma mía, y déjame a mí agradecer.

    Así habló Zaratustra.


    Traducción revisada con asistencia de IA basada en la arquitectura Transformer. Edición orientada por el texto alemán (Colli y Montinari) y la división estructural de Walter Kaufmann.

  • 3.13. EL CONVALECIENTE

    [1] Una mañana, no mucho después de su regreso a la cueva, Zaratustra saltó de su lecho como un loco, gritó con voz terrible y se comportó como si aún yaciera alguien en el lecho que no quisiera levantarse de allí; y así resonó la voz de Zaratustra, que sus animales acudieron espantados, y que de todas las cuevas y escondrijos vecinos a la cueva de Zaratustra se escabulló toda clase de animales — volando, aleteando, arrastrándose, saltando, según la índole de pie y de ala que les fue dada. Pero Zaratustra dijo estas palabras:

    ¡Arriba, pensamiento abismal, desde mi profundidad! Soy tu gallo y alba de la mañana, gusano adormilado: ¡arriba! ¡arriba! Mi voz ha de cacarearte ya despierto. Desata los grilletes de tus oídos: ¡escucha! Porque quiero escucharte. ¡Arriba! ¡arriba! Aquí hay trueno suficiente para que hasta las tumbas aprendan a escuchar. Y límpiate el sueño y toda torpeza y ceguera de los ojos. Escúchame también con los ojos: mi voz es un remedio aún para los nacidos ciegos. Y una vez despierto, has de permanecer despierto eternamente. No es mi índole despertar del sueño a las tatarabuelas para mandarles — que continúen durmiendo.

    ¿Te mueves, te estiras, resuellas? ¡Arriba! ¡arriba! No has de resollar, has de hablarme. Zaratustra, el impío, te convoca. Yo, Zaratustra, el intercesor de la vida, el intercesor del sufrimiento, el intercesor del círculo — te convoco, mi pensamiento más abismal.

    ¡Salve a mí! Vienes, te escucho. Mi abismo habla, mi última profundidad la he vuelto del revés hacia la luz. ¡Salve a mí! ¡Acércate! ¡Dame la mano — ja! ¡suelta! ¡ja, ja! — náusea, náusea, náusea — ¡ay de mí!

    [2] Pero apenas hubo Zaratustra pronunciado estas palabras, cayó al suelo como un muerto y permaneció mucho tiempo como un muerto. Y cuando volvió en sí, estaba pálido y tembloroso, quedó tendido y durante mucho tiempo no quiso ni comer ni beber. Tal estado duró en él siete días; sus animales no lo abandonaron, sin embargo, ni de día ni de noche, excepto que el águila salía volando en busca de alimento. Y lo que traía y reunía como botín lo depositaba sobre el lecho de Zaratustra, así que Zaratustra finalmente yacía entre bayas amarillas y rojas, uvas, manzanas de rosa, hierbas fragantes y piñas de pino. Pero a sus pies yacían tendidos dos corderos que el águila, con esfuerzo, había arrebatado a sus pastores.

    Finalmente, después de siete días, Zaratustra se levantó de su lecho, tomó una manzana de rosa en la mano, la olió y su olor le pareció grato. Entonces creyeron sus animales que había llegado el momento de hablar con él.

    “Oh Zaratustra —dijeron—, ya yaces así siete días, con ojos pesados: ¿no quieres ponerte por fin de nuevo sobre tus pies? Sal de tu cueva: el mundo te espera como un jardín. El viento juega con densas fragancias que desean llegar hasta ti; y todos los arroyos querrían correr tras de ti. Todas las cosas te anhelan, porque permaneciste siete días solo. ¡Sal de tu cueva! Todas las cosas quieren ser tus médicos. ¿Te llegó quizá un nuevo saber, uno amargo, pesado? Como masa fermentada yacías; tu alma se alzaba y se hinchaba más allá de todos sus bordes.”

    “Oh animales míos —replicó Zaratustra—, parlotead, pues, y dejadme escuchar. Me reconforta tanto que parloteéis: donde se parlotea, allí se me presenta ya el mundo como un jardín. Qué hermoso es que haya palabras y sonidos: ¿no son palabras y sonidos arcoiris y puentes ilusorios entre lo eternamente separado?”

    A cada alma le corresponde otro mundo; para cada alma toda otra alma es un trasmundo. Entre lo más semejante, precisamente, miente la apariencia de la forma más bella, pues la grieta más pequeña es la más difícil de salvar.

    Para mí — ¿cómo habría un fuera-de-mí? No hay afuera. Pero eso lo olvidamos con todos los sonidos; qué hermoso es que lo olvidemos. ¿No han sido regalados nombres y sonidos a las cosas para que el hombre se reconforte en las cosas? Es una hermosa locura, el hablar: con ello danza el hombre por encima de todas las cosas. ¡Qué hermoso es todo decir y toda mentira de los sonidos! Con los sonidos danza nuestro amor sobre arcoiris de muchos colores.

    “Oh Zaratustra —dijeron a esto los animales—, para quienes piensan como nosotros, todas las cosas danzan ellas mismas: eso viene, se da la mano, ríe y huye — y regresa. Todo se va, todo regresa; eternamente rueda la rueda del ser. Todo muere, todo florece de nuevo; eternamente corre el año del ser. Todo se quiebra, todo es nuevamente ensamblado; eternamente se construye a sí misma la misma casa del ser. Todo se separa, todo se saluda de nuevo; eternamente permanece fiel a sí mismo el anillo del ser. En cada ahora comienza el ser; alrededor de cada aquí rueda la esfera del allí. El centro está en todas partes. Torcida es la senda de la eternidad.”

    “¡Oh vosotros, pícaros locos y organillos! —replicó Zaratustra y sonrió de nuevo—, qué bien sabéis lo que en siete días debía cumplirse — y cómo ese monstruo se me arrastró a la garganta y me estranguló. Pero yo le mordí la cabeza y la escupí lejos de mí. ¿Y vosotros, ya habéis hecho una canción de organillo de ello? Pero ahora yazgo aquí, cansado aún de ese morder y escupir lejos, enfermo aún de mi propia redención. ¿Y vosotros contemplasteis todo eso? Oh animales míos, ¿sois también vosotros crueles? ¿Habéis querido contemplar mi gran dolor, como hacen los hombres? Pues el hombre es el animal más cruel.”

    En tragedias, corridas de toros y crucifixiones es donde hasta ahora se ha sentido mejor en la tierra; y cuando se inventó para sí el infierno, mira, eso fue entonces su cielo en la tierra.”

    “Cuando el gran hombre grita, al punto acude el pequeño; y la lengua se le sale del cuello de pura lascivia. Pero él lo llama su “compasión””

    El hombre pequeño, especialmente el poeta — ¡con cuánta avidez acusa a la vida en palabras! Escuchad, pero no dejéis de escuchar el placer que hay en todo acusar. A tales acusadores de la vida los sobrepasa la vida con un parpadeo. “¿Me amas?”, dice la insolente; “espera aun un poco; aun no tengo tiempo para ti.”

    El hombre es contra sí mismo el animal más cruel; y en todo lo que a sí mismo “pecador” y “portador de la cruz” y “penitente” se llama, no dejéis de escuchar la voluptuosidad que hay en ese lamento y acusación.

    Y yo mismo, ¿quiero con esto ser acusador del hombre? Ay, animales míos, esto solo aprendí hasta ahora: que al hombre lo peor que hay en él le es necesario para lo mejor que hay en él, — que todo lo peor es su mejor fuerza y la piedra más dura para el más alto creador; y que el hombre tiene que volverse mejor y más malo.

    No a este madero de suplicio fui atado: saber que el hombre es malo, sino que grité como aun nadie ha gritado: “¡Ay, que lo peor en él sea tan pequeño! ¡Ay, que lo mejor en él sea tan pequeño!”

    El gran hastío del hombre — eso me estranguló y se me arrastró a la garganta; y lo que vaticinó el adivino: “Todo es igual, nada vale la pena, el saber estrangula.” Un largo crepúsculo cojeaba delante de mí, una tristeza mortalmente cansada, ebria de muerte, que hablaba con boca bostezante. “Eternamente regresa el hombre del que tú estás cansado, el pequeño hombre” — así bostezaba mi tristeza, y arrastraba el pie y no podía dormirse. En cueva se me convirtió la tierra de los hombres, su pecho se hundió hacia dentro, todo lo viviente se me volvió podredumbre de hombres, y huesos, y carcomido pasado. Mi suspiro se sentó sobre todas las tumbas de los hombres y ya no pudo levantarse; mi suspiro y mi preguntar graznaban y estrangulaban y roían y se lamentaban día y noche: “¡Ay, el hombre regresa eternamente! ¡El pequeño hombre regresa eternamente!”

    Desnudos los había visto una vez a ambos, al hombre más grande y al hombre más pequeño: demasiado parecidos el uno al otro, — demasiado humano también el más grande. ¡Demasiado pequeño el más grande! — eso fue mi hastío del hombre. Y el eterno retorno también del más pequeño — eso fue mi hastío de toda existencia. ¡Ay, náusea, náusea, náusea! —

    Así habló Zaratustra, y suspiró y se estremeció; pues recordó su enfermedad. Pero entonces sus animales no le dejaron seguir hablando.

    “¡No sigas hablando, tú convaleciente!” —así le replicaron sus animales—, sino sal fuera, donde el mundo te aguarda como un jardín. Sal fuera a las rosas y a las abejas y a las bandadas de palomas; pero especialmente a los pájaros cantores, para que de ellos aprendas a cantar. Pues cantar es para el que convalece; el sano puede hablar. Y cuando también el sano quiere canciones, quiere canciones distintas de las del que convalece.”

    “¡Oh vosotros, pícaros locos y organillos, callad ya!” respondió Zaratustra y se sonrió de sus animales. “¡Qué bien sabéis qué consuelo inventé para mí en siete días! Que debo volver a cantar — ese consuelo inventé para mí y esta convalecencia: ¿queréis vosotros también hacer enseguida de eso una canción de organillo de nuevo?”

    “No sigas hablando” —le replicaron una vez más sus animales—; “mejor aun, tú, convaleciente, prepara para ti primero una lira, ¡una nueva lira! Porque mira, oh Zaratustra, para tus nuevas canciones son menester nuevas liras. Canta y ruge desbordándote, oh Zaratustra, sana con nuevas canciones tu alma, para que puedas soportar tu gran destino, que aún no ha sido el destino de ningún hombre. Porque tus animales lo saben bien, oh Zaratustra, quién eres y debes llegar a ser: mira, eres el maestro del eterno retorno; ese es ahora tu destino. Que tú, como el primero, debas enseñar esta enseñanza, ¿cómo no habría de ser este gran destino también tu más grande peligro y enfermedad?”

    “Ahora muero y desaparezco — dirías —, y en un ahora soy una nada. Las almas son tan mortales como los cuerpos. Pero el nudo de las causas regresa de nuevo, en el que estoy enredado; este volverá a crearme. Yo mismo pertenezco a las causas del eterno retorno. Vengo de nuevo, con este sol, con esta tierra, con este águila, con esta serpiente — no a una vida nueva, ni a una vida mejor, ni a una vida parecida: vengo eternamente de nuevo a esta misma e idéntica vida, en lo más grande y en lo más pequeño, para enseñar de nuevo el eterno retorno de todas las cosas, para pronunciar de nuevo la palabra del gran mediodía de la tierra y del hombre, para proclamar de nuevo el superhombre a los hombres. Hablé mi palabra, me quiebro en mi palabra: así lo quiere mi suerte eterna; como proclamador perezco. Ahora ha llegado la hora de que el que desciende se bendiga a sí mismo. Así termina el descenso de Zaratustra.”

    Cuando los animales hubieron hablado estas palabras, callaron y esperaron a que Zaratustra les dijera algo; pero Zaratustra no oyó que callaban. Más bien permaneció tendido, con los ojos cerrados, semejante a alguien que duerme, aunque no dormía; pues conversaba en ese momento con su alma. Pero la serpiente y el águila, cuando lo encontraron así silencioso, honraron la gran quietud que había en torno a él y se marcharon con cautela de allí.

  • 3.12. DE TABLAS VIEJAS Y NUEVAS

    [1]Aquí me siento y espero, viejas tablas rotas a mi alrededor, y también nuevas tablas a medio escribir. ¿Cuándo llegará mi hora? — la hora de mi descenso, de mi ocaso; pues una vez más quiero ir a los hombres. Por eso espero ahora: porque primero han de llegarme las señales de que es mi hora — a saber: el león riente con la bandada de palomas. Entre tanto, como quien tiene tiempo, hablo conmigo mismo. Nadie me cuenta nada nuevo: así, me cuento yo a mí mismo.

    [2]Cuando llegué a los hombres, los encontré sentados sobre un viejo engreimiento: todos se creían desde hacía ya mucho saber qué es para el hombre el bien y el mal. Un asunto viejo y cansado les parecía todo hablar de la virtud; y quien quería dormir bien, antes de ir a dormir aún hablaba de “bien” y “mal”.

    Perturbé este sopor cuando enseñé: lo que es el bien y el mal, eso no lo sabe todavía nadie — salvo el creador. — Y creador es quien crea la meta del hombre y da a la tierra su sentido y su futuro: solo este hace que algo llegue a ser bueno o malo.

    Y les mandé volcar sus viejas cátedras, y allí donde se había sentado aquel viejo engreimiento; les mandé reírse de sus grandes maestros de la virtud, de sus santos, de sus poetas y de sus redentores del mundo. De sus sombríos sabios les mandé reírse, y de cualquiera que alguna vez, como un negro espantapájaros, se hubiera posado en el árbol de la vida en ademán de advertencia. En su gran calle de las tumbas me senté, yo mismo entre carroña y buitres — y me reí de todo su antaño y de su carcomida gloria ruinosa.

    En verdad, como predicadores de penitencia y como necios, grité con ira y alaridos sobre todo su grande y su pequeño: ¡que su mejor sea tan del todo pequeño! ¡que su peor sea tan del todo pequeño! — así reí.

    Mi sabio anhelo gritó y rió así desde mí — el que nació en las montañas, una sabiduría salvaje, en verdad —, mi gran anhelo de rugientes alas. Y a menudo me arrancó fuera, arriba y más allá, y en medio de la risa: entonces volé, no sin estremecimiento, como una flecha, a través de un arrebato ebrio de sol; hacia lejanos futuros que ningún sueño ha visto aún, a sures más ardientes que los que jamás soñaron artífices; allí donde los dioses, danzando, se avergüenzan de toda vestidura; esto es: hablo en parábolas y, como los poetas, cojeo y tartamudeo; y, en verdad, me avergüenzo de que aún deba ser poeta.

    Donde todo devenir me pareció danza de dioses y travesura de dioses, y el mundo suelto y desatado, y replegándose hacia sí mismo: — como un eterno huirse y volverse a buscar de muchos dioses; como el bienaventurado contradecirse, volverse a oír y volver a pertenecerse mutuamente de muchos dioses.

    Donde todo tiempo me pareció una bienaventurada burla de los instantes; donde la necesidad era la libertad misma, que, bienaventurada, jugaba con el aguijón de la libertad.

    Donde también reencontré a mi viejo diablo y archienemigo — el espíritu de la gravedad —, y todo cuanto él creó: coacción, precepto, necesidad, y consecuencia, y propósito, y voluntad, y bien y mal.

    Porque, ¿no debe haber algo sobre lo que se dance, más allá de lo cual se dance? ¿No deben, en aras de los ligeros, de los más ligeros, existir topos y enanos graves?

    [3] Allí fue también donde recogí del camino la palabra «superhombre», y que el hombre es algo que debe ser superado — que el hombre es un puente y no un fin: proclamándose bienaventurado por su mediodía y su tarde, como camino hacia nuevas auroras rosadas: — la palabra de Zaratustra sobre el gran mediodía, y cuanto además colgué por encima del hombre, como segundos arreboles purpúreos del atardecer.

    En verdad, también les hice ver estrellas nuevas, junto con noches nuevas; y sobre las nubes, el día y la noche, aún extendí la risa como un dosel multicolor.

    Les enseñé todo mi poetizar y mi empeño: componer en uno y reunir cuanto es fragmento en el hombre, y acertijo y temible azar; — como poeta, adivinador de acertijos y redentor del azar, les enseñé a forjar el porvenir y a redimir, creando, todo lo que fue. Redimir lo pasado en el hombre y recrear todo «fue», hasta que la voluntad diga: «¡Pero así lo quise! ¡Así lo querré!» — a eso lo llamé redención ante ellos; a eso solo les enseñé a llamar redención.

