3.2. DE LA VISIÓN Y EL ENIGMA

3.2. De la visión y el enigma

Cuando entre la tripulación del barco se supo que Zaratustra estaba a bordo —pues al mismo tiempo había embarcado con él un hombre venido de las islas bienaventuradas—, se despertó una gran curiosidad y expectación. Pero Zaratustra guardó silencio dos días y estuvo frío y sordo de tristeza, de modo que no respondía ni a miradas ni a preguntas. Por la tarde del segundo día abrió de nuevo los oídos, aunque aún callaba: pues había muchas cosas extrañas y peligrosas que oír en aquel barco, que venía de lejos y quería ir aún más lejos. Pero Zaratustra era amigo de todos aquellos que emprenden largos viajes y no quieren vivir sin peligro. Y he aquí que, por fin, al escuchar, se le soltó su propia lengua y se quebró el hielo de su corazón: — entonces comenzó a hablar así.

A vosotros, los osados buscadores, tentadores, y a cuantos se han embarcado con astutas velas en mares terribles; a vosotros, los ebrios de enigma, los gozadores del crepúsculo, cuyas almas son atraídas con flautas hacia todo abismo engañoso: — pues no queréis tantear a tientas un hilo con mano cobarde, y allí donde podéis conjeturar odiáis inferir — a vosotros solos os cuento el enigma que vi: la visión del más solitario.

Sombrío caminé hace poco por un crepúsculo color de cadáver —sombrío y duro, con los labios apretados. No sólo un sol se me había puesto. Un sendero que, altivo, ascendía entre el cascajal —uno maligno, solitario, al que ya ni hierba ni arbusto daban su favor—: un sendero de montaña crujía bajo el desafío de mi pie. Mudo, avanzando sobre el burlón tintineo de los guijarros, aplastando la piedra que lo dejaba resbalar: así se forzó mi pie hacia arriba. Hacia arriba —a despecho del espíritu que lo tiraba hacia abajo, hacia el abismo; del espíritu de la gravedad, mi diablo y archienemigo. Hacia arriba —aunque él se sentaba sobre mí, medio enano, medio topo; cojo, paralizante; dejando caer plomo por mi oído, destilando pensamientos como gotas de plomo en mi cerebro.

«¡Oh Zaratustra —susurró, burlón, sílaba a sílaba—, piedra de la sabiduría! Te arrojaste a lo alto; pero toda piedra arrojada debe caer. ¡Oh Zaratustra, piedra de la sabiduría, piedra de honda, destructor de estrellas! A ti mismo te arrojaste tan alto —pero toda piedra arrojada— debe caer. Condenado a ti mismo y a tu propia lapidación: oh Zaratustra, lejos arrojaste la piedra, sí; pero sobre ti volverá a caer.»

Entonces calló el enano, y eso duró mucho. Pero su silencio me oprimía; y de tal modo, siendo dos, se está en verdad más solo que estando uno. Subía, subía; soñaba, pensaba —pero todo me oprimía. Me asemejaba a un enfermo a quien su cruel tormento deja exhausto, y al que otra pesadilla aún peor lo despierta del primer sueño. Sin embargo, hay en mí algo que llamo valor: hasta ahora me ha dado muerte a todo desánimo. Ese valor me ordenó por fin detenerme y decir: «¡Enano! ¡Tú! ¡O yo!»

Porque el valor es el mejor matador —el valor que ataca—; pues en todo ataque hay un juego sonoro de armas.

Pero el hombre es el animal más valeroso; con ello superó a todo animal. Con un juego sonoro de armas superó incluso todo dolor; pero el dolor humano es el dolor más profundo.

El valor da muerte también al vértigo al borde de los abismos; ¿y dónde no está el hombre al borde de abismos? ¿No es el ver mismo — ver abismos?

El valor es el mejor matador: el valor da muerte también a la compasión. Pero la compasión es el abismo más profundo. Tan profundo como mira el hombre en la vida, tan profundo mira también en el sufrimiento.

Pero el valor es el mejor matador —el valor que ataca—: ése da muerte incluso a la muerte, porque dice: «¿Fue esto la vida? ¡Bien! ¡Una vez más!»

Y en tal dicho hay mucho juego sonoro de armas. — Quien tenga oídos, que oiga.

«¡Alto, enano! —dije—. ¡Yo! ¡O tú! Pero yo soy el más fuerte de nosotros dos: no conoces mi pensamiento abismal. ¡Ése no podrías soportarlo!»

Entonces ocurrió algo que me aligeró: el enano —¡qué curioso!— saltó de mi hombro y se acuclilló sobre una piedra frente a mí. Justo allí donde nos detuvimos había una puerta.

«¡Mira esta puerta, enano! —proseguí—. Tiene dos rostros. Aquí se juntan dos caminos: ninguno los ha recorrido aún hasta el final. Esta larga calleja hacia atrás dura una eternidad; y aquella larga calleja hacia delante —ésa es otra eternidad. Se contradicen estos caminos; chocan de frente. Y aquí, en esta puerta, es donde se unen. El nombre de la puerta está escrito arriba: “Instante”. Pero si alguien siguiera uno de ellos, y cada vez más lejos y más lejos… ¿crees tú, enano, que estos caminos se contradicen eternamente?»

«Todo lo recto miente —murmuró con desdén el enano—. Toda verdