Category: Zaratustra IV

  • 4.3. CONVERSACIÓN CON LOS REYES

    Zaratustra no llevaba aún una hora de camino por sus montañas y bosques cuando vio, de repente, un extraño cortejo. Justo por el sendero que él quería descender venían caminando dos reyes, adornados con coronas y ceñidores de púrpura, multicolores como flamencos: empujaban delante de sí a un asno cargado. “¿Qué quieren estos reyes en mi reino?”, habló Zaratustra, sorprendido, a su corazón, y se escondió rápidamente detrás de un arbusto. Pero cuando los reyes llegaron hasta él, dijo en voz queda, como quien habla solo consigo mismo: “¡Extraño! ¡Extraño! ¿Cómo encaja eso? ¡Dos reyes veo —y solo un asno!”

    Entonces los dos reyes se detuvieron, sonrieron, miraron hacia el lugar de donde venía la voz y se miraron mutuamente a la cara. “Cosas así también se piensan entre nosotros”, dijo el rey de la derecha, “pero no se dicen.” Pero el rey de la izquierda se encogió de hombros y replicó: “Eso bien puede ser un pastor de cabras. O un ermitaño que ha vivido demasiado tiempo entre rocas y árboles. Pues la completa falta de sociedad estropea también las buenas costumbres.”

    “¿Las buenas costumbres?”, respondió con disgusto y amargura el otro rey. “¿A quién le salimos entonces del camino? ¿No es a las ‘buenas costumbres’? ¿A nuestra ‘buena sociedad’? Antes, en verdad, vivir entre ermitaños y pastores de cabras que con nuestro dorado, falso, pintarrajeado populacho —aunque se llame a sí mismo ‘buena sociedad’, aunque se llame a sí mismo ‘nobleza’. Pero ahí todo es falso y podrido, y lo primero, la sangre, gracias a antiguas malas enfermedades y aun peores sanadores. El mejor y más querido es aún hoy para mí un campesino sano: rudo, astuto, obstinado, duradero; esa es hoy la índole más distinguida. El campesino es hoy el mejor, y la índole campesina debería ser señora. Pero este es el reino del populacho: no dejo ya que nada me engañe. Y populacho significa: revoltijo. Populacho-revoltijo: en él todo está mezclado con todo, santo y bribón y barón y judío y cada animal del arca de Noé. ¡Buenas costumbres! Entre nosotros todo es falso y podrido. Nadie sabe ya reverenciar: a eso precisamente le salimos del camino. Son perros dulzarrones e importunos: doran hojas de palmera.”

    Este asco me estrangula: que nosotros, los reyes, nos hayamos vuelto falsos, cubiertos y disfrazados con el viejo, amarillento boato de los abuelos, monedas falsas para los más estúpidos y los más astutos, y para quien hoy todo lo trafica con el poder. No somos los primeros —y, sin embargo, debemos significarlo: de este fraude estamos por fin hartos y asqueados. A la chusma le salimos del camino, a todos esos gritones y moscas inmundas de la escritura, al hedor de los tenderos, al temblor de la ambición, al mal aliento —¡Puaf, vivir entre la chusma!— ¡Puaf, entre la chusma significar los primeros! ¡Ay! ¡Asco! ¡Asco! ¡Asco! ¿Qué importamos ya nosotros, los reyes!”

    “Tu vieja enfermedad te acomete”, dijo aquí el rey de la izquierda; “el asco te acomete, mi pobre hermano. Pero ya lo sabes: alguien nos escucha.”

    Al instante se levantó Zaratustra, que a estas palabras había abierto de par en par oídos y ojos, salió de su escondrijo, se acercó a los reyes y comenzó: “El que os escucha, el que con gusto os escucha, oh reyes, se llama Zaratustra. Yo soy Zaratustra, el que una vez dijo: ‘¿Qué importan ya los reyes?’ Perdonadme: me alegré cuando os dijisteis el uno al otro: ‘¿Qué importamos ya nosotros, los reyes?’ Pero aquí está mi reino y mi señorío: ¿qué podéis estar buscando en mi reino? Quizá, sin embargo, encontrasteis en el camino lo que yo busco: a saber, al hombre superior.”