    Ahora espero mi redención: ir a ellos por última vez. Porque una vez más quiero ir a los hombres; entre ellos quiero descender; muriendo quiero darles mi más rico don. Del sol aprendí esto: cuando se pone, el sumamente rico, derrama oro en el mar desde inagotable riqueza, — de modo que hasta el pescador más pobre rema con remo de oro. Esto lo vi una vez y no me sacié de lágrimas al contemplarlo.

    Como el sol, también Zaratustra quiere descender: ahora está aquí sentado y espera, con viejas tablas rotas a su alrededor, y también nuevas tablas — medio escritas.

    [4] Mira, aquí hay una nueva tabla: pero ¿dónde están mis hermanos que la lleven conmigo al valle y a corazones de carne?

    Así lo exige mi gran amor por los más lejanos: ¡no trates con miramiento a tu más próximo! El hombre es algo que debe ser superado.

    Hay muchos caminos y maneras de la superación: ¡Mira tú ahí! Pero solo un bufón piensa: «al hombre también se le puede saltar por encima».

    Supérate a ti mismo aun en tu más próximo; y un derecho que puedes arrebatar para ti, no has de dejar que te lo den. Lo que tú haces, nadie puede volvértelo a hacer. Mira, no hay retribución.

    Quien no puede mandarse a sí mismo, ha de obedecer. Y más de uno puede mandarse a sí mismo, pero ahí todavía falta mucho para que también se obedezca a sí mismo.

    [5] Así lo quiere la índole de las almas nobles: no quieren tener nada gratis, y menos aún la vida. Quien es del populacho quiere vivir gratis; pero nosotros, los otros, a quienes la vida se dio, cavilamos siempre sobre qué es lo mejor que podemos dar a cambio. Y, en verdad, este es un dicho noble, el que dice: «lo que la vida nos promete, eso queremos — cumplírselo a la vida».

    No se ha de querer gozar donde no se da goce. Y — ¡no se ha de querer gozar! Pues el goce y la inocencia son las cosas más pudorosas: ambas no quieren ser buscadas. Se las ha de tener — pero más bien se ha de buscar aun culpa y dolores.

    [6] ¡Oh, hermanos míos, quien es primogénito siempre es sacrificado! Ahora, sin embargo, somos primogénitos. Sangramos todos en secretos altares de sacrificio, ardemos y nos asamos todos en honor de viejos ídolos. Nuestro mejor es todavía joven: eso excita los viejos paladares. Nuestra carne es tierna, nuestra piel no es más que piel de cordero: ¿cómo no habríamos de excitar a los viejos sacerdotes de ídolos? En nosotros mismos habita aún el viejo sacerdote de ídolos, que asa nuestro mejor para su festín. ¡Ay, hermanos míos, cómo no habrían los primogénitos de ser sacrificios!

    Pero así lo quiere nuestra índole; y amo a quienes no quieren preservarse. A los que descienden los amo con todo mi amor: porque pasan al otro lado.

    [7] Ser veraz — ¡eso pocos pueden! Y quien puede, aún no quiere. Menos que nadie pueden los buenos. ¡Oh esos buenos! Los hombres buenos nunca dicen la verdad; para el espíritu, ser bueno así es una enfermedad. Ceden, estos buenos, se entregan; su corazón repite, su fondo obedece: pero quien obedece no se oye a sí mismo.

    Todo lo que los buenos llaman malo debe juntarse para que nazca una verdad. ¡Oh, hermanos míos, ¿sois también lo bastante malos para esta verdad?! El temerario osar, la larga desconfianza, el cruel ‘no’, el hastío, el cortar en lo vivo — ¡qué raras veces se junta todo eso! Pero de tal semilla, sin embargo, se engendra la verdad.

    ¡Junto a la mala conciencia ha crecido hasta ahora todo conocimiento! ¡Romped, romped por mí, vosotros, los que conocéis, las viejas tablas!

    [8] Cuando el agua tiene vigas, cuando pasarelas y barandillas saltan sobre el río, en verdad, no encuentra entonces crédito el que entonces dice: “Todo fluye.” Antes bien, hasta los necios le contradicen: “¿Cómo? —dicen los necios— ¿que todo fluye? ¡Pero si hay vigas y barandillas por encima del río!” “Por encima del río todo es firme: los valores de las cosas, los puentes, los conceptos, todo “bien” y “mal”: ¡eso todo es firme!”

    Si de hecho llega el duro invierno, el domador del animal-río, entonces aprenden hasta los más ingeniosos desconfianza; y, en verdad, no sólo los necios dicen entonces: “¿No debería todo — estar quieto?”

    “En el fondo está todo quieto” — esa es una enseñanza propiamente invernal, una cosa adecuada para el tiempo estéril, un buen consuelo para durmientes invernales y arrimados a la estufa.

    “En el fondo está todo quieto” — pero contra esto predica el viento del deshielo. El viento del deshielo, un toro que no ara — un toro furioso, un destructor que, con cuernos airados, rompe el hielo. Pero el hielo — rompe pasarelas.

    ¡Oh, hermanos míos, ¿no fluye todo ahora? ¿No han caído todas las barandillas y pasarelas al agua? ¿Quién se aferraría aún a “bien” y “mal”?

    “¡Ay de nosotros! ¡Salud para nosotros! ¡El viento del deshielo sopla!” — Así predicadme, oh, hermanos míos, por todas las calles.

    [9] Hay un viejo delirio, que se llama “bien” y “mal”. En torno a adivinos y astrólogos ha girado hasta ahora la rueda de ese delirio. Antaño se creyó en adivinos y astrólogos, y por eso se creyó: “Todo es destino: has de, pues debes.”

    Luego, de nuevo, se desconfió de todos los adivinos y astrólogos; y por eso se creyó: “Todo es libertad: puedes, pues quieres.”

    ¡Oh, hermanos míos, sobre las estrellas y el futuro hasta ahora sólo se ha supuesto, no sabido; y por eso, sobre “bien” y “mal” hasta ahora sólo se ha supuesto, no sabido!

    [10] “¡No robarás! ¡No matarás!” — tales palabras se llamaron antaño sagradas; ante ellas se doblaba la rodilla y las cabezas, y se quitaban los zapatos. Pero yo os pregunto: ¿dónde hubo jamás mejores ladrones y asesinos en el mundo que lo que fueron tales sagradas palabras?

    ¿No hay en toda vida misma — robar y matar? ¿Y que tales palabras se llamaran sagradas, no fue con ello la verdad misma — muerta a golpes? ¿O fue una predicación de la muerte que se llamara sagrado lo que contradecía y desaconsejaba toda vida? — ¡Oh, hermanos míos, romped, romped por mí las viejas tablas!

    [11] Esta es mi compasión por todo lo pasado: que veo que está abandonado, — abandonado a merced de la gracia, del espíritu y de la locura de cada generación, que llega y reinterpreta todo lo que fue como su puente.

    Un gran déspota podría llegar, un astuto demonio, que con su favor y su desfavor forzara y forzase todo lo pasado, hasta que se convirtiera para él en puente, presagio, heraldo y canto del gallo.

    Pero este es el otro peligro y mi otra compasión: — quien es del populacho, su memoria se remonta sólo hasta el abuelo; — pero con el abuelo se detiene el tiempo.

    Así está todo lo pasado abandonado: porque podría suceder que el populacho se hiciera amo y en aguas poco profundas ahogara todo tiempo.

    Por eso, ¡oh, hermanos míos, hace falta una nueva nobleza que sea adversaria de todo populacho y todo despotismo, y que sobre tablas nuevas, de nuevo, escriba la palabra “noble”.

    Porque hacen falta muchos nobles y muy diversos nobles, para que haya nobleza. O, como dije una vez en parábola: “Eso precisamente es divinidad: que haya dioses, pero no Dios.”

    [12] Oh hermanos míos, os consagro y os destino a una nueva nobleza: para mí habéis de llegar a ser engendradores y criadores y sembradores del futuro — en verdad, no a una nobleza que podríais comprar al modo de los tenderos y con oro de tendero; pues poco valor tiene todo cuanto tiene su precio.

    ¡Que no de dónde venís determine en adelante vuestro honor, sino adónde vais! Vuestra voluntad y vuestro pie, que quiere ir por encima y más allá de vosotros mismos — eso determine vuestro nuevo honor.

    En verdad, no que hayáis servido a un príncipe — ¡qué importan aún los príncipes! — ni que os hayáis convertido en baluarte de lo que está en pie, para que estuviera en pie más firme.

    No que vuestro linaje se volviera cortesano en las cortes, ni que aprendierais, multicolores, a semejanza de un flamenco, a estar de pie largas horas en someros estanques. — Pues saber estar de pie es un mérito entre los cortesanos; y todos los cortesanos creen que a la bienaventuranza tras la muerte pertenece — ¡poder sentarse!

    Ni tampoco que un espíritu, al que ellos llaman santo, condujera a vuestros antepasados a tierras prometidas, que yo no alabo — pues donde el peor de todos los árboles creció, la cruz, en esa tierra ¡nada hay que alabar! Y en verdad, adondequiera que este “santo espíritu” condujera también a sus caballeros, siempre corrían en tales campañas — cabras y gansos y cabezas de cruz y de través — por delante.

    ¡Oh hermanos míos, no hacia atrás ha de mirar vuestra nobleza, sino hacia fuera! Desterrados habéis de ser de todas las tierras de vuestros padres y patriarcas. La tierra de vuestros hijos habéis de amar: ese amor sea vuestra nueva nobleza — lo no descubierto, en el más lejano mar. ¡Tras ella mando a vuestras velas buscar y buscar!

    En vuestros hijos habéis de enmendar el hecho de que sois hijos de vuestros padres: todo lo pasado habéis de redimir así. ¡Esta nueva tabla coloco sobre vosotros!

    [13] “¿Para qué vivir? ¡Todo es vanidad! Vivir — eso es trillar paja; vivir — eso es quemarse y, sin embargo, no entrar en calor.” — Tal arcaica cháchara pasa todavía por “sabiduría”; porque es vieja y huele a rancio, por eso se la honra más. También el moho ennoblece.

    A los niños se les permitió hablar así: rehúyen el fuego, porque los quemó. Hay mucha niñería en los viejos libros de sabiduría. Y quien siempre “trilla paja”, ¿cómo habría de blasfemar de la trilla? A tal necio habría, desde luego, que amordazarle el hocico.

    Tales se sientan a la mesa y no traen nada consigo, ni siquiera buen hambre — y ahora blasfeman: “¡Todo es vanidad!”. Pero comer y beber bien, ¡oh hermanos míos!, en verdad no es vano arte. Romped, romped por mí las tablas de los nunca alegres.

    [14] “Para los puros, es todo puro” — así habla el pueblo. Pero yo os digo: “para los puercos se vuelve todo puerco”.

    Por eso predican los exaltados y los cabizbajos, a quienes también se les descuelga el corazón: “El mundo mismo es un monstruo de excremento.” Porque estos todos son de espíritu impuro; pero en especial aquellos que no hallan paz ni reposo a menos que miren el mundo por detrás — ¡los transmundanos! A esos se lo digo a la cara, aunque no suene placentero: en esto se parece el mundo al hombre, en que tiene un trasero — tanto es verdad. Hay en el mundo mucho excremento — tanto es verdad. Pero por eso el mundo mismo no es aún ningún monstruo de excremento.

    Hay sabiduría en que muchas cosas en el mundo huelen mal: el asco mismo cría alas y fuerzas que presienten las fuentes. En lo mejor hay aún algo que da asco; y el mejor es aún algo que ha de ser superado. ¡Oh hermanos míos, hay mucha sabiduría en que hay mucho excremento en el mundo!

    [15] Tales máximas oí a los piadosos transmundanos decir a su conciencia; y, en verdad, sin malicia ni falsía — aunque nada más falso hay en el mundo, nada más malicioso:

    “¡Deja al mundo ser el mundo! ¡No levantes contra ello ni un dedo!”

    “Deja que quien quiera estrangule y apuñale y corte y raspe a la gente: ¡no levantes contra ello ni un dedo! Por ello aprenden aún a renunciar al mundo.”

    “Y tu propia razón — con ella habrías de hacer gárgaras y estrangularla tú mismo; pues es una razón de este mundo — por ello aprendes tú mismo a renunciar al mundo.”

    ¡Romped, romped por mí, oh hermanos míos, estas viejas tablas de los piadosos! ¡Haced trizas por mí las máximas de los calumniadores del mundo!

    [16]“Quien mucho aprende, desaprende todo deseo vehemente” — eso se susurran hoy unos a otros en todos los callejones oscuros.

    “La sabiduría cansa; no merece la pena — nada; ¡no has de desear!” — esta nueva tabla la encontré colgada incluso en los mercados al aire libre.

    Romped por mí, oh hermanos míos, romped por mí también esta nueva tabla. Los cansados del mundo la colgaron allí, y los predicadores de la muerte, y también los capataces del látigo; pues mirad, ¡es también una prédica de servidumbre! Que aprendieron mal, y no lo mejor, y todo demasiado pronto y todo demasiado deprisa; que comieron mal, de ahí les vino ese estómago estropeado. Un estómago estropeado es, en efecto, su espíritu: aconseja la muerte. Porque, en verdad, hermanos míos, el espíritu es un estómago. La vida es un manantial de placer; pero para aquel desde el que habla el estómago estropeado —el padre de la aflicción—, todas las fuentes están envenenadas.

    ¡Conocer: eso es placer para el que tiene voluntad de león! Pero quien se cansó, ese es sólo “querido”; con él juegan todas las olas. Y así es siempre la índole de los hombres débiles: se pierden en sus caminos. Y, al fin, su cansancio aun pregunta: “¿Para qué recorrimos jamás caminos? ¡Todo es lo mismo!” A esos les suena dulce al oído que se predique: “¡Nada merece la pena! ¡No habéis de querer!” Pero esto es una prédica de servidumbre.

    ¡Oh hermanos míos, como un fresco viento rugiente llega Zaratustra a todos los cansados del camino; muchas narices hará aun estornudar! También a través de muros sopla mi libre aliento, y penetra en las prisiones y en los espíritus cautivos. Querer libera; porque querer es crear: así enseño. Y sólo para crear habéis de aprender.

    Y también el aprender habéis de aprenderlo primero de mí: ¡el buen aprender! — Quien tenga oídos, que oiga.


    [17]Ahí está el bote; por ahí quizá se va a la gran nada. Pero ¿quién quiere embarcarse en este “quizá”? Ninguno de vosotros quiere embarcarse en el bote de la muerte. ¿Cómo queréis, entonces, estar cansados del mundo? ¡Cansados del mundo! Y aun ni siquiera fuisteis arrebatados de la tierra. Ávidos os encontré todavía de tierra, enamorados aun de vuestro propio cansancio de la tierra. No en vano os cuelga el labio hacia abajo: un pequeño deseo terrenal se posa aun sobre él. Y en el ojo, ¿no flota ahí una nubecilla de placer terrenal no olvidado?

    Hay sobre la tierra muchas buenas invenciones, unas útiles, otras agradables: por ellas la tierra merece ser amada. Y muchas diferentes cosas tan bien inventadas hay allí, que son como el pecho de la mujer: útiles y agradables a la vez.

    ¡Pero vosotros, cansados del mundo! ¡Vosotros, perezosos de la tierra! A vosotros se os ha de “acariciar” con varas: a varazos se os han de volver a hacer las piernas vivaces de nuevo. Porque, si no sois enfermos y criaturillas gastadas, de los que está cansada la tierra, entonces sois astutos animales perezosos o golosos, agazapados, gatos de placer. Y si no queréis correr alegres de nuevo, entonces habéis de partir de este mundo. De los incurables no se ha de querer ser médico: así lo enseña Zaratustra; así que habéis de partir de este mundo.

    Pero se requiere más valor para hacer un final que para hacer un nuevo verso: eso lo saben todos los médicos y poetas.


    [18]Oh hermanos míos, hay tablas que creó el cansancio y tablas que creó la pereza, la corrompida: aunque hablan igual, quieren, no obstante, ser escuchadas de manera distinta.

    ¡Mirad aquí a este languideciente! Sólo a un palmo está aun de su meta, pero por cansancio se ha tendido aquí, desafiante, en el polvo — ¡este valiente! Por cansancio bosteza ante el camino, la tierra, la meta y ante sí mismo: ningún paso quiere dar ya más adelante — ¡este valiente! Ahora el sol arde sobre él y los perros lamen su sudor; pero yace ahí en su desafío y prefiere languidecer — ¡a un palmo de su meta languidecer! En verdad, aun deberéis arrastrarlo por los cabellos hasta su cielo — a este héroe. Mejor aun, dejadle yacer donde se ha tendido, para que le venga el sueño, el consolador, con refrescante lluvia susurrante. Dejadle yacer hasta que por sí mismo despierte, hasta que por sí mismo repudie todo cansancio y lo que el cansancio enseñó a través de él. Sólo, hermanos míos, que ahuyentéis de él a los perros, a los perezosos merodeadores y a todo el enjambre de alimañas, todo el enjambre de alimañas de los “cultos” que se regala con el sudor de cada héroe.


    [19]Cierro círculos a mi alrededor y sagradas fronteras; cada vez menos ascienden conmigo a cada vez más altas montañas: construyo una cordillera con montañas cada vez más sagradas. Pero, adondequiera que queráis ascender conmigo, oh hermanos míos, cuidad que ningún parásito ascienda con vosotros. Un parásito: eso es un gusano, una criatura rastrera y zalamera, que quiere engordar en vuestros enfermos y doloridos rincones. Y éste es su arte: que adivina, en las almas que ascienden, dónde se cansan; en vuestro pesar y descontento, en vuestro delicado pudor, construye su nido nauseabundo. Donde el fuerte es débil, donde el noble es en exceso benigno, ahí construye su nido nauseabundo: el parásito habita donde el grande tiene pequeños doloridos rincones.

    ¿Cuál es la más alta índole de todo lo que existe y cuál la más baja? El parásito es la índole más baja; pero quien es de la índole más alta, ese alimenta a la mayoría de los parásitos. Pues el alma que tiene la escalera más larga y puede descender más hondo: ¿cómo no habrían de posarse en ella la mayoría de los parásitos? El alma que más abarca, que puede correr, errar y vagar en sí misma más lejos; la más necesaria, que por puro gusto se lanza al azar; el alma que es, que se zambulle en el devenir; la que posee, que quiere lanzarse al querer y al anhelar; la que huye de sí misma, la que se alcanza a sí misma en el más amplio círculo; el alma más sabia, a la que la necedad persuade de la manera más dulce; la que más se ama a sí misma, en la que todas las cosas tienen su corriente y contracorriente, y su flujo y reflujo: ¡oh, cómo no habría de tener el alma más alta los peores parásitos!

    [20] Oh hermanos míos, ¿soy entonces cruel? Pero digo: lo que cae, eso debe aún empujarse. Todo lo de hoy — eso cae, eso se desmorona: ¿quién querría mantenerlo? Pero yo — yo quiero aún empujarlo.

    ¿Conocéis la lujuria que hace rodar piedras por despeñaderos empinados? Estos hombres de hoy: ¡mirad cómo ruedan por mis despeñaderos!

    ¡Soy preludio de jugadores mejores, oh hermanos míos! ¡Un ejemplo! ¡Haced según mi ejemplo!

    Y al que no enseñáis a volar, a ese enseñádmelo — ¡a caer más rápido!

    [21] Amo a los valientes; pero no basta ser espadachín: hay que saber también a quién golpear. Y a menudo hay más valentía en contenerse y pasar de largo, para reservarse para el enemigo más digno.

    Yo sólo habría de tener enemigos a los que haya que odiar, pero no enemigos para despreciar; debéis estar orgullosos de vuestro enemigo: así enseñé ya una vez. Para el enemigo más digno, oh amigos míos, os habéis de reservar; por eso debéis pasar de largo ante muchas cosas, sobre todo ante mucha chusma que os ensordece los oídos con su griterío sobre el pueblo y los pueblos. Mantened vuestro ojo limpio de sus pros y contras. Ahí hay mucha justicia, mucha injusticia; quien se detiene a mirar ahí acaba lleno de ira. Mirar ahí, golpear ahí: ahí ambas cosas son una sola; por eso marchaos a los bosques y dejad dormir vuestra espada.

    ¡Recorred vuestros caminos! Y dejad a pueblo y pueblos recorrer los suyos: oscuros caminos, en verdad, sobre los que ya no destella una sola esperanza. ¡Que ahí domine el tendero, donde todo lo que aún brilla es oro de tendero! Ya no es tiempo de reyes; lo que hoy se llama pueblo no merece reyes. Mirad cómo esos pueblos hacen ahora ellos mismos igual que los tenderos: arrancan aún las más pequeñas ventajas de cada montón de basura. Se acechan unos a otros, se arrancan unos a otros algo al acecho: a eso lo llaman “buena vecindad”. Oh, bienaventurado lejano tiempo en que un pueblo se decía a sí mismo: “quiero ser señor por encima de los pueblos”. Porque, hermanos míos: lo mejor ha de dominar, lo mejor quiere también dominar. Y donde la enseñanza reza de otro modo, ahí falta lo mejor.

    [22] Si esos tuviesen pan gratis, ¡ay!, ¿por qué gritarían? Su manutención — ese es su verdadero entretenimiento; y han de tenerlo difícil. Son bestias de presa: en su “trabajar” hay todavía robo; en su “ganar” hay todavía engaño. Por eso han de tenerlo difícil. Así han de volverse mejores bestias de presa, más finas, más inteligentes, más semejantes al hombre; pues el hombre es la mejor bestia de presa. A todos los animales el hombre ya les ha robado sus virtudes; por eso, de todos los animales, el hombre lo ha tenido más difícil. Sólo los pájaros están aún por encima de él. Y si el hombre aprendiera a volar, ¡ay!, ¿a qué alturas volaría su ansia de rapiña?

    [23] Así quiero a hombre y mujer: al uno hábil para la guerra, a la otra hábil para dar a luz, pero a ambos hábiles para danzar con cabeza y piernas. Y perdido sea para nosotros el día en que no se danzó ni una sola vez. Y falsa se llame para nosotros toda verdad a la que no acompañó una risa.

    [24] El sello de vuestro matrimonio: mirad que no sea un mal sello. Sellasteis demasiado rápido; de ahí se sigue — quebrantar el matrimonio. Y mejor aún quebrantar el matrimonio que torcer el matrimonio, mentir el matrimonio. Así me habló una mujer: “Cierto que quebranté el matrimonio, pero primero me quebrantó el matrimonio a mí”.

    A los mal casados los encontré siempre los más vengativos: hacen pagar a todo el mundo el hecho de que ya no corran solos.

    Por eso quiero que los honestos se digan el uno al otro: “Nos amamos; cuidemos de seguir queriéndonos. ¿O ha de ser nuestra promesa una equivocación?”

    “Dadnos un plazo y un pequeño matrimonio, para ver si valemos para el gran matrimonio. ¡Es cosa grande siempre ser dos!”

    Así aconsejo a todos los honestos; ¿y qué sería entonces mi amor al superhombre y a todo lo que ha de venir, si aconsejara y hablara de otro modo? Que no sólo a extender vuestra estirpe, sino a elevarla — a eso, oh hermanos míos, os ayude el jardín del matrimonio.

    [25] Quien se volvió sabio respecto a viejos orígenes, ese acabará por buscar fuentes del futuro y nuevos orígenes. Oh hermanos míos, no falta mucho: entonces nuevos pueblos surgirán y nuevas fuentes se precipitarán rugiendo hacia nuevas profundidades. Pues el terremoto — que ciega muchos pozos, que causa mucho languidecer — saca también a la luz fuerzas y secretos interiores. El terremoto deja nuevas fuentes al descubierto. En el terremoto de viejos pueblos manan nuevas fuentes.

    Y quien clama: “He aquí un pozo para muchos sedientos, un corazón para muchos anhelantes, una voluntad para muchas herramientas”: en torno a ese se congrega un pueblo, esto es: muchos que intentan.

    Quién puede mandar, quién debe obedecer — eso es lo que ahí se ensaya. ¡Ay, con qué largo buscar, y conjeturar, y desacertar, y aprender, e intentar de nuevo!

    La sociedad de los hombres: eso es un intento, así lo enseño — una larga búsqueda; pero busca al que manda. Un intento, oh hermanos míos, y no un “contrato”. Romped, romped por mí tal palabra de los de corazón blando y de los mitad-y-mitad.

    [26] ¡Oh hermanos míos! ¿En quiénes radica el mayor peligro para todo futuro de los hombres? ¿No es en los buenos y los justos — en aquellos que dicen y sienten en el corazón: “sabemos ya lo que es bueno y justo, lo tenemos también; ¡ay de aquellos que aquí aún buscan!”? Y cualquiera que sea el daño que puedan los malvados hacer, el daño de los buenos es el daño más dañino. Y cualquiera que sea el daño que puedan los calumniadores del mundo hacer, el daño de los buenos es el daño más dañino.

    Oh hermanos míos, hubo uno que una vez miró al corazón de los buenos y los justos, el que dijo: “son los fariseos.” Pero nadie lo entendió. Los buenos y los justos mismos no tuvieron permitido entenderlo: su espíritu está cautivo en su buena conciencia. La estupidez de los buenos es de una inteligencia insondable. Pero esa es la verdad: los buenos deben ser fariseos — no tienen elección. Los buenos deben crucificar a aquel que inventa para sí su propia virtud. ¡Esa es la verdad!

    Pero el segundo que descubrió su país, país, corazón y tierra de los buenos y los justos, ese fue el que preguntó: “¿a quién odian más?” Al que crea odian más: a aquel que rompe tablas y viejos valores, al rompedor — a ese lo llaman criminal. Pues los buenos — esos no pueden crear: esos son siempre el principio del fin: crucifican a aquel que escribe nuevos valores en nuevas tablas, se sacrifican a sí mismos el futuro — crucifican todo futuro de los hombres.

    Los buenos — esos fueron siempre el principio del fin.

    [27] Oh hermanos míos, ¿entendisteis también esta palabra? ¿Y lo que un día dije sobre el “último hombre”? ¿En quiénes radica el mayor peligro para todo futuro de los hombres? ¿No es en los buenos y justos? ¡Romped, romped por mí a los buenos y justos! Oh hermanos míos, ¿entendisteis también esta palabra?

    [28] ¿Huís de mí? ¿Estáis asustados? ¿Tembláis ante esta palabra? Oh hermanos míos, cuando os mandé romper a los buenos y las tablas de los buenos, fue entonces cuando embarqué al hombre en su alta mar. Y solo ahora le llega el gran espanto, el gran mirar en torno, la gran enfermedad, la gran náusea, el gran mareo en alta mar. Falsas costas y falsas seguridades os enseñaron los buenos; en las mentiras de los buenos nacisteis y tuvisteis cobijo. Todo, hasta el fundamento, está falseado y torcido por los buenos. Pero quien descubrió la tierra “hombre” descubrió también la tierra “futuro de los hombres”. Ahora habéis de ser navegantes, valientes, pacientes. Caminad erguidos, pronto, oh hermanos míos; aprended a caminar erguidos. El mar se agita con tormenta: muchos quieren, apoyándose en vosotros, erguirse de nuevo. El mar se agita con tormenta: todo está en el mar. ¡Ea! ¡Arriba! ¡Vosotros, viejos corazones de marino! ¡Qué patria! Hacia allí quiere ir nuestro timón, donde está la tierra de nuestros hijos. ¡Hacia allá fuera, más tempestuoso que el mar, embiste nuestro gran anhelo!

    [29] «¿Por qué tan duro?», le dijo al diamante un día el carbón de cocina. «¿No somos entonces parientes cercanos?» ¿Por qué tan blandos? Oh hermanos míos, así os pregunto: ¿no sois, entonces, mis hermanos? ¿Por qué tan blandos, tan vacilantes y transigentes? ¿Por qué hay tanta negación, renegación en vuestros corazones? ¿Tan poco destino en vuestra mirada? Y si no queréis ser destinos e inexorables, ¿cómo podríais vencer conmigo?

    Y si vuestra dureza no quiere relampaguear y separar y cortar en pedazos, ¿cómo podríais un día crear conmigo? Pues los creadores son duros. Y debe pareceros una bienaventuranza imprimir vuestra mano sobre milenios como sobre cera. Bienaventuranza, escribir sobre la voluntad de milenios como sobre bronce, más duro que bronce, más noble que bronce. Solo lo más noble es enteramente duro. Esta nueva tabla, oh hermanos míos, pongo sobre vosotros: ¡volveos duros!

    [30] ¡Oh tú, mi voluntad! Tú, giro de toda necesidad, tú, mi necesidad. ¡Presérvame de todas las pequeñas victorias! Tú, providencia de mi alma, a la que llamo destino. ¡Tú-en-mí! ¡Sobre-mí! ¡Presérvame y resérvame para un gran destino!

    Y tu última grandeza, mi voluntad, resérvala para lo último tuyo: que seas inexorable en tu victoria. ¡Ay, quién no sucumbió a su victoria! ¡Ay, de quién no se oscureció el ojo en este ebrio crepúsculo! ¡Ay, de quién no se tambaleó el pie y desaprendió, en la victoria, a mantenerse en pie!

    Para que un día yo esté preparado y maduro en el gran mediodía, preparado y maduro como bronce resplandeciente, nube preñada de relámpagos y ubre de leche henchida; preparado para mí mismo y para mi voluntad más escondida, un arco en celo tras su flecha, una flecha en celo tras su estrella; una estrella preparada y madura en su mediodía, resplandeciente, traspasada, bienaventurada ante las flechas aniquilantes del sol; un sol mismo y una inexorable voluntad de sol, lista para aniquilar en la victoria.

    ¡Oh voluntad, giro de toda necesidad, tú mi necesidad! ¡Resérvame para una gran victoria!

    Así habló Zaratustra.


    Traducción revisada con asistencia de IA basada en la arquitectura Transformer. Edición orientada por el texto alemán (Colli y Montinari) y la división estructural de Walter Kaufmann.

  • 3.11. DEL ESPÍRITU DE LA GRAVEDAD

    Mi hablar — es del pueblo: hablo con demasiada rudeza y cordialidad para los conejos de seda. Y todavía más extraña suena mi palabra a todos los calamares y zorros de la pluma.

    Mi mano — es mano de necio: ¡ay de todas las mesas y paredes, y de cuanto aún tenga sitio para adornos de necio y borrones de necio!

    Mi pie — es pezuña de caballo; con él pataleo y troto sobre troncos y piedras, en zigzag y campo a través, y el gozo me endiabla en todo correr veloz.

    Mi estómago — ¿es, quizá, estómago de águila? Porque ama, sobre todo, la carne de cordero. Ciertamente, sin embargo, es estómago de ave. Alimentado con cosas inocentes y con poco, dispuesto e impaciente por volar, por volar lejos — esa es ahora mi índole: ¿cómo no habría de haber en ello algo de índole de pájaro? Y, sobre todo, que soy enemigo del espíritu de la gravedad: eso es índole de pájaro — y, en verdad, enemigo a muerte, archienemigo, enemigo primordial. ¡Oh, adónde no voló ya, y se extravió ya volando, mi enemistad!

    De ello podría ya cantar una canción — — y quiero cantarla: aunque esté solo en una casa vacía y deba cantarla a mis propios oídos. Hay, ciertamente, otros cantantes a quienes sólo la casa llena les suaviza la garganta, les vuelve la mano locuaz, el ojo expresivo y el corazón despierto: — a esos no me parezco. —

    El que un día enseñe a volar a los hombres, habrá corrido todos los mojones; los propios mojones saltarán por los aires ante él, y rebautizará la tierra — como «la Ligera».

    El avestruz corre más veloz que el caballo más veloz, pero también él hunde aún pesadamente la cabeza en la tierra pesada: así el hombre que aún no puede volar. Pesada llama él a la tierra y a la vida; ¡y así lo quiere el espíritu de la gravedad! Pero quien quiere volverse ligero, y un ave, debe amarse a sí mismo: — así lo enseño yo.

    No, ciertamente no con el amor de los enfermos y de los ávidos: porque en ellos apesta incluso el amor propio. Uno debe aprender a amarse a sí mismo — así enseño yo — con un amor sano e íntegro, de modo que uno se soporte a sí mismo y no deambule. Tal deambular se bautiza «amor al prójimo»: con esta palabra se ha mentido y fingido de la mejor manera hasta ahora, y especialmente por aquellos que han caído pesados a todo el mundo.

    Y, en verdad, no es un mandamiento para hoy ni para mañana, aprender a amarse a sí mismo. Más bien, de entre todas las artes, esta es la más delicada, la más astuta, la última y la más paciente. Pues para su dueño está todo lo propio bien escondido; y de todos los tesoros enterrados, el propio es el que más tarde se desentierra — así lo obra el espíritu de la gravedad.