    Cuando los reyes oyeron esto, se golpearon el pecho y hablaron a una sola voz: “¡Hemos sido reconocidos! Con la espada de esta palabra desgarras la más espesa tiniebla de nuestro corazón. Descubriste nuestra necesidad, pues mira: estamos en camino para encontrar al hombre superior —al hombre que es superior a nosotros, aunque seamos reyes. A él le llevamos este asno. Pues el hombre superior ha de ser en la tierra también el supremo señor. No hay infortunio más duro en todo el destino humano que cuando los poderosos de la tierra no son también los primeros hombres. Entonces todo se vuelve falso y torcido y monstruoso. Y si son incluso los últimos y más bestia que hombre, entonces sube y sube el populacho en precio, y al final incluso la virtud-populacho dice: ‘¡Mira, yo sola soy virtud!’”

    “¿Qué oí yo ahora?”, respondió Zaratustra. “¡Qué sabiduría en los reyes! Estoy entusiasmado y, en verdad, ya me entra el deseo de hacer una rima sobre ello —aunque sea una rima que no sirva para los oídos de todos. Hace ya mucho que desaprendí la consideración por las orejas largas. ¡Ea! ¡Arriba!”

    (Pero aquí ocurrió que también el asno tomó la palabra: pero dijo claramente y con mala voluntad: I-A.)

    Antaño —creo, en el año de la Salvación uno— habló la Sibila, ebria sin vino: “¡Ay, ahora todo va torcido! ¡Decadencia! ¡Decadencia! ¡Nunca cayó el mundo tan hondo! Roma cayó hasta volverse ramera y burdel de rameras, el César de Roma cayó hasta volverse bestia, ¡Dios mismo — se hizo judío!”

    Con estas rimas de Zaratustra se recrearon los reyes; pero el rey de la derecha dijo: “¡Oh Zaratustra, qué bien hicimos al ponernos en camino para verte! Pues tus enemigos nos mostraron tu imagen en su espejo: allí mirabas con la mueca de un diablo y riendo burlón, así que te temimos. ¿Pero de qué servía eso? Una y otra vez nos pinchabas el oído y el corazón con tus sentencias. Entonces dijimos por fin: ¿qué importa cómo se muestre? ¡Tenemos que oírlo a él, a él que enseña: ‘habéis de amar la paz como medio para nuevas guerras, y la paz corta más que la larga!’ Nadie habló jamás palabras tan guerreras: ‘¿Qué es bueno? Ser valiente es bueno. La buena guerra es la que santifica toda causa.’ ¡Oh Zaratustra, la sangre de nuestros padres se conmovió ante tales palabras en nuestro cuerpo: aquello fue como el discurso de la primavera a viejas cubas de vino! Cuando las espadas se cruzaban unas con otras como serpientes manchadas de rojo, entonces nuestros padres se volvían amigos de la vida; todo sol de paz les parecía insípido y tibio, pero la larga paz les daba vergüenza. ¡Cómo suspiraban nuestros padres cuando veían en la pared espadas resecas, relucientes! Como ellas, tenían sed de guerra. Pues una espada quiere beber sangre y centellea de deseo.”

    Mientras los reyes, de este modo, hablaban y charlaban con ardor del gozo de sus padres, a Zaratustra le sobrevino no pequeña gana de burlarse de su ardor: pues evidentemente eran reyes muy pacíficos los que veía ante sí, tales de rostros viejos y finos. Pero se contuvo. “¡Ea!”, dijo, “por allí conduce el camino, allí yace la cueva de Zaratustra; y este día ha de tener una larga tarde. Ahora, sin embargo, me llama con urgencia un grito de angustia lejos de vosotros. Honra a mi cueva si reyes quieren sentarse en ella y esperar; pero, ciertamente, habréis de esperar largo tiempo. ¡Sea, pues! ¿Qué importa? ¿Dónde se aprende hoy mejor a esperar que en las cortes? ¿Y no se llama hoy saber-esperar toda la virtud de los reyes que les ha quedado?”