    Casi en la cuna se nos dan ya palabras pesadas y valores: «bien» y «mal» — así se llama esta dote. Por cuya causa se nos perdona que vivamos.

    Y para ello se deja que los niños se acerquen, para impedirles a tiempo que se amen a sí mismos: así lo obra el espíritu de la gravedad.

    Y nosotros — nosotros cargamos fielmente lo que se nos da, sobre hombros duros y por montes ásperos. Y si sudamos, nos dicen: «Sí, la vida es pesada de llevar». ¡Pero sólo el hombre es, para sí mismo, pesado de llevar! Eso sucede porque carga demasiado ajeno sobre sus hombros. Como el camello, se arrodilla y se deja cargar a conciencia. En especial el hombre fuerte, resistente al peso, en quien mora la reverencia: demasiadas palabras ajenas y pesadas, y valores ajenos y pesados, carga sobre sí — ahora la vida le parece un desierto.

    ¡Y, en verdad, también más de una cosa propia es pesada de llevar! Y mucho de lo interior en el hombre es como la ostra: repugnante, resbaladizo y difícil de asir — de modo que una noble concha, con noble adorno, ha de interceder por ello. Pero también este arte hay que aprenderlo: tener concha, y bello parecer, y sabia ceguera. Y, de nuevo, sobre más de una cosa en el hombre nos engaña el que más de una concha sea pobre y triste, y nada más que concha. Mucha bondad y fuerza escondidas no llegan nunca a ser adivinadas; los más exquisitos bocados no encuentran catadores. Las mujeres lo saben, las más exquisitas: un poco más henchida, un poco más enjuta — ¡oh, cuánto destino yace en tan poco!

    El hombre es difícil de descubrir, y descubrirse a sí mismo, aún lo más difícil de todo; a menudo miente el espíritu acerca del alma. Así lo obra el espíritu de la gravedad. Pero se ha descubierto a sí mismo el que dice: «Esto es mi bien y mi mal»; con ello ha dejado mudo al topo y al enano que repite: «Para todos bueno, para todos malo».

    En verdad, tampoco me agradan aquellos que llaman buena cualquier cosa, y a este mundo, incluso, el mejor: a esos los llamo los omnicomplacientes. Omnicomplacencia, que sabe gustar de todo: ¡ese no es el mejor gusto! Honro las lenguas y los estómagos díscolos y selectivos, que aprendieron a decir «Yo», y «Sí» y «No». Pero masticarlo y digerirlo todo — eso sí que es una verdadera índole de cerdo. Decir siempre «i‑a» — eso lo aprendió sólo el asno, y quien es de su espíritu. —

    El amarillo profundo y el rojo ardiente: así lo quiere mi gusto — que añade sangre a todos los colores. Pero quien encala de blanco su casa, me delata un alma encalada. Unos, enamorados de momias; otros, de fantasmas; y ambos por igual enemigos de toda carne y sangre — ¡oh, cómo van ambos contra mi gusto! Pues yo amo la sangre.

    Y no quiero vivir y estar allí donde todo el mundo escupe y vomita: ese es ahora mi gusto — antes viviría entre ladrones y perjuros. Nadie lleva oro en la boca. Pero más repugnantes me son todavía todos los lamebabas; y la bestia de hombre más repugnante que encontré, a esa la bauticé «Parásito»: no quiso amar y, sin embargo, vivir del amor.

    Desventurados llamo a todos los que tienen sólo una elección: volverse bestias malvadas o domadores malvados de bestias: entre tales no levantaría para mí cabaña alguna.

    Desventurados llamo también a los que siempre deben esperar; me van contra el gusto: todos los publicanos, los tenderos y los reyes, y los demás guardianes de tierras y de tiendas. En verdad, aprendí también a esperar, y desde el fondo — pero sólo a esperarme a mí mismo. Y, sobre todo, aprendí a estar de pie, a marchar, a correr, a saltar, a trepar y a danzar. Pero esta es mi enseñanza: quien quiera un día aprender a volar, primero ha de aprender a estar de pie, a marchar, a correr, a trepar y a danzar: — ¡no se aprende a volar volando! Con escaleras de cuerda aprendí a trepar a más de una ventana; con rápidas piernas ascendí a altos mástiles; sentarme en los altos mástiles del saber me pareció no poca bienaventuranza — como pequeñas llamas que titilan en altos mástiles: una luz pequeña, sí, pero aun así un gran consuelo para marineros a la deriva y náufragos.

    Todo mi caminar fue un probar y preguntar: — y, en verdad, también hay que aprender a responder a tales preguntas. Pero esto — es mi gusto: — ni bueno ni malo, sino mi gusto, del que ya no tengo ni vergüenza ni disimulo.

    «Esto — es ahora mi camino; ¿dónde está el vuestro?» Así respondí a quienes me preguntaban «por el camino». Pues el camino — ese — no lo hay.

    Así habló Zaratustra.

    Traducción desde el alemán (ed. crítica Colli-Montinari), revisada con ayuda de IA basada en arquitectura Transformer, siguiendo la segmentación de párrafos de Walter Kaufmann.

  • 3.10. DE LAS TRES COSAS MALAS

    En un sueño, en el último sueño de la mañana, hoy estuve de pie sobre un promontorio —más allá del mundo—; tenía una balanza y pesaba el mundo. ¡Ay, que demasiado pronto me vino la aurora: me encendió hasta despertarme, la celosa! Siempre está celosa de los incendios de mis sueños matutinos.

    Mensurable para quien tiene tiempo, pesable para un buen pesador, alcanzable en vuelo para alas fuertes, adivinable para divinos cascanueces: así encontró mi sueño al mundo:— Mi sueño, un audaz navegante, mitad nave, mitad novia del viento, silencioso como las mariposas, impaciente como los halcones nobles: ¡cómo tuvo, sin embargo, hoy paciencia y reposo para pesar el mundo! ¿Le susurró acaso en secreto mi sabiduría, mi risueña, despierta, sabiduría diurna, la que se burla de todos los “mundos infinitos”? Pues dice: «donde hay fuerza, también el número se vuelve soberana: tiene más fuerza».

    ¡Con qué seguridad contempló mi sueño este mundo finito, no curioso, no ávido de lo antiguo, no temeroso, no suplicante! Como si una manzana colmada se ofreciese a mi mano, una madura manzana de oro, con suave, fresca, aterciopelada piel, así se me ofreció el mundo. Como si un árbol me hiciera señas, de anchas ramas, de fuerte voluntad, curvado para servir de respaldo y aún de reposapiés a los fatigados del camino, así se plantó el mundo en mi promontorio. Como si delicadas manos me acercaran un sagrario, un sagrario abierto para el deleite de ojos pudorosos y veneradores, así se me ofreció hoy el mundo al encuentro. No enigma bastante como para ahuyentar el amor humano, no solución bastante como para adormecer la sabiduría humana. Una cosa humana buena fue hoy para mí el mundo, al que tanto mal se le achaca.

    ¿Cómo agradecer a mi sueño matutino que yo así, al amanecer, hoy haya pesado el mundo? Como una cosa humana buena vino a mí este sueño, y consolador del corazón. Y para hacer como él durante el día, y aprender —y desaprender— de él lo mejor, quiero ahora poner en la balanza las tres cosas más malas y sopesarlas humanamente bien. Quien enseñó a bendecir enseñó también a maldecir: ¿cuáles son en el mundo las tres cosas más malditas? Estas quiero ponerlas en la balanza.

    Voluptuosidad, afán de dominio, egoísmo: estos tres han sido hasta ahora los más maldecidos y los más calumniados y mentidos; a estos tres quiero sopesarlos humanamente bien.

    ¡Ea! Aquí está mi promontorio y allí el mar; este rueda hacia mí, hirsuto, adulador, el viejo y fiel monstruo canino de cien cabezas, al que amo. ¡Ea! Aquí quiero sostener la balanza sobre el mar batido; y también elijo un testigo para que lo vea: a ti, árbol ermitaño, de fuerte fragancia, de amplia bóveda, al que amo.

    ¿Sobre qué puente va hacia el algún día el ahora? ¿Por qué compulsión se fuerza lo alto hacia lo más bajo (que él)? ¿Y qué ordena incluso a lo más alto crecer aún hacia arriba?

    Ahora está la balanza igual y quieta: tres pesadas preguntas arrojé en ella; tres pesadas respuestas carga el otro platillo.

    Voluptuosidad: para todos los despreciadores del cuerpo vestidos de cilicio, su aguijón y su estaca; y maldita como “mundo” entre todos los ultramundanos, porque se burla y escarnece a todos los maestros del caos y el error.

    Voluptuosidad: para la chusma, el fuego lento donde se consume; para toda la madera agusanada y para todos los andrajos apestosos, el horno presto de celo y hervor.

    Voluptuosidad: para los corazones libres, inocente y libre; la dicha-jardín de la tierra, el desbordado agradecimiento de todo el futuro al ahora.

    Voluptuosidad: solo para lo marchito un veneno dulzón; pero para los de voluntad de león, el gran fortalecimiento del corazón, y el reverentemente preservado vino de los vinos.

    Voluptuosidad: la gran dicha-parábola para una dicha más alta y para la más alta esperanza. Porque a muchas cosas les está prometido matrimonio, y más que matrimonio, a muchas cosas que son más extrañas entre sí que hombre y mujer. ¿Y quién comprende del todo cuán extraños entre sí son hombre y mujer?

    Voluptuosidad: pero quiero tener cercas en torno a mis pensamientos y también en torno a mis palabras, para que no irrumpan en mis jardines los puercos y los exaltados.

    Afán de dominio: el látigo incandescente de los más duros de los duros de corazón; la atroz tortura que se reserva al más atroz; la llama sombría de hogueras vivientes.

    Afán de dominio: el tábano malicioso que se impone a los pueblos más vanidosos; la escarnecedora de toda virtud incierta; la que cabalga todo corcel y todo orgullo.

    Afán de dominio: el terremoto que rompe y abre todo lo podrido y ahuecado. La que rueda, ruge y castiga, la demoledora de sepulcros blanqueados. El relampagueante signo de interrogación junto a las respuestas prematuras.

    Afán de dominio: ante cuya mirada el hombre se arrastra, se agacha y se somete, y se hace más bajo que serpiente y puerco, hasta que por fin el gran desprecio grita desde él.

    Afán de dominio: la temible maestra del gran desprecio, que predica a ciudades y reinos, a la cara: «¡fuera contigo!», hasta que de ellos mismos grita: «¡fuera conmigo!».

    Afán de dominio: pero también asciende, seductora, hacia los puros y los solitarios, y hacia alturas autosuficientes, ardiendo como un amor que pinta, seductor, bienaventuranzas púrpuras en el cielo de la tierra.

    Afán de dominio: ¿pero quién la llamaría “afán” cuando lo alto anhela ir hacia abajo tras poder? En verdad, nada enfermo ni ávido hay en tal anhelar y descender. Que la altura solitaria no se eternice en soledad y se baste a sí misma eternamente; que la montaña vaya a los valles y los vientos de la altura a las tierras bajas. ¡Oh, quién hallaría el justo nombre de bautismo y de virtud para tal anhelo! «La virtud que hace regalos»: así llamó Zaratustra una vez a lo innombrable.

    Y en aquel tiempo sucedió también —y en verdad, sucedió por primera vez— que su palabra proclamó bienaventurado al afán de sí mismo, al sano, al saludable afán de sí mismo que brota de un alma poderosa; de un alma poderosa a la que pertenece el cuerpo alto, el hermoso, triunfante, vivificante, en torno al cual toda cosa se vuelve espejo; el cuerpo ágil y persuasivo, el danzante, cuya parábola y compendio es el alma alegre de sí misma. La alegría de sí mismos de tales cuerpos y almas se llama a sí misma «virtud».

    Con sus palabras acerca de bueno y malo, tal alegría de sí se protege como con bosquecillos sagrados; con los nombres de su dicha aparta de sí todo lo despreciable. Aparta lejos de sí todo lo cobarde; dice: «Malo — eso es cobarde». Despreciable le parece el siempre preocupado, suspirante, lastimoso, y quien recoge aun las más pequeñas ventajas. Desprecia también toda sabiduría bienaventurada en el dolor; porque, en verdad, hay también sabiduría que florece en la oscuridad, una sabiduría de sombras nocturnas, la que siempre suspira: «¡Todo es vanidad!».

    La medrosa desconfianza vale para ella poco, y todo aquel que quiere juramentos en lugar de miradas y manos; también toda sabiduría demasiado desconfiada, pues tal es la índole de las almas cobardes. Aún menos vale para ella el rápidamente complaciente, el perruno, el que de inmediato yace sobre el lomo, el humilde; y también hay sabiduría que es humilde, y perruna, y piadosa, y rápidamente complaciente. Odiado le es por completo, y le causa repulsión, quien nunca quiere defenderse, quien traga hacia dentro saliva venenosa y malas miradas, el demasiado paciente, el que todo lo soporta, el que con todo se contenta: porque esa es la índole servil.

    Tanto si es servil ante los dioses y las patadas divinas, como si lo es ante los hombres y las estúpidas opiniones humanas, sobre toda índole de siervo escupe este bienaventurado afán de sí mismo. Malo: así llama a todo lo que está quebrado y mezquino-servil, a los ojos que guiñan sin libertad, a los corazones oprimidos, y a esa falsa índole condescendiente que besa con anchos labios cobardes.

    «Falsa sabiduría»: así llama a todo lo que bromean los siervos, los viejos y los cansados; y, en especial, a toda la mala, absurda, demasiado ingeniosa necedad sacerdotal. Pero los falsos sabios —todos los sacerdotes, los cansados del mundo y aquellos cuya alma es de índole de mujer y de siervo—: ¡oh, cómo le ha jugado malas pasadas al afán de sí mismo desde siempre su juego! ¡Y eso precisamente habría de ser virtud y llamarse virtud: que se le jueguen malas pasadas al afán de sí mismo! Y «sin yo» — así se querían, con buen fundamento, todos esos cobardes cansados del mundo y arañas cruceras.

    Pero a todos ellos les llega ahora el día, la transformación, la espada del juicio, el gran mediodía; entonces muchas cosas han de volverse manifiestas.

    Y quien proclama al yo sano y sagrado, y bienaventurado al afán de sí mismo, en verdad, dice también —como adivino— lo que sabe: «¡Mira, llega, está cerca, el gran mediodía!».

    Así habló Zaratustra.

    Traducción desde el alemán (ed. crítica Colli-Montinari), revisada con ayuda de IA basada en arquitectura Transformer, siguiendo la segmentación de párrafos de Walter Kaufmann.

  • 3.9. EL REGRESO A CASA

    ¡Oh soledad! ¡Tú, mi hogar, soledad! Demasiado tiempo viví salvaje en salvaje tierra extraña como para no regresar con lágrimas a ti. Ahora, sólo amenázame con el dedo, como las madres amenazan; ahora, sonríeme, como las madres sonríen; ahora, dime sólo:

    «¿Y quién fue el que, como una tempestad, huyó precipitadamente de mí? — el que al partir gritó: “¡Demasiado tiempo me senté con la soledad; allí desaprendí el silencio!” ¿Eso —lo aprendiste ahora, quizá? Oh Zaratustra, todo lo sé: y que tú, entre los muchos, estuviste más desamparado, tú uno solo, que nunca conmigo. Una cosa es desamparo, otra cosa soledad: eso lo aprendiste ahora. Y que entre los hombres siempre serás salvaje y extraño — salvaje y extraño incluso cuando te aman; porque, antes que nada, quieren ser tratados con miramiento.»

    Pero aquí estás contigo —en tu hogar, en tu casa—; aquí puedes decirlo todo sin reservas y derramar todos los motivos: aquí nada se avergüenza de sentimientos ocultos, obstinados. Aquí todas las cosas acuden, en caricia, a tu discurso y te halagan, porque quieren cabalgar sobre tu espalda. Sobre cada parábola cabalgas aquí hasta cada verdad. Erguido y sincero puedes aquí hablar a todas las cosas; y, en verdad, a sus oídos suena como elogio que uno hable con todas las cosas — en recto.

    “Pero una cosa distinta es estar desamparado. Porque —¿lo recuerdas aún, ¡Oh Zaratustra!?— cuando entonces tu pájaro gritó sobre ti, cuando estabas de pie en el bosque, indeciso, sin saber adónde, cerca de un cadáver — cuando dijiste: “¡Que mis animales me guíen! Más peligroso me pareció entre los hombres que entre los animales”— ¡eso era desamparo! ¿Y lo recuerdas aún, ¡Oh Zaratustra!? — cuando te sentabas en tu isla, una fuente de vino entre cubos vacíos, dando y gastando, y entre sedientos regalando y escanciando — hasta que, por fin, sediento, te sentaste solo entre borrachos, y te lamentaste en la noche: “¿No es tomar más bienaventurado que dar? ¿Y robar aún más bienaventurado que tomar?” — ¡eso era desamparo! ¿Y lo recuerdas aún, ¡Oh Zaratustra!? — cuando vino tu hora más silenciosa y te empujó lejos de ti mismo, cuando susurró con malicia: “¡Habla y rómpete!” — cuando te hizo aborrecible todo tu esperar y callar, y desalentó tu humilde valor: ¡eso era desamparo!

    ¡Oh soledad! ¡Tú, mi hogar, soledad! ¡Cuán bienaventurada y tierna me habla tu voz! No nos preguntamos, no nos reprochamos; caminamos francos, juntos, por puertas abiertas. Porque contigo todo es abierto y claro; y también las horas aquí corren con pies más ligeros. En lo oscuro, en efecto, se carga más pesadamente con el tiempo que en la luz. Aquí me saltan a la cara las palabras y los sagrarios de las palabras de todo ser: todo ser quiere aquí devenir palabra, todo devenir quiere aprender de mí a hablar.

    Pero allí abajo — allí todo hablar es en vano. Allí, olvidar y pasar de largo es la mejor sabiduría: eso lo aprendí ahora. Quien quisiera comprenderlo todo en los hombres tendría que asirlo todo. Pero para eso tengo las manos demasiado limpias. Ni siquiera quiero respirar su aliento; ¡ay, que viví tanto tiempo entre su estruendo y su aliento viciado!

    ¡Oh bienaventurado silencio a mi alrededor! ¡Oh olores puros a mi alrededor! ¡Cómo, desde lo hondo del pecho, este silencio toma aliento puro! ¡Cómo escucha, este bienaventurado silencio!

    Pero allí abajo — allí todo habla, allí todo se desoye. Uno puede anunciar su sabiduría al repique de campanas: los tenderos del mercado la ahogarán con el tintineo de sus peniques.

    Todo entre ellos habla, ya nadie sabe comprender. Todo se va al agua; ya nada cae en pozos profundos.

    Todo entre ellos habla, ya nada sale bien ni llega a término. Todo cacarea; pero ¿quién quiere aún sentarse en silencio en el nido y empollar huevos?

    Todo entre ellos habla, todo se habla hasta gastarlo. Y lo que ayer aún era demasiado duro para el tiempo mismo y su diente, hoy cuelga, raspado y roído, de los hocicos de los de hoy.

    Todo entre ellos habla, todo es traicionado. Y lo que antaño se llamaba secreto y reserva de almas profundas, hoy pertenece a los trompeteros de las callejas y a otras mariposas.

    ¡Oh ser humano, criatura extraña! ¡Tú, estrépito en oscuras callejas! Ahora yaces de nuevo detrás de mí: ¡mi mayor peligro yace detrás de mí!

    En la indulgencia y en la compasión yació siempre mi mayor peligro; y todo lo humano quiere ser tratado con miramiento y tolerado. Con verdades contenidas, con mano de necio y corazón encaprichado, rico en pequeñas mentiras de la compasión: así viví siempre entre los hombres. Disfrazado me senté entre ellos, dispuesto a desconocerme para poder soportarlos, y gustosamente diciéndome: “¡Necio, no conoces a los hombres!”

    Uno desaprende a los hombres cuando vive entre los hombres; hay demasiado primer plano en todos ellos: ¿qué han de hacer ahí ojos que ven lejos, que buscan lejos? Y cuando me desconocieron, yo, necio, los traté por ello con más indulgencia que a mí mismo: acostumbrado a la dureza conmigo y a menudo aún vengándome de mí por esa indulgencia. Acribillado por moscas venenosas y ahuecado, como la piedra, por muchas gotas de malicia, así me senté entre ellos y todavía me decía: “¡Inocente es todo lo pequeño de su pequeñez!”

    En especial a los que ellos llaman “los buenos” los encontré como las moscas más venenosas de todas: pican con toda inocencia, mienten con toda inocencia; ¿cómo podrían ser justos conmigo? Al que vive entre los buenos, la compasión le enseña a mentir. La compasión vuelve viciado el aire para todas las almas libres. Porque la necedad de los buenos es insondable.

    Ocultarme a mí mismo y mi riqueza, eso aprendí allí abajo; pues a cada cual lo hallé todavía pobre de espíritu. Esa fue la mentira de mi compasión: que yo, con cada uno, sabía —que a cada cual se lo veía y se lo olía— qué era para él suficiente espíritu y qué era ya demasiado. Sus maneras rígidas: yo las llamé “sabias”, no “rígidas” — así aprendí a tragar palabras. A sus sepultureros los llamé “investigadores y examinadores” — así aprendí a trocar palabras. Los sepultureros excavan para sí enfermedades. Bajo viejos escombros reposan malos miasmas. No se ha de remover el lodazal. Se ha de vivir en las montañas.

    Con bienaventuradas narinas inhalo de nuevo la libertad de la montaña. Al fin está liberada mi nariz del olor de todo lo humano. Cosquilleada por brisas afiladas, como por vinos espumantes, estornuda mi alma — estornuda y se grita a sí misma: “¡Salud!”

    Así habló Zaratustra.

    Traducción desde el alemán (ed. crítica Colli-Montinari), revisada con ayuda de IA basada en arquitectura Transformer, siguiendo la segmentación de párrafos de Walter Kaufmann.

  • 3.8. DE LOS APÓSTATAS

    ¡Ay, yace todo ya marchito y gris lo que hasta hace poco, en este prado, estaba verde y multicolor! ¡Y cuánta miel de esperanza llevé de aquí a mis colmenas! Estos corazones jóvenes se han vuelto ya todos viejos —¡y ni siquiera viejos!—, sólo cansados, vulgares, perezosos: y a eso lo llaman: «Nos hemos vuelto de nuevo piadosos.»

    Hasta hace poco los vi, de madrugada, salir corriendo con pies valerosos; pero los pies del saber se les cansaron, y ahora calumnian incluso su valentía de la mañana. En verdad, más de uno alzaba antaño las piernas como un danzarín; la risa en mi sabiduría le hacía señas: entonces se lo pensó. Ahora mismo lo vi, encorvado, arrastrarse hacia la cruz. En torno a la luz y a la libertad revoloteaban antaño como mosquitos y como jóvenes poetas; un poco más viejos, un poco más fríos: y ya son más sombríos, más murmuradores y más arrimados a la estufa.

    ¿Se les acobardó quizá el corazón porque a mí la soledad me devoró como una ballena? ¿Tendió su oído quizá, anhelante y largo tiempo, en vano, hacia mí y hacia mis llamadas de trompeta y de heraldo? — ¡Ay! Siempre son sólo pocos aquellos cuyo corazón tiene prolongado valor y osadía; y a esos también el espíritu les permanece paciente. Pero el resto es cobarde. El resto: eso lo componen siempre la vasta mayoría, el de diario, el superfluo, los demasiado-muchos — ¡todos ellos son cobardes!

    Quien es de mi índole, también las vivencias de mi índole se le cruzarán en el camino: de modo que sus primeros compañeros deben ser cadáveres y bufones. Sus segundos compañeros, en cambio — esos se llamarán a sí mismos sus creyentes: un enjambre vivo, mucho amor, mucha necedad, mucha veneración imberbe. A estos creyentes no ha de atar su corazón quien es de mi índole entre los hombres; en estas primaveras y prados multicolores no ha de creer quien conoce la índole volátil y cobarde de los hombres.

    Si pudieran de otro modo, también querrían de otro modo. Lo a medias echa a perder lo entero. Que las hojas se marchiten — ¿qué hay que lamentar? Déjalas ir y caer, oh Zaratustra, y no te lamentes. Mejor aún, sopla con susurrantes vientos entre ellas, — sopla entre estas hojas, oh Zaratustra: para que todo lo marchito corra lejos de ti aún más deprisa.

    «Nos hemos vuelto de nuevo piadosos» —así confiesan estos apóstatas; y algunos de ellos son aún demasiado cobardes para confesarlo así.

    A esos los miro a los ojos — a esos se lo digo a la cara y al rubor de sus mejillas—: ¡vosotros sois de los que vuelven a rezar!

    ¡Pero es una vergüenza rezar! No para todos, pero sí para ti y para mí y para cualquiera que tenga su conciencia en la cabeza. ¡Para ti es una vergüenza rezar!

    Lo sabes bien: tu diablo cobarde dentro de ti —ese que con gusto querría juntar las manos, poner las manos en el regazo y tenerlo más cómodo— ese diablo cobarde te susurra: «¡hay un Dios!». Pero con ello perteneces a la ralea que rehúye la luz, a quienes la luz nunca deja reposo; ahora debes hundir cada día la cabeza más profundamente en la noche y la bruma.

    Y, en verdad, elegiste bien la hora: justo ahora vuelan de nuevo las aves nocturnas. Llegó la hora para todo el pueblo que rehúye la luz, la hora vespertina y de fiesta, en la que no “festeja”. Lo oigo y lo huelo: llegó su hora de caza y de procesión —no una caza salvaje, sino una caza mansa, renqueante, husmeadora, de los que pisan quedo y rezan quedo—, — una caza de santurrones sentimentales: ¡todas las ratoneras del corazón están otra vez dispuestas! Y donde levanto una cortina, sale disparada una polillita nocturna. ¿Estaría allí acurrucada con otra polillita? Porque por todas partes huelo pequeñas congregaciones agazapadas; y donde hay cuartitos, allí hay nuevos hermanos de rezo y el vaho de los hermanos de rezo.

    Se sientan largas tardes uno junto a otro y dicen: «¡Volvámonos de nuevo como los niñitos y digamos “querido Dios”!». — echados a perder en la boca y en el estómago por los piadosos pasteleros.

    O bien contemplan largas tardes a una astuta, acechante araña de la cruz, que predica prudencia a las propias arañas y así enseña: «¡bajo las cruces es bueno tejer!».

    O bien se sientan todo el día con cañas de pescar junto a los pantanos y por ello se creen profundos; pero al que pesca donde no hay peces, a ese no lo llamo ni siquiera superficial.

    O bien aprenden, piadosos y alegres, a tañer el arpa con un poeta-cantor que con gusto querría tañer su camino hasta el corazón de mujercitas jóvenes; pues se cansó de las mujercitas viejas y de su elogio.

    O bien aprenden a estremecerse con un erudito medio loco que, en habitaciones oscuras, espera a que le vengan los espíritus — ¡y el espíritu sale corriendo por completo!

    O bien escuchan atentamente a un viejo flautista vagabundo de ronroneos y gruñidos, que aprendió de los vientos turbios la tristeza de los tonos; ahora silba según el viento y predica tristeza en tonos turbios.

    Y algunos de ellos se han vuelto incluso serenos nocturnos: ahora saben tocar el cuerno, vagar por la noche y despertar viejas cosas que hace ya mucho tiempo dormían. Cinco palabras sobre viejas cosas oí anoche junto al muro del jardín: venían de esos viejos, afligidos y resecos serenos nocturnos.

    «Para ser un padre, no se ocupa bastante de sus hijos: ¡los padres humanos lo hacen mejor!» —

    «¡Es demasiado viejo! Ya ni siquiera se preocupa por sus hijos» — respondió así el otro sereno nocturno.

    «¿Tiene entonces hijos? ¡Nadie puede probarlo si él mismo no lo prueba! Hace ya tiempo que quisiera verlo probarlo alguna vez a fondo.»

    «¿Probar? ¡Como si alguna vez hubiese probado algo! Probar le resulta difícil; da mucha importancia a que se le crea.»

    «¡Sí! ¡Sí! La fe lo hace bienaventurado —la fe en él—. ¡Así es la índole de los viejos! ¡Así nos pasa también a nosotros!» —

    Así se hablaron entre sí los dos viejos serenos nocturnos y evitadores de la luz, y luego tocaron, apesadumbrados, sus cuernos: así ocurrió anoche junto al muro del jardín. Pero a mí se me retorció el corazón de risa, y quería reventar, y no sabía adónde; y se hundió en el diafragma. En verdad, aún será mi muerte que me asfixie de risa, cuando veo asnos borrachos y oigo a serenos nocturnos dudar así de Dios. ¿No ha pasado ya hace mucho también el tiempo de todas esas dudas? ¡Quién se atreve aún a despertar esas viejas cosas dormidas, que rehúyen la luz!

    Con los viejos dioses, sí, las cosas llegaron a su fin hace ya mucho tiempo; y, en verdad, tuvieron un buen y alegre final de dioses. No se pusieron crepusculares hasta morir —¡eso lo mienten, ciertamente!—; más bien, rieron un día hasta morir. Eso ocurrió cuando la palabra más impía salió de la boca de un dios mismo: —«¡Hay un solo Dios! ¡No tendrás otros dioses junto a mí!»—. Un viejo dios de barba airada, un celoso, se olvidó así de sí mismo; y todos los dioses rieron entonces, se tambalearon en sus tronos y gritaron: «¿No es precisamente divinidad que haya dioses, pero no Dios?»

    Quien tenga oídos, que oiga.

    Así habló Zaratustra en la ciudad que él amaba y la cual es apodada «la vaca multicolor». Pues desde aquí le quedaban apenas dos días de camino para volver a su cueva y a sus animales; y su alma exultaba sin cesar por la cercanía de su regreso al hogar.

    Traducción desde el alemán (ed. crítica Colli-Montinari), revisada con ayuda de IA basada en arquitectura Transformer, siguiendo la segmentación de párrafos de Walter Kaufmann.

  • 3.7. DEL PASAR DE LARGO

    Así, caminando lentamente a través de muchos pueblos y diversas ciudades, marchó Zaratustra por caminos tortuosos de vuelta a su montaña y a su cueva. Y he aquí que llegó inesperadamente también a la puerta de la gran ciudad; aquí saltó hacia él un loco que echaba espuma por la boca con las manos extendidas y se interpuso en su camino. Este era, sin embargo, el mismo loco al que el pueblo llamaba “el simio de Zaratustra”: porque había percibido algo del fraseo y la cadencia del discurso y quizás también tomaba con gusto del acervo de su sabiduría. Y el loco habló así a Zaratustra.

    “¡Oh Zaratustra, aquí está la gran ciudad: aquí no tienes nada que buscar y todo que perder! ¿Por qué querrías vadear este lodo? ¡Ten compasión de tu pie! Escupe más bien sobre la puerta de la ciudad y da la vuelta. Aquí está el infierno para los pensamientos de ermitaño: aquí los grandes pensamientos se hierven vivos y se cuecen hasta volverse pequeños. Aquí se descomponen todos los grandes sentimientos: aquí solo pueden castañetear sentimientitos flacos. ¿No hueles ya los mataderos y las cocinas del espíritu? ¿No humea esta ciudad con el vapor del espíritu sacrificado?”

    ¿No ves las almas colgar como flácidos, sucios harapos? ¡Y aún hacen periódicos con esos harapos!

    ¿No oyes cómo aquí el espíritu se volvió juego de palabras? ¡Vomita una repelente enjaguadura de palabras! — Y aún hacen periódicos con esa enjaguadura verbal.

    Se persiguen unos a otros y no saben adónde; se acaloran unos a otros y no saben por qué. Tintinean con su hojalata, repican con su oro. Están fríos y buscan calor en aguas destiladas; están acalorados y buscan frescor en espíritus helados; están todos enfermos y adictos a las opiniones públicas.

    Todas las lujurias y los vicios están aquí en su casa; pero también hay aquí virtuosos: hay mucha acomodaticia virtud asalariada — con dedos de escribano y dura carne de sentarse y esperar, bendecida con pequeñas estrellas en el pecho y con hijas almohadilladas, sin trasero. También hay aquí mucha piedad y mucha devota lamida de escupitajos, mucha confitería de halagos ante el Dios de los Ejércitos. “De arriba” gotean, claro, la estrella y la misericordiosa saliva; hacia arriba suspira todo pecho sin estrellas.

    La luna tiene su corte, y la corte tiene sus lunáticos; pero a todo lo que viene de la corte le reza el pueblo limosnero y toda la acomodaticia virtud limosnera. “Yo sirvo, tú sirves, servimos” — así reza toda la acomodaticia virtud hacia arriba, al príncipe: para que la bien merecida estrella se prenda por fin en el angosto pecho.