    Así habló Zaratustra.

    Traducción desde el alemán (ed. crítica Colli-Montinari), revisada con ayuda de IA basada en arquitectura Transformer, siguiendo la segmentación de párrafos de Walter Kaufmann.

  • 4.2. EL GRITO DE ANGUSTIA

    Al día siguiente volvió Zaratustra a sentarse sobre su piedra, delante de la cueva, mientras los animales vagaban por el mundo para traer a casa nuevo alimento, también nueva miel; pues Zaratustra había gastado y derrochado la miel vieja hasta el último grano. Pero cuando estaba así sentado, con un palo en la mano, y trazaba sobre la tierra la sombra de su figura, entonces se asustó de repente y se estremeció: porque vio junto a su sombra otra sombra distinta. Y cuando miró rápidamente a su alrededor y se levantó, he aquí que el adivino estaba a su lado, el mismo a quien una vez había dado de comer y beber a su mesa, el anunciador de la gran fatiga, aquel que enseñaba: “Todo es igual, nada merece la pena, el mundo carece de sentido, el saber ahoga.” Pero su rostro había cambiado entretanto; y cuando Zaratustra le miró a los ojos, su corazón volvió a estremecerse: tantos malos anuncios y relámpagos gris ceniza corrían por ese rostro.

    El adivino, que había percibido lo que acontecía en el alma de Zaratustra, se pasó la mano por el rostro como si quisiera borrarlo. Lo mismo hizo Zaratustra. Y cuando ambos, así, en silencio, se hubieron serenado y fortalecido, se dieron la mano, como señal de que querían volver a reconocerse.

    “Sé bienvenido —dijo Zaratustra—, tú, adivino de la gran fatiga; no ha de ser en vano que una vez fuiste mi comensal y huésped. Come y bebe también hoy conmigo, y perdona que un viejo alegre se siente contigo a la mesa.”

    “¿Un viejo alegre?”, replicó el adivino, sacudiendo la cabeza. “Pero seas quien seas, o quieras ser, oh Zaratustra, tú has sido quien más tiempo ha estado aquí arriba: tu barca, dentro de poco, ya no estará en lo seco.”

    “¿Estoy yo entonces en lo seco?”, preguntó Zaratustra riendo.

    “Las olas alrededor de tu montaña —respondió el adivino— suben y suben, las olas de la gran necesidad y tribulación: pronto levantarán también tu barca y te arrastrarán.”

    Zaratustra guardó silencio y se maravilló.

    “¿Aún no oyes nada?”, prosiguió el adivino. “¿No resuena y brama desde la profundidad?”

    Zaratustra calló de nuevo y escuchó: entonces oyó un grito largo, larguísimo, que los abismos se arrojaban y pasaban unos a otros, pues ninguno quería retenerlo: tan siniestro sonaba.

    “Tú, funesto anunciador —dijo por fin Zaratustra—, eso es un grito de angustia, y el grito de un hombre; puede venir quizá de un mar negro. Pero ¿qué me importa a mí la aflicción humana? Mi último pecado, el que me quedó reservado… ¿sabes cómo se llama?”

    “¡Compasión!”, replicó el adivino desde un corazón desbordante, y levantó ambas manos en alto. “Oh Zaratustra, vengo para seducirte hacia tu último pecado.”

    Y apenas fueron pronunciadas estas palabras, volvió a resonar el grito: más largo y más angustioso que antes, y también mucho más cercano.

    “¿Oyes? ¿Oyes, oh Zaratustra?”, gritó el adivino. “A ti va dirigido el grito, a ti te llama: ¡ven, ven, ven! ¡Es la hora, es más que la hora!”