    Pero la luna aún gira en torno a todo lo terrenal; así también el príncipe aún gira en torno a lo más terrenal de todo — y eso es el oro del tendero. El Dios de los Ejércitos no es un dios de lingotes; el príncipe piensa, pero el tendero dirige.

    Por todo lo que hay luminoso, y fuerte, y bueno en ti, oh Zaratustra, ¡escupe sobre esta ciudad de tenderos y da la vuelta! Aquí toda la sangre fluye podrida, tibia y espumosa por todas las venas; ¡escupe sobre la gran ciudad, que es el gran vertedero, donde toda la hez espumea junta! Escupe sobre la ciudad de las almas aplastadas y los pechos angostos, de los ojos punzantes, de los dedos pegajosos — sobre la ciudad de los impertinentes y desvergonzados, de los plumíferos y vociferantes, de los ambiciosos sobrecalentados — donde todo lo manchado, lo infame, lo lascivo, lo oscuro, lo excesivamente blando, lo ulceroso, lo conspiratorio, supura junto: ¡escupe sobre la gran ciudad y da la vuelta!”

    Pero aquí interrumpió Zaratustra al loco que echaba espuma por la boca y le tapó la boca. “¡Acaba de una vez!”, gritó Zaratustra; “me repugnan desde hace mucho tu discurso y tus maneras. ¿Por qué habitaste tanto tiempo en el pantano, que tú mismo tuviste que volverte rana y sapo? ¿No te corre ahora por las venas una sangre pantanosa, podrida y espumosa, que así aprendiste a croar y a calumniar? ¿Por qué no te fuiste al bosque? ¿O araste la tierra? ¿No está el mar lleno de islas verdes? Desprecio tu despreciar; y cuando me avisaste, ¿por qué no te avisaste a ti mismo?”

    Sólo del amor ha de alzar el vuelo hacia mí mi despreciar y mi pájaro avisador; ¡no del pantano!

    Se te llama mi simio, tú loco espumeante; pero yo te llamo mi cerdo gruñón: con tus gruñidos todavía me echas a perder mi elogio de la locura. ¿Qué fue, entonces, lo que te hizo gruñir primero? Que nadie te halagó bastante: por eso te sentaste junto a esta inmundicia, para tener fundamento para mucho gruñir — para tener fundamento para mucha venganza. Pues venganza, en efecto, tú loco vanidoso, es todo tu espumear; ¡te adiviné bien!

    Pero tu palabra de loco me hace daño, incluso cuando tienes razón. Y aunque la palabra de Zaratustra tuviera razón cien veces, tú con mi palabra harías siempre — sin razón.

    Así habló Zaratustra; y contempló la gran ciudad, suspiró y calló largo tiempo. Al fin habló así: “Me repugna también esta gran ciudad y no sólo este loco. Aquí y allí no hay nada que mejorar, nada que empeorar. ¡Ay de esta gran ciudad! — ¡Y quisiera ver ya la columna de fuego en que se abrasará! Porque tales columnas de fuego deben preceder al gran mediodía. Mas esto tiene su tiempo y su propio destino.”

    “Pero esta lección te doy, tú loco, como despedida: donde ya no se puede amar, allí hay que — pasar de largo!”

    Así habló Zaratustra y pasó de largo junto al loco y a la gran ciudad.

    Traducción desde el alemán (ed. crítica Colli-Montinari), revisada con ayuda de IA basada en arquitectura Transformer, siguiendo la segmentación de párrafos de Walter Kaufmann.

  • 3.6. EN EL MONTE DE LOS OLIVOS

    El invierno, un áspero huésped, se sienta conmigo en casa; heladas están mis manos por el apretón de manos de su amistad. Yo honro a este áspero huésped, pero con gusto le dejo sentado a solas. Con gusto corro lejos de él; y, si uno corre bien, ¡se le escapa! Con los pies calientes y pensamientos cálidos corro hacia donde el viento está calmo, al rincón soleado de mi Monte de los Olivos. Allí me río de mi severo huésped, y aún le tengo aprecio, porque en casa me caza las moscas y acalla muchos pequeños ruidos. Pues no tolera que un mosquito quiera cantar, ni mucho menos dos; e incluso deja solitarias las callejas, de modo que la luz de la luna de noche allí tiene miedo.

    Es un huésped duro, — pero yo le honro, y no rezo, como los delicados, al panzudo ídolo del fuego. ¡Prefiero aún un poco de castañeteo de dientes antes que adorar ídolos! — así lo quiere mi índole. Y especialmente soyles adverso a todos los ardorosos, humeantes y asfixiantes ídolos del fuego.

    Al que amo, lo amo en invierno mejor que en verano; ahora me burlo mejor de mis enemigos, y con más brío, desde que el invierno se sienta conmigo en casa. Con brío, en verdad, aun cuando me arrastro a la cama: allí ríe y travesea mi felicidad acurrucada; ríe aún mi sueño mentiroso. ¿Yo — un rastrero? Jamás me arrastré en la vida ante los poderosos; y si alguna vez mentí, mentí por amor. Por eso estoy alegre también en mi lecho de invierno. Una cama humilde me calienta más que una rica, porque estoy celoso de mi pobreza. Y en invierno me es la más fiel.

    Con una maldad empiezo cada día: me burlo del invierno con un baño frío; por ello gruñe mi severo amigo de casa. También lo cosquilleo de buen grado con una velita de cera, para que por fin deje salir al cielo de la penumbra cenicienta. Pues por la mañana soy especialmente malévolo: a horas tempranas, cuando el cubo tintinea en el pozo y los caballos relinchan calientes por las grises callejas. Impaciente espero entonces a que por fin el cielo claro se abra, el cielo de invierno de barba de nieve, el anciano, el de cabeza blanca,— — el cielo de invierno, el silencioso, que a menudo silencia aún a su sol.

    ¿Aprendí yo de él el largo y luminoso silencio? ¿O lo aprendió él de mí? ¿O cada uno de nosotros lo ha inventado por sí mismo? El origen de todas las cosas buenas es mil veces múltiple; todas las cosas buenas y traviesas saltan al ser por puro placer: ¡cómo habrían de hacerlo solo una vez! También el largo silencio es una buena travesura: y, como el cielo de invierno, mirar desde un rostro luminoso y de ojos redondos; — y, como él, silenciar a su sol y a su indomable voluntad solar: en verdad, este arte y esta travesura invernal las aprendí bien.

    Mi más amada maldad y arte es que mi silencio aprendió a no delatarse por el silencio. Repiqueteando con palabras y dados engaño a los ceremoniosos que aguardan; a todos esos severos vigías, mi voluntad y mi propósito han de escapárseles. Para que nadie vea mi fondo y última voluntad, para eso inventé para mí el largo y luminoso silencio. A más de un sagaz encontré: velaba su rostro y enturbiaba su agua, para que nadie mirara a través de ella y hacia abajo. Pero a él, precisamente, vinieron más sagaces desconfiados y cascanueces; a él, precisamente, le pescaron su pez más oculto. En cambio, los claros, los rectos, los transparentes — esos son para mí los más sabios silenciosos: en ellos es tan hondo su fondo que ni siquiera el agua más clara lo delata.

    ¡Tú, de barba de nieve, cielo de invierno silencioso, tú cabeza blanca de ojos redondos sobre mí! ¡Oh tú, parábola celeste de mi alma y de su travesura!

    ¿Y no debo ocultarme, como quien se ha tragado oro, no sea que me rajen el alma? ¿No debo llevar zancos para que pasen por alto mis largas piernas —todos estos envidiosos y amantes del dolor que me rodean? Estas almas ahumadas, templadas de sala, gastadas, enverdecidas y agriadas —¡cómo podría su envidia soportar mi felicidad! Así, solo les muestro el hielo y el invierno de mis cumbres, y no que mi montaña aún se ciñe todos los cíngulos del sol. Oyen solo silbar mis tormentas de invierno; y no que yo también navego sobre mares cálidos, como vientos del sur anhelantes, pesados y ardientes. Todavía se compadecen de mis percances y azares; pero mi palabra dice: “dejad que el azar venga a mí: es inocente como un niño.”

    ¡Cómo podrían soportar mi felicidad, si no le pusiera percances, penurias de invierno, gorras de oso polar y envolturas de cielo nevado alrededor! — si no me apiadara yo mismo de su compasión, de la compasión de esos envidiosos y amantes del dolor! — si no suspirara yo mismo ante ellos, y castañeteara de frío, y, paciente, me dejara envolver en su compasión! Esta es la sabia travesura y benignidad de mi alma: que no oculta su invierno ni sus tormentas de escarcha; tampoco oculta sus sabañones.

    La soledad de uno es la huida del enfermo; la soledad de otro, la huida de los enfermos.

    ¡Que me oigan castañetear y suspirar de frío invernal, todos estos pobres pícaros de mirada torcida que me rodean! Con tal suspiro y castañeteo aún huyo de sus estancias caldeadas.

    Que me compadezcan y suspiren compasivamente por mis sabañones: “¡En el hielo del saber todavía se nos hiela!” —así se quejan.

    Entretanto, corro con los pies calientes de acá para allá por mi Monte de los Olivos; en el rincón soleado de mi Monte de los Olivos canto y me burlo de toda compasión.— Así cantó Zaratustra.

    Traducción desde el alemán (ed. crítica Colli–Montinari), revisada con ayuda de IA basada en arquitectura Transformer, siguiendo la segmentación de párrafos de Walter Kaufmann. 

  • 3.5. DE LA VIRTUD QUE EMPEQUEÑECE

    Cuando Zaratustra estuvo de nuevo sobre tierra firme, no se dirigió directamente a sus montañas y su cueva, sino que hizo muchos caminos y preguntas, e indagó esto y aquello, de modo que dijo de sí mismo en broma: «¡Mira, un río que, en muchos meandros, fluye de vuelta a su fuente!» Pues quería averiguar qué había sucedido entretanto con el hombre: si se había vuelto más grande o más pequeño. Y una vez vio una hilera de casas nuevas; entonces se maravilló y dijo:

    «¿Qué significan estas casas? En verdad, ningún alma grande las colocó ahí como parábola. ¿Las tomó quizá un niño necio de su caja de juguetes? ¡Ojalá otro niño las metiera de nuevo en su caja! Y esas salas y aposentos: ¿pueden los hombres salir y entrar en ellos? Me parecen hechos para muñecas de seda, o para gatitos golosos que también se dejan golosear.»

    Y Zaratustra se detuvo y reflexionó. Finalmente dijo, afligido: «¡Todo se ha vuelto más pequeño!» En todas partes veo puertas más bajas: el que es de mi especie aún puede pasar por allí, pero debe agacharse. «¡Oh, cuándo volveré a mi patria, donde no deba ya agacharme — no deba ya agacharme ante los pequeños!» —Y Zaratustra suspiró y miró a lo lejos.— Pero aquel mismo día pronunció su discurso sobre la virtud que empequeñece.

    «Camino entre este pueblo y mantengo los ojos abiertos: no me perdonan que no codicie sus virtudes. Me muerden porque les digo: para gente pequeña son necesarias virtudes pequeñas — y porque me repugna admitir que la gente pequeña sea necesaria.»

    «Todavía me parezco aquí al gallo en corral ajeno, al que también las gallinas muerden; pero no por ello tengo ojeriza a estas gallinas. Soy cortés con ellas, como con todas las pequeñas molestias; ser espinoso frente a lo pequeño me parece una sabiduría para erizos.»

    «Hablan todos de mí cuando, por la tarde, se sientan alrededor del fuego — hablan de mí, pero nadie piensa — en mí! Este es el nuevo silencio que aprendí: su ruido en torno a mí extiende un manto sobre mis pensamientos.»

    «Alborotan entre sí: “¿Qué quiere de nosotros esta nube sombría? Procuremos que no nos traiga una peste.” Y no ha mucho una mujer estrechó contra sí a su hijo, que quería venirse hacia mí: “¡Quitad a los niños de aquí! —gritó—; esos ojos abrasan almas de niños.” Tosen cuando hablo: creen que la tos es una objeción contra los vientos fuertes; ¡nada adivinan del bramido de mi felicidad! “Todavía no tenemos tiempo para Zaratustra” —así objetan; pero ¿qué importa un tiempo que “no tiene tiempo” para Zaratustra?»

    «Y cuando incluso me elogian: ¿cómo podría yo adormecerme con su elogio? Un cíngulo de espinas es para mí su alabanza: me sigue arañando incluso cuando me lo quito de encima. Y también esto aprendí entre ellos: el que alaba se comporta como si devolviera, pero en verdad lo que quiere es ser objeto de más dádivas.»

    «¡Preguntad a mi pie si le agrada su manera de alabar y de atraer! En verdad, a tal compás y tictac no quiere ni danzar ni estarse quieto. A la pequeña virtud querrían atraerme y halagarme; al tictac de la pequeña felicidad querrían persuadir a mi pie.»

    «Camino entre este pueblo y mantengo los ojos abiertos: se han hecho pequeños y se hacen cada vez más pequeños; y es su doctrina de la felicidad y la virtud la que lo produce. También en la virtud son modestos, porque quieren comodidad; pero con la comodidad sólo se aviene la virtud modesta.»

    «También ellos aprenden, a su manera, a caminar y a avanzar hacia delante; a eso llamo yo su cojear. Con ello se vuelven un estorbo para todo el que tiene prisa. Y más de uno de ellos avanza, pero al mismo tiempo mira hacia atrás, con el cuello rígido: a ése corro yo con gusto contra el cuerpo. El pie y los ojos no deberían mentir, ni acusarse el uno al otro de mentir. Pero hay mucha mendacidad entre la gente pequeña. Algunos de ellos quieren, pero la mayoría no son sino queridos. Algunos son auténticos, pero la mayoría son malos actores. Hay actores sin saberlo entre ellos y actores contra su voluntad — los auténticos son siempre raros, en especial los auténticos actores.»

    «Aquí hay poco de varón; por eso se masculinizan sus mujeres. Pues sólo quien es lo bastante hombre logrará, en la mujer, a la mujer — redimir.»

    «Y esta hipocresía la encontré entre ellos en su grado más vil: que incluso los que mandan simulan las virtudes de quienes sirven. “Yo sirvo, tú sirves, nosotros servimos” —así reza aquí también la hipocresía de los que gobiernan—; ¡y ay, si el primer señor es solamente el primer sirviente!»

    «¡Ay, también en sus hipocresías se disipó ciertamente la curiosidad de mi ojo; y bien adiviné su felicidad de moscas y su zumbar en torno a cristales soleados. Tanta bondad, tanta debilidad veo. Tanta justicia y compasión, tanta debilidad.»

    «Redondos, rectos y amables son entre sí, como los granos de arena son redondos, rectos y amables entre sí. Abrazar modestamente una pequeña felicidad — a eso lo llaman “resignación”; y, a la vez, modestos, ya bizquean buscando otra pequeña felicidad. En el fondo quieren ingenuamente una sola cosa por encima de todo: que nadie les haga daño. Por eso se adelantan a cualquiera y le hacen bien. Pero esto es cobardía — aunque se llame “virtud”.»

    «Y cuando alguna vez hablan ásperamente, esa gente pequeña, no oigo en ello sino su ronquera — pues cualquier corriente de aire los vuelve roncos. Son sagaces; sus virtudes tienen dedos sagaces. Pero les faltan los puños: sus dedos no saben esconderse tras puños. Para ellos, virtud es lo que vuelve modesto y manso: con ello hicieron del lobo un perro, y del hombre mismo el mejor animal doméstico del hombre.»

    «“Colocamos nuestra silla en el medio — eso me dice su sonrisa — y tan lejos de los esgrimidores moribundos como de los cerdos satisfechos.” Pero esto es mediocridad — aunque se llame moderación.»

    «Camino entre este pueblo y dejo caer más de una palabra; pero no saben ni acoger ni guardar.»

    «Se maravillan de que yo no viniera a vituperar placeres y vicios; y, en verdad, tampoco vine a prevenir contra los rateros.»

    «Se maravillan de que no esté dispuesto a volver más ingeniosa y punzante su sagacidad: como si no tuvieran ya bastantes sabelotodos, cuyas voces me raspan como lápices de pizarra!»

    «Y cuando grito: “¡Maldecid a todos los diablos cobardes en vosotros, que con gusto querrían gimotear y juntar las manos y adorar!” —entonces ellos gritan: “¡Zaratustra es impío!”. Y en especial lo gritan sus maestros de la resignación; pero justamente a ellos me deleita gritarles en la oreja: “¡Sí! ¡Soy Zaratustra, el impío!”. ¡Esos maestros de la resignación! Adondequiera que hay algo pequeño, y enfermo, y cubierto de costras se arrastran como piojos; y sólo mi asco me impide chascarlos.»

    «¡Bien! Este es mi sermón para sus oídos: soy Zaratustra, el impío, el que dice aquí: “¿Quién es más impío que yo, para que yo me alegre con su instrucción?”»

    «Soy Zaratustra, el impío: ¿dónde encuentro a mis iguales? Y son mis iguales todos los que se dan a sí mismos su voluntad y apartan de sí toda resignación.»

    «Soy Zaratustra, el impío: aún cuezo cada azar en mi olla. Y sólo cuando está bien cocido, lo acojo como mi alimento. Y, en verdad, más de un azar vino imperioso hasta mí; pero más imperioso todavía le habló mi voluntad — y ya yacía suplicante de rodillas —, suplicando encontrar albergue y corazón en mí, y urgiéndome, lisonjero: “¡Mira, oh Zaratustra, cómo sólo un amigo llega a un amigo!”»

    «¡Pero, por qué hablo donde nadie tiene mis oídos! Y así quiero gritarlo a todos los vientos: ¡Os volvéis siempre más pequeños, vosotros, gente pequeña! ¡Os desmoronáis, vosotros, los cómodos! ¡Aún vais a perecer — por vuestras muchas pequeñas virtudes, por vuestras muchas pequeñas omisiones, por vuestras muchas pequeñas resignaciones! Demasiado indulgente, demasiado condescendiente: así es vuestro suelo. ¡Pero para que un árbol se haga grande, quiere hundir raíces duras contra rocas duras!»

    «También lo que vosotros omitáis teje en la trama de todo el futuro del hombre; también vuestra nada es una tela de araña y una araña que vive de la sangre del futuro. Y cuando tomáis, es como robar, vosotros, pequeños virtuosos; pero incluso entre pícaros dice el honor: “Sólo se ha de robar donde no se puede arrebatar.”»

    «“Se da” — también eso es una doctrina de la resignación. Pero yo os digo, vosotros, los cómodos: se toma, y seguirá tomando cada vez más de vosotros. ¡Ay, que apartarais todo querer a medias de vosotros y os resolvierais para la pereza lo mismo que para la acción!»

    «¡Ay, que comprendierais mi palabra: “Haced, en cualquier caso, lo que queráis — pero sed primero aquellos que pueden querer!”»

    «“Amad, en cualquier caso, a vuestro prójimo como a vosotros — pero sedme primero aquellos que se aman a sí mismos: ¡amad con el gran amor, amad con el gran desprecio!” Así habla Zaratustra, el impío.»

    «¡Pero por qué hablo donde nadie tiene mis oídos! Es todavía aquí una hora demasiado temprana para mí. Mi propio precursor soy entre este pueblo, mi propio canto de gallo a través de oscuras callejas. ¡Pero su hora llega! ¡Y llega también la mía! Cada hora se vuelven más pequeños, más pobres, más estériles — ¡pobre hierba! ¡pobre suelo! Y pronto han de estar ante mí como hierba seca y estepa, y — ¡en verdad! — cansados de sí mismos, y sedientos más que de agua, ¡de fuego!»

    «¡Oh, bendita hora del relámpago! ¡Oh, secreto antes del mediodía! Fuegos corrientes quiero un día hacer de ellos y heraldos con lenguas de llamas: — ¡proclamarán un día con lenguas de llamas: “¡Llega, está cerca, el gran mediodía!”»

    Así habló Zaratustra

    Traducción desde el alemán (ed. crítica Colli–Montinari), revisada con ayuda de IA basada en arquitectura Transformer, siguiendo la segmentación de párrafos de Walter Kaufmann. 

  • 3.4. ANTES DEL AMANECER

    ¡Oh cielo sobre mí, tú, puro! ¡Profundo! ¡Tú, abismo de luz! Contemplándote tiemblo de deseos divinos. Arrojarme a tu altura —¡esa es mi profundidad! Refugiarme en tu pureza —¡esa es mi inocencia!

    A Dios lo vela su belleza: así ocultas tú tus estrellas. No hablas: así me anuncias tu sabiduría. En silencio, sobre el mar rugiente, hoy has surgido para mí; tu amor y tu pudor hablan revelación a mi alma rugiente. Que vinieras a mí hermoso, velado en tu belleza, que me hables en silencio, revelado en tu sabiduría: ¡oh, cómo no habría de adivinar todo lo pudoroso de tu alma! Antes que el sol viniste a mí, al más solitario.

    Somos amigos desde el comienzo: compartimos la aflicción, el horror y el abismo; aún el sol tenemos en común. No hablamos el uno al otro, porque sabemos demasiado; callamos el uno ante el otro, nos sonreímos nuestro saber. ¿No eres tú la luz para mi fuego? ¿No tienes el alma hermana de mi comprensión? Juntos lo aprendimos todo; juntos aprendimos a ascender por encima de nosotros hacia nosotros mismos y a sonreír sin nubes: a sonreír sin nubes hacia abajo desde ojos luminosos y desde las más remotas lejanías, cuando bajo nosotros la coacción, el propósito y la culpa humean como lluvia.

    Y caminaba solo: ¿de qué tenía hambre mi alma en las noches y en los senderos extraviados? Y ascendía montañas, ¿a quién busqué alguna vez, cuando no a ti, en las montañas? Y todo mi caminar y ascender montañas no era sino una necesidad y un recurso del desvalido: ¡volar sólo quiere toda mi voluntad, volar en ti, hacia ti!

    ¿Y qué odié más que a las nubes pasajeras y todo lo que te manchó? ¡Y aun odié mi propio odio, porque te manchó! Estoy furioso con las nubes pasajeras, esos sigilosos gatos de presa: nos quitan a ti y a mí lo que nos es común: el vasto, ilimitado decir Sí y Amén. Contra esos mediadores y mezcladores estamos furiosos: esos mitad-y-mitad, que ni aprendieron a bendecir ni aún a maldecir desde el fondo.

    Con más gusto quiero sentarme en el tonel bajo el cielo cerrado, con más gusto, sin cielo, estar sentado en el abismo, que verte, cielo de luz, manchado por nubes errantes.

    Y a menudo anhelé sujetarlas con los dentados hilos de oro del relámpago, para, como el trueno, golpear el tambor sobre sus vientres como calderas: un colérico tamborilero, porque ellas me roban tu ¡Sí! y tu Amén, tú cielo sobre mí, tú puro, tú luminoso, tú abismo de luz, — porque ellas te roban mi ¡Sí! y mi Amén. Pues prefiero el ruido, y los truenos, y las maldiciones de la tempestad, a ese circunspecto y dubitativo reposo felino; y también entre los hombres odio sobre todo a los que pisan en silencio, y a los mitad-y-mitad, y a las nubes dubitativas, vacilantes, a la deriva.

    “¡Quien no puede bendecir, que aprenda a maldecir!” Esta luminosa enseñanza me cayó del cielo luminoso; esta estrella sigue aún, en las negras noches, en mi cielo.

    Pero yo soy uno que bendice y uno que dice Sí, si sólo tú estás a mi alrededor, tú puro, tú luminoso, tú abismo de luz; a todos los abismos llevo entonces mi decir Sí que bendice. En uno que bendice me he convertido y en uno que dice Sí: y por ello luché mucho tiempo, y fui un luchador, para un día tener las manos libres para bendecir. Pero esto es mi bendecir: estar sobre cada cosa como su propio cielo, como su techo redondo, su campana azul y su eterna seguridad; y bienaventurado es quien así bendice.

    Porque todas las cosas están bautizadas en la fuente de la eternidad y más allá del bien y del mal; pero el bien y el mal mismos son sólo sombras intermedias, húmedas tribulaciones y nubes a la deriva.

    En verdad, es un bendecir y no una blasfemia cuando enseño: “sobre todas las cosas está el cielo azar, el cielo inocencia, el cielo acaso, el cielo desmesura.”

    “Por casualidad”: esa es la más antigua nobleza del mundo, la que yo devolví a todas las cosas; yo las redimí de la servidumbre bajo el propósito. Esta libertad y serenidad celeste coloqué como una campana azul sobre todas las cosas, cuando enseñé que por encima de ellas y a través de ellas ninguna “voluntad eterna” — quiere. Esta desmesura y esta necedad puse en lugar de esa voluntad, cuando enseñé: “En todo hay una cosa imposible: la sensatez.”

    Un poco de razón, ciertamente, una semilla de sabiduría diseminada de estrella a estrella — esta levadura está mezclada en todas las cosas: ¡a causa de la necedad hay sabiduría mezclada en todas las cosas! Un poco de sabiduría es ya posible; pero esta bienaventurada seguridad encontré en todas las cosas: que prefieren danzar sobre los pies del azar.

    ¡Oh cielo sobre mí, tú puro! ¡Alto! Esto es para mí ahora tu pureza: que no hay ninguna araña eterna de la razón ni telarañas eternas de la razón; que tú para mí eres una pista de baile para divinos azares, que tú para mí eres una mesa de los dioses para divinos dados y jugadores de dados. ¿Pero te sonrojas? ¿Dije lo indecible? ¿Blasfemé en el mismo momento en que quise bendecirte? ¿O es la vergüenza de ser dos la que te hizo sonrojar? ¿Me ordenas irme y guardar silencio, porque ahora llega el día?

    El mundo es profundo: y más profundo de lo que jamás el día pensó. No todo puede tener palabras ante el día. Pero el día llega: ¡así que separémonos ahora! ¡Oh cielo sobre mí, tú pudoroso! ¡Ardiente! ¡Oh tú mi felicidad antes de la salida del sol! El día llega: ¡así que separémonos ahora!

    Así habló Zaratustra.

    Traducción desde el alemán (ed. crítica Colli–Montinari), revisada con ayuda de IA basada en arquitectura Transformer, siguiendo la segmentación de párrafos de Walter Kaufmann. 

  • 3.3. DE LA BEATITUD CONTRARIA A LA VOLUNTAD

    Con tales enigmas y amarguras en el corazón navegó Zaratustra sobre el mar. Pero cuando estuvo a cuatro días de viaje de las islas bienaventuradas y de sus amigos, entonces había superado todo su dolor: triunfante y con los pies firmes estuvo de nuevo sobre su destino. Y entonces habló Zaratustra así a su conciencia exultante:

    Estoy solo de nuevo y quiero estarlo, solo con el cielo puro y el mar abierto; y de nuevo es la tarde a mi alrededor. Por la tarde encontré por primera vez a mis amigos, por la tarde también una segunda vez: a la hora en que toda luz se vuelve más quieta. Pues lo que de felicidad aún está de camino entre el cielo y la tierra, busca ahora un alma luminosa como albergue. De felicidad toda luz se ha vuelto ahora más quieta.

    ¡Oh tarde de mi vida! Un día descendió también mi felicidad al valle, para buscarse un albergue: entonces encontró estas almas abiertas y hospitalarias. ¡Oh tarde de mi vida! ¡Qué no di para tener una sola cosa: esta plantación viva de mis pensamientos y esta luz de la mañana de mi más alta esperanza!

    Compañeros buscó un día el creador y niños de su esperanza; y mira, encontró que no podía hallarlos, a menos que primero los creara él mismo. Así estoy yo en medio de mis trabajos, yendo hacia mis niños y regresando de ellos: por causa de sus niños debe Zaratustra completarse a sí mismo. Pues en lo más hondo uno ama solamente a su niño y a su obra; y donde hay un gran amor hacia uno mismo, allí es signo de la preñez: así lo encontré. Aún verdecen para mí mis niños en su primera primavera, están erguidos unos junto a otros y, juntos, sacudidos por los vientos: los árboles de mi jardín y de mi mejor tierra. ¡Y en verdad! Donde tales árboles se alzan unos junto a otros, allí están las islas bienaventuradas. Pero un día quiero trasplantarlos y poner a cada uno por sí solo, para que aprenda soledad, desafío y cautela. Nudoso y retorcido, y con flexible dureza, ha de alzárseme entonces junto al mar un viviente faro de vida invencible.

    Allí donde las tormentas se precipitan hacia abajo en el mar y el hocico de la montaña bebe agua, ahí ha de tener cada uno, una vez, sus vigilias de día y de noche para su prueba y reconocimiento. Ha de ser reconocido y probado, para ver si es de mi estirpe y linaje; — si es señor de una voluntad larga, silencioso aun cuando habla, y cediendo de manera que, al dar, toma. — que un día llegue a ser mi compañero, un co-creador y co-celebrante de Zaratustra: — uno tal que escriba mi voluntad sobre mis tablas, para la más plena consumación de todas las cosas. Y por su causa y por los semejantes a él debo yo a mi vez completarme: por eso me aparto ahora de mi felicidad y me ofrezco a toda desventura — para mi última prueba y reconocimiento.

    Y, en verdad, ya era tiempo de que me fuese; y la sombra del caminante, y la más larga espera, y la hora más silenciosa — todos me dijeron: «¡Es más que la hora!» El viento me sopló a través de la cerradura y dijo: «¡Ven!» La puerta se abrió para mí, astuta, y dijo: «¡Ve!» Mas yacía encadenado al amor por mis niños: el deseo me tendió esta soga, el deseo de amor, de llegar a ser botín de mis niños y perderme en ellos. Deseo — eso ya significa para mí: haberme perdido. ¡Os tengo, mis niños! En este tener todo ha de ser seguridad y nada deseo.

    Pero incubando yacía sobre mí el sol de mi amor; en su propio jugo se cocía Zaratustra — entonces volaron sombras y dudas por encima de mí. Ya anhelaba escarcha e invierno: «¡Oh, que la escarcha y el invierno me hicieran de nuevo chascar y crujir!» suspiré. — Entonces se alzó desde mí una bruma helada. Mi pasado abrió sus sepulcros, más de un dolor enterrado vivo despertó: — sólo había dormido su sueño, escondido en vestiduras de cadáver.

    Así todo me gritaba en señales: «¡Es la hora!». Pero yo — no escuché: hasta que, por fin, mi abismo se movió y mi pensamiento me mordió. ¡Ay, pensamiento abismal, tú que eres mi pensamiento! ¿Cuándo hallaré la fuerza para oírte cavar y no temblar ya? Hasta la garganta me golpea el corazón cuando te oigo cavar. Tu silencio aún quiere estrangularme, ¡tú, abismal callador! Nunca osé llamarte arriba: ya bastó con que te llevase conmigo. Aún no fui bastante fuerte para la última soberbia y desenfreno del león. Siempre tu peso fue ya para mí bastante de lo terrible; pero un día he de hallar la fuerza y la voz del león que te llame arriba.

    Cuando haya superado eso, quiero superar también lo que es más grande; ¡y una victoria ha de ser el sello de mi culminación!

    Entretanto navego aún sobre inciertos mares; el azar me adula, el de lengua suave; miro adelante y atrás — aún no veo ningún fin. Aún no me llegó la hora de mi última lucha — ¿o me llega quizás ahora? En verdad, con traicionera belleza me contemplan alrededor el mar y la vida.

    ¡Oh tarde de mi vida! ¡Oh felicidad antes del anochecer! ¡Oh puerto sobre altos mares! ¡Oh paz en lo incierto! ¡Cómo desconfío de todos vosotros! En verdad, desconfío de vuestra traicionera belleza, como el amante que desconfía de toda sonrisa. Como aquel que, a la que más ama, la empuja delante de sí, tierno aún en su dureza — el celoso — así empujo yo esta hora bienaventurada delante de mí.

    ¡Fuera contigo, tú bienaventurada hora! Contigo me llegó una beatitud contraria a la voluntad. Aquí estoy dispuesto a mi más profundo dolor. ¡Llegaste a destiempo!

    ¡Fuera contigo, tú bienaventurada hora! Mejor toma albergue allí — con mis niños. ¡Apresúrate! ¡Y bendícelos antes del anochecer con mi felicidad!

    Ahí se acerca ya el anochecer: el sol se hunde. ¡Allá va — mi felicidad!

    Así habló Zaratustra. Y esperó toda la noche su desventura; pero esperó en vano. La noche permaneció luminosa y callada, y la felicidad misma se le acercó cada vez más. Pero hacia la mañana rió Zaratustra en su corazón y dijo burlón: «La felicidad corre tras de mí. Esto sucede porque yo no corro tras las mujeres. Mas la felicidad es una mujer.»