    Zaratustra guardó silencio, confuso y estremecido; por fin preguntó, como quien vacila dentro de sí: “¿Y quién es ese que me llama ahí?”

    “Pero si lo sabes —replicó el adivino con vehemencia—. ¿Por qué te ocultas? Es el hombre superior quien te llama.”

    “¿El hombre superior?”, gritó Zaratustra, presa del espanto. “¿Qué quiere? ¿Qué quiere? ¡El hombre superior! ¿Qué quiere aquí?” Y su piel se cubrió de sudor.

    Pero el adivino no respondió a la angustia de Zaratustra, sino que escuchó y volvió a escuchar hacia la profundidad. Pero como allí abajo reinase largo rato el silencio, volvió por fin la mirada y vio a Zaratustra de pie, temblando. “Oh Zaratustra —comenzó con voz triste—, no estás ahí en pie como alguien a quien su felicidad marea: tendrás que bailar, para que no te me desplomes. Pero aunque quisieras bailar delante de mí y ejecutar todos tus saltos laterales, nadie ha de poder decirme: ‘Mira, aquí baila el último hombre alegre.’ En vano vendría uno hasta esta altura que aquí lo buscara: encontraría cuevas, y cuevas tras las cuevas, escondrijos para escondidos, pero no pozos de felicidad, ni cámaras del tesoro, ni nuevas vetas de oro de felicidad. Felicidad… ¿cómo se podría encontrar la felicidad entre semejantes sepultados y ermitaños? ¿Debo aún buscar la última felicidad en las islas bienaventuradas y allá lejos, entre mares olvidados? Pero todo es igual, nada merece la pena, de nada sirve buscar: ya no hay tampoco islas bienaventuradas.”

    Así suspiró el adivino; pero con su último suspiro Zaratustra volvió a estar lúcido y seguro, como quien sale de una profunda sima a la luz. “¡No! ¡No! ¡Tres veces no!” —gritó con voz fuerte y se alisó la barba—. “Eso lo sé yo mejor: hay aún islas bienaventuradas. ¡Calla ya con eso, tú suspirante saco de tristeza! ¡Deja ya de chapotear con eso, tú nube de lluvia de la mañana! ¿No estoy ya aquí, empapado por tu tribulación y mojado como un perro? Ahora me sacudo y echo a correr lejos de ti para volver a secarme; de ello no debes extrañarte. ¿Te parezco descortés? Pero esta es mi corte. Pero en lo que toca a tu hombre superior, ¡pues bien!, lo buscaré en seguida en esos bosques: de allí vino su grito. Quizá allí lo acosa una fiera maligna. Está en mi dominio: dentro de él no ha de venir a daño por mi causa. Y, en verdad, hay junto a mí muchas fieras malignas.”

    Con estas palabras Zaratustra se volvió para partir. Entonces habló el adivino: “¡Oh Zaratustra, eres un pícaro! Ya lo sé: quieres librarte de mí. Preferirías correr a los bosques y acechar fieras malignas. Pero ¿de qué te sirve? Por la tarde me tendrás de nuevo: en tu propia cueva estaré sentado, paciente y pesado como un bloque de piedra… y esperaré por ti.”

    “¡Así sea!” —gritó Zaratustra, mientras se alejaba—. “Y lo que es mío en mi cueva te pertenece también a ti, mi huésped y amigo. Pero si dentro hubieras de encontrar aún miel, ¡pues bien!, lámela sin más, tú, oso gruñón, y endulza tu alma. Pues por la tarde queremos ambos estar de buen ánimo, de buen ánimo y contentos de que este día haya llegado a su fin. Y tú mismo habrás de danzar al son de mis canciones como mi oso danzante. ¿No lo crees? ¿Sacudes la cabeza? ¡Pues bien! ¡Arriba! ¡Oso viejo! Pero también yo… soy un adivino.”

    Así habló Zaratustra.