    Traducción desde el alemán (ed. crítica Colli–Montinari), revisada con ayuda de IA basada en arquitectura Transformer, siguiendo la segmentación de párrafos de Walter Kaufmann. 

  • 3.2. DE LA VISIÓN Y EL ENIGMA

    3.2. De la visión y el enigma

    Cuando entre la tripulación del barco se supo que Zaratustra estaba a bordo —pues al mismo tiempo había embarcado con él un hombre venido de las islas bienaventuradas—, se despertó una gran curiosidad y expectación. Pero Zaratustra guardó silencio dos días y estuvo frío y sordo de tristeza, de modo que no respondía ni a miradas ni a preguntas. Por la tarde del segundo día abrió de nuevo los oídos, aunque aún callaba: pues había muchas cosas extrañas y peligrosas que oír en aquel barco, que venía de lejos y quería ir aún más lejos. Pero Zaratustra era amigo de todos aquellos que emprenden largos viajes y no quieren vivir sin peligro. Y he aquí que, por fin, al escuchar, se le soltó su propia lengua y se quebró el hielo de su corazón: — entonces comenzó a hablar así.

    A vosotros, los osados buscadores, tentadores, y a cuantos se han embarcado con astutas velas en mares terribles; a vosotros, los ebrios de enigma, los gozadores del crepúsculo, cuyas almas son atraídas con flautas hacia todo abismo engañoso: — pues no queréis tantear a tientas un hilo con mano cobarde, y allí donde podéis conjeturar odiáis inferir — a vosotros solos os cuento el enigma que vi: la visión del más solitario.

    Sombrío caminé hace poco por un crepúsculo color de cadáver —sombrío y duro, con los labios apretados. No sólo un sol se me había puesto. Un sendero que, altivo, ascendía entre el cascajal —uno maligno, solitario, al que ya ni hierba ni arbusto daban su favor—: un sendero de montaña crujía bajo el desafío de mi pie. Mudo, avanzando sobre el burlón tintineo de los guijarros, aplastando la piedra que lo dejaba resbalar: así se forzó mi pie hacia arriba. Hacia arriba —a despecho del espíritu que lo tiraba hacia abajo, hacia el abismo; del espíritu de la gravedad, mi diablo y archienemigo. Hacia arriba —aunque él se sentaba sobre mí, medio enano, medio topo; cojo, paralizante; dejando caer plomo por mi oído, destilando pensamientos como gotas de plomo en mi cerebro.

    «¡Oh Zaratustra —susurró, burlón, sílaba a sílaba—, piedra de la sabiduría! Te arrojaste a lo alto; pero toda piedra arrojada debe caer. ¡Oh Zaratustra, piedra de la sabiduría, piedra de honda, destructor de estrellas! A ti mismo te arrojaste tan alto —pero toda piedra arrojada— debe caer. Condenado a ti mismo y a tu propia lapidación: oh Zaratustra, lejos arrojaste la piedra, sí; pero sobre ti volverá a caer.»

    Entonces calló el enano, y eso duró mucho. Pero su silencio me oprimía; y de tal modo, siendo dos, se está en verdad más solo que estando uno. Subía, subía; soñaba, pensaba —pero todo me oprimía. Me asemejaba a un enfermo a quien su cruel tormento deja exhausto, y al que otra pesadilla aún peor lo despierta del primer sueño. Sin embargo, hay en mí algo que llamo valor: hasta ahora me ha dado muerte a todo desánimo. Ese valor me ordenó por fin detenerme y decir: «¡Enano! ¡Tú! ¡O yo!»

    Porque el valor es el mejor matador —el valor que ataca—; pues en todo ataque hay un juego sonoro de armas.

    Pero el hombre es el animal más valeroso; con ello superó a todo animal. Con un juego sonoro de armas superó incluso todo dolor; pero el dolor humano es el dolor más profundo.

    El valor da muerte también al vértigo al borde de los abismos; ¿y dónde no está el hombre al borde de abismos? ¿No es el ver mismo — ver abismos?

    El valor es el mejor matador: el valor da muerte también a la compasión. Pero la compasión es el abismo más profundo. Tan profundo como mira el hombre en la vida, tan profundo mira también en el sufrimiento.

    Pero el valor es el mejor matador —el valor que ataca—: ése da muerte incluso a la muerte, porque dice: «¿Fue esto la vida? ¡Bien! ¡Una vez más!»

    Y en tal dicho hay mucho juego sonoro de armas. — Quien tenga oídos, que oiga.

    «¡Alto, enano! —dije—. ¡Yo! ¡O tú! Pero yo soy el más fuerte de nosotros dos: no conoces mi pensamiento abismal. ¡Ése no podrías soportarlo!»

    Entonces ocurrió algo que me aligeró: el enano —¡qué curioso!— saltó de mi hombro y se acuclilló sobre una piedra frente a mí. Justo allí donde nos detuvimos había una puerta.

    «¡Mira esta puerta, enano! —proseguí—. Tiene dos rostros. Aquí se juntan dos caminos: ninguno los ha recorrido aún hasta el final. Esta larga calleja hacia atrás dura una eternidad; y aquella larga calleja hacia delante —ésa es otra eternidad. Se contradicen estos caminos; chocan de frente. Y aquí, en esta puerta, es donde se unen. El nombre de la puerta está escrito arriba: “Instante”. Pero si alguien siguiera uno de ellos, y cada vez más lejos y más lejos… ¿crees tú, enano, que estos caminos se contradicen eternamente?»

    «Todo lo recto miente —murmuró con desdén el enano—. Toda verdad es curva; el tiempo mismo es un círculo.»

    «¡Espíritu de la gravedad! —dije, airado—, ¡no te lo pongas tan fácil! O te dejo ahí agazapado donde estás, cojitranco —¡y yo te llevé a lo alto!— Mira —proseguí—, este Instante. Desde esta puerta “Instante” corre hacia atrás una larga calleja eterna: detrás de nosotros yace una eternidad. ¿No debe aquello que, de entre todas las cosas, puede correr, haber corrido ya una vez por esta calleja? ¿No debe aquello que, de entre todas las cosas, puede suceder, haber ya sucedido, haberse hecho y haber pasado? Y si todo ha estado ya, ¿qué piensas tú, enano, de este Instante? ¿No debe también esta puerta haber estado ya? ¿Y no están así firmemente anudadas todas las cosas, de modo que este Instante arrastra tras de sí todas las cosas venideras —y, por tanto, también a sí mismo? Porque lo que, de entre todas las cosas, puede correr, también en esta larga calleja hacia delante debe aún correr una vez más.»

    Y esta lenta araña que se arrastra a la luz de la luna, y esta luz de luna misma, y tú y yo en la puerta, susurrando juntos —susurrando de cosas eternas—, ¿no debemos todos haber estado ya? ¿Y no debemos volver, y correr por aquella otra calleja, allá afuera, delante de nosotros, por esta larga y pavorosa calleja —no debemos volver eternamente?»

    Así hablé yo, y cada vez más quedo, porque temía mis propios pensamientos y mis tras-pensamientos. De pronto oí a un perro aullar cerca. ¿Había oído yo jamás a un perro aullar así? Mi pensamiento retrocedió. ¡Sí! Cuando era niño, en la niñez más remota: entonces oí a un perro aullar así. Y también lo vi, erizado, la cabeza alzada, temblando, en la medianoche más callada, cuando hasta los perros creen en fantasmas; y me dio compasión. Justo entonces pasaba la luna llena, muda como la muerte, por encima de la casa; justo entonces se detuvo, una redonda brasa —quieta sobre el tejado llano, como en propiedad ajena—: por eso se espantó entonces el perro; pues los perros creen en ladrones y en fantasmas. Y cuando volví a oír aullar así, me compadecí de nuevo.

    ¿Dónde estaba ahora el enano? ¿Y la puerta? ¿Y la araña? ¿Y todo aquel susurro? ¿Acaso soñaba? ¿Desperté?

    Entre peñascos salvajes me encontré de pronto, solo, desolado, en la más desolada luz de luna. Pero allí yacía un hombre. ¡Y allí —el perro—, saltando, erizado, gimiendo; al verme acercarme, volvió a aullar, luego gritó: —¿oí yo jamás a un perro clamar auxilio así? Y, en verdad, lo que vi no lo había visto nunca: vi a un joven pastor, retorciéndose, atragantándose, convulso, de rostro desencajado; de su boca pendía una serpiente negra y pesada. ¿Había visto yo jamás tanto asco y pálido espanto en un solo rostro? ¿Se habría dormido? Entonces la serpiente se le metió en la garganta; allí se clavó de un mordisco. Mi mano tiró de la serpiente y tiró: —en vano; no la arrancó de la garganta. Entonces estalló en mí un grito: «¡Muerde! ¡Muerde! ¡Córtale la cabeza! ¡Muerde!» —así gritó en mí mi horror, mi odio, mi asco, mi compasión; todo lo bueno y lo malo en mí gritó con un solo grito.

    ¡Vosotros, audaces, en torno a mí! ¡Vosotros buscadores, tentadores, y cuantos de vosotros os habéis embarcado con astutas velas en mares inexplorados! ¡Vosotros, gozadores del enigma! ¡Adivinadme, pues, el enigma que entonces contemplé; interpretadme la visión del más solitario! Porque fue una visión y un presentimiento: —¿qué vi entonces en parábola? ¿Y quién es el que aún ha de venir? ¿Quién es el pastor a cuya garganta así se le arrastró la serpiente? ¿Quién es el hombre a cuya garganta se arrastrará así todo lo más pesado, lo más negro?

    Pero el pastor mordió, como mi grito le había aconsejado; mordió con un buen mordisco. Escupió lejos la cabeza de la serpiente —y se incorporó de un salto. Ya no era pastor, ya no era hombre; era un transformado, un iluminado, que reía. ¡Jamás en la tierra rió un hombre como él! ¡Oh, hermanos míos, oí una risa que no era risa de hombre! —y ahora me consume una sed, un anhelo que jamás quedará saciado. Mi ansia por esa risa me devora: ¡oh, cómo soporto aún vivir! ¿Y cómo podría soportar morir ahora?

    Así habló Zaratustra.

    Traducción desde el alemán (ed. crítica Colli–Montinari), revisada con ayuda de IA basada en arquitectura Transformer, siguiendo la segmentación de párrafos de Walter Kaufmann.

  • 3.1. EL CAMINANTE

    Era medianoche cuando Zaratustra tomó su camino sobre la cordillera de la isla, para llegar con la aurora a la otra ribera: pues allí quería embarcar. Había en aquel lugar una buena rada, donde también los barcos extranjeros gustaban de echar el ancla; éstos se llevaban consigo a más de uno que quería cruzar el mar desde las islas bienaventuradas.

    Y mientras Zaratustra subía así la montaña, iba recordando por el camino sus muchas caminatas solitarias desde la juventud, y cuántas montañas, cordilleras y cumbres había ya ascendido.

    Soy un caminante y un escalador de montañas, decía a su corazón; no amo las llanuras y parece que no puedo permanecer mucho tiempo sentado y quieto. Y lo que aún me llegue como destino y experiencia —habrá en ello un caminar y un ascender montañas: al final uno no hace sino experimentarse a sí mismo. Ha pasado el tiempo en que aún podían sobrevenirme azares; ¿y qué podría ya venirme que no fuese ya mío propio? Sólo retorna, al fin vuelve a casa: mi propio sí-mismo, y lo que de él estuvo largo tiempo en lugares extranjeros y disperso entre todas las cosas y los azares. Y aún sé una cosa: ahora estoy ante mi última cumbre y ante aquello que más tiempo se me había reservado. ¡Ay, debo ascender mi camino más duro! ¡Ay, he comenzado mi caminata más solitaria! Pero quien es de mi especie no escapa a una hora así: a la hora que le habla:

    «¡Sólo ahora recorres tu camino a la grandeza! Eso está ahora reunido en uno: cumbre y abismo.

    Recorres tu camino a la grandeza: ¡ahora se ha convertido en tu último refugio lo que hasta ahora se llamó tu último peligro!

    Recorres tu camino a la grandeza: esto debe ser ahora tu mayor coraje: ¡que ya no hay camino tras de ti!

    Recorres tu camino a la grandeza: ¡Aquí nadie ha de seguir furtivamente tus pasos! Tu propio pie borró el camino tras de ti, y sobre él está escrito: Imposibilidad.

    Y si de ahora en adelante te faltan todas las escaleras, has de saber aún subir a tu propia cabeza: ¿cómo, si no, querrías ascender? ¡Sobre tu propia cabeza y más allá de tu propio corazón! Ahora lo más suave en ti ha de convertirse todavía en lo más duro. El que siempre se ha tratado muy indulgentemente, enferma al final por su mucha indulgencia. ¡Alabado sea lo que endurece! Yo no alabo la tierra donde mana mantequilla y miel.

    Es necesario aprender a apartar la mirada de uno mismo para ver mucho: — esta dureza le es necesaria a todo el que asciende montañas.

    Pero quien, como conocedor, es impertinente con los ojos, ¿cómo habría de ver de las cosas algo más que su frente? Tú, oh Zaratustra, quisiste ver de todas las cosas fundamento y fondo: así has de subir ya por encima de ti mismo —arriba, hacia lo alto—, ¡hasta tener incluso tus estrellas debajo de ti!

    ¡Sí! Mirar hacia abajo a mí mismo y aun a mis estrellas: a eso sólo llamaría yo mi cumbre; eso aún quedó para mí como mi última cumbre.»

    Así hablaba Zaratustra consigo mismo, en el ascenso, consolando su corazón con duros dichos; pues estaba dolorido en su corazón como nunca antes. Y cuando llegó a lo alto de la cordillera, he aquí: yacía el otro mar extendido ante él; y se quedó inmóvil y guardó silencio largo rato. Pero la noche, a esa altura, era fría, clara y cuajada de estrellas.

    «Reconozco mi suerte —dijo por fin, con tristeza—. ¡Bien! Estoy listo. Acaba de comenzar mi última soledad.

    ¡Ay, este negro, triste, mar debajo de mí! ¡Ay, esta preñada desazón nocturna! ¡Ay, destino y mar! ¡A vosotros debo ahora descender! Estoy ante mi montaña más alta y ante mi caminata más larga: por eso he de descender primero más profundo de lo que jamás ascendí —más profundo, en el dolor, que jamás ascendí—, hasta dentro de su más negra marea. Así lo quiere mi destino. ¡Bien! Estoy listo.

    ¿De dónde vienen las más altas montañas? —así pregunté una vez. Entonces aprendí que vienen del mar. Esta prueba está escrita en su roca y en las paredes de sus cumbres. Desde lo más profundo debe lo más alto llegar a su altura.—»

    Así habló Zaratustra en la cima de la montaña, donde hacía frío; pero cuando llegó a la proximidad del mar y al fin estuvo solo bajo los acantilados, en el camino se había cansado y estaba aún más nostálgico que antes.

    «Ahora todo duerme —dijo—; también el mar duerme. Ebrio de sueño y extraño, su ojo me mira. Pero respira cálido, eso lo siento. Y siento también que sueña. Se retuerce, soñando, sobre duras almohadas. ¡Escucha, escucha! ¡Cómo gime por malos recuerdos! ¿O por malos presentimientos? ¡Ay, estoy triste contigo, tú, oscuro monstruo, y aún me soy adverso por tu causa! ¡Ay, que mi mano no tiene fuerza suficiente! De buen grado, en verdad, querría redimirte de malos sueños.—»

    Y mientras Zaratustra hablaba así, rió con melancolía y amargura de sí mismo: «¡Qué, Zaratustra! —dijo—, ¿quieres aún cantar consuelo al mar? ¡Ay, tú, amante necio Zaratustra, tú, sobre-bienaventurado en confianza! Pero así fuiste siempre: siempre te acercaste con familiaridad a todo lo terrible. A cada monstruo querías todavía acariciar. Un soplo de aliento cálido, un poco de pelambre suave en la pata —y al punto estabas dispuesto a amarlo y a atraerlo.

    ¡El amor es el peligro del más solitario: el amor a todo, con tal de que viva! Es para reír, en verdad, mi necedad y mi modestia en el amor».—

    Así habló Zaratustra y rió por segunda vez; pero entonces recordó a sus amigos abandonados —y, como si se hubiera propasado con ellos en sus pensamientos—, se airó consigo mismo por esos pensamientos. Y enseguida ocurrió que el que reía lloró: de ira y de anhelo lloró Zaratustra amargamente.

    Traducción revisada con asistencia de IA basada en la arquitectura Transformer. Edición orientada por el texto alemán (Colli y Montinari) y la división estructural de Walter Kaufmann.