  • 4.1. LA OFRENDA DE MIEL

    Y de nuevo corrieron lunas y años sobre el alma de Zaratustra, y él no hizo caso de ello; pero su cabello se volvió blanco. Un día, cuando estaba sentado sobre una piedra delante de su cueva y miraba en silencio a lo lejos —pues desde allí se mira hacia el mar y por encima de abismos sinuosos—, entonces sus animales anduvieron pensativos en torno a él y por fin se plantaron delante de él.

    «Oh Zaratustra —dijeron—, ¿miras acaso a lo lejos en busca de tu felicidad?»

    «¡Qué importa la felicidad! Hace ya mucho que no aspiro a la felicidad; aspiro a mi obra.»

    «Oh Zaratustra —volvieron a decir los animales—, eso lo dices como quien está harto de lo bueno. ¿No yaces acaso en un lago de felicidad azul celeste?»

    «Vosotros, pícaros necios —respondió Zaratustra y sonrió—, ¡qué bien habéis escogido la parábola! Pero sabéis también que mi felicidad es pesada y no como una ola líquida de agua: me oprime y no quiere apartarse de mí, y actúa como brea derretida.»

    Entonces los animales volvieron a andar pensativos en torno a él y luego se plantaron de nuevo delante de él. «Oh Zaratustra —dijeron—, ¿de ahí viene, pues, que tú mismo te vuelves cada vez más amarillo y más oscuro, aunque tu cabello quiera parecer blanco y color de lino? ¡Mira, estás sentado en tu brea!»

    «¿Qué decís ahí, animales míos? —dijo Zaratustra riendo—. En verdad, blasfemé cuando hablé de la brea. Lo que me ocurre a mí les sucede a todos los frutos que maduran. Es la miel en mis venas la que vuelve más espesa mi sangre y también más silenciosa mi alma.»

    «Así será, oh Zaratustra —respondieron los animales y se apretaron contra él—; pero ¿no quieres hoy subir a una alta montaña? El aire está puro, y hoy se ve más del mundo que nunca.»

    «Sí, animales míos —respondió él—, aconsejáis certeramente y conforme a mi corazón: hoy quiero subir a una alta montaña. Pero procurad que allí tenga miel a mano: amarilla, blanca, buena, miel dorada de panal fresca como el hielo. Porque, sabedlo, allá arriba quiero ofrecer la ofrenda de miel.»

    Pero cuando Zaratustra estuvo arriba, en lo alto de la cumbre, envió de vuelta a casa a los animales que lo habían guiado y vio que ahora estaba solo; entonces rió de todo corazón, miró a su alrededor y habló así:

    «Que hoy haya hablado de ofrendas y de ofrendas de miel no fue más que un ardid de mi discurso y, en verdad, una necedad útil. Aquí arriba puedo hablar ya con más libertad que ante cuevas de ermitaños y animales domésticos de ermitaños.

    ¿Qué ofrendas? Yo derrocho lo que se me regala, yo, derrochador de mil manos; ¿cómo podría llamar a eso todavía ofrenda? Y cuando deseé miel, no deseé sino cebo y dulce sebo y baba, tras los cuales también los osos gruñones y las extrañas, hoscas y malévolas aves se relamen – tras el mejor cebo, como el que necesitan cazadores y pescadores. Pues si el mundo es como un oscuro bosque de fieras y jardín de delicias para todos los cazadores salvajes, tanto más, y con mayor agrado, se me aparece como un mar abismal y rico – un mar lleno de peces de muchos colores y de cangrejos, que también podría antojárseles a los dioses para volverse en él pescadores y lanzadores de redes: tan rico es el mundo en cosas extrañas, grandes y pequeñas. Sobre todo el mundo de los hombres, el mar de los hombres: hacia él lanzo ahora mi caña de pescar de oro y digo: ¡ábrete, abismo de los hombres!»

    ¡Ábrete y lánzame tus peces y cangrejos relucientes! Con mi mejor cebo atraigo a mí hoy los más extraños peces de los hombres. Mi propia felicidad la arrojo fuera, a todas las anchuras y lejanías, entre amanecer, mediodía y ocaso, para ver si muchos peces de los hombres no aprenden a tirar de mi felicidad y retorcerse hasta que, mordiendo mis agudos, ocultos anzuelos, deban subir a mi altura, los más coloridos gobios del abismo hasta el más malévolo de todos los pescadores de peces de hombres. Pues ese soy yo, desde el fondo y desde el comienzo: el que tira, el que atrae, el que eleva, el que hace crecer; un tirador, un criador y un maestro de disciplina; aquel que no en vano se dijo una vez a sí mismo: “¡Llega a ser el que eres!”.

    Así, pueden ahora los hombres subir hasta mí; pues aún espero las señales de que ha llegado el tiempo para mi descenso. Aún no me hundo yo mismo, como debo, entre los hombres. Por eso espero aquí, astuto y burlón, sobre altas montañas: no un paciente, no un impaciente, más bien alguien que desaprendió también la paciencia, porque ya no “soporta”. Pues mi destino me deja tiempo. ¿Se ha olvidado acaso de mí? ¿O está sentado detrás de una gran piedra, a la sombra, cazando moscas? Y, en verdad, siento por esto afecto hacia él, hacia mi eterno destino, porque no me acosa ni me apremia, y me deja tiempo para bufonadas y maldades: ¡así que hoy, para una pesca, ascendí a esta alta montaña!

    ¿Ha pescado alguna vez un hombre peces en las altas montañas? Y aunque sea una necedad lo que aquí arriba quiero y hago, ¡mejor aun esto que ahí abajo volverme solemne de esperar y verde y amarillo — un hinchado resoplador de ira de esperar, una santa tormenta-aullido salida de las montañas, un impaciente que grita a los valles: “¡Oíd, o os fustigo con el azote de Dios!”!

    ¡No es que yo guarde rencor a tales iracundos por ello! Me bastan para reírme. Impacientes deben ya estar estos grandes tambores de estrépito, que o bien hablan hoy o no hablan nunca. Pero yo y mi destino no hablamos para el hoy, tampoco hablamos para el nunca; para hablar tenemos ya paciencia, tiempo y sobretiempo. Porque un día debe llegar y no puede pasar de largo. ¿Qué debe un día llegar y no puede pasar de largo? Nuestro gran Hazar. Eso es nuestro gran, lejano reino de los hombres, el reino de Zarathustra de mil años. ¿Qué tan lejano puede ser ese “lejos”? ¿Qué me incumbe? Pero por eso no está para mí menos firme: con ambos pies me planto seguro sobre este suelo, sobre un suelo eterno, sobre dura roca primigenia, sobre esta, la más alta y la más dura cordillera primigenia, a la que todos los vientos llegan como a una línea divisoria de los vientos, preguntando: ¿dónde?, ¿de dónde?, ¿hacia dónde afuera?

    ¡Aquí ríe, ríe, mi clara maldad intacta! ¡Desde las altas montañas arroja hacia abajo tu resplandeciente carcajada de burla! ¡Ceba con tu resplandor para mí a los más hermosos peces de los hombres! Y lo que en todos los mares me pertenece, mi en-y-para-mí en todas las cosas: eso, péscamelo fuera, eso tráemelo arriba hasta mí. — Por eso espero yo, el más malévolo de todos los pescadores.

    ¡Fuera, fuera, caña de pescar mía! ¡Dentro, hacia abajo, cebo de mi felicidad! ¡Destila tu rocío más dulce, miel de mi corazón! ¡Muerde, caña de pescar mía, en el vientre de toda negra aflicción!

    ¡Fuera, fuera, ojo mío! ¡Oh, cuántos mares en torno a mí, qué crepusculares futuros de hombres! Y sobre mí: ¡qué quietud del rojo de las rosas, qué silencio sin nubes!

    Traducción revisada con asistencia de IA basada en la arquitectura Transformer. Edición orientada por el texto alemán (Colli y Montinari) y la división estructural de Walter Kaufmann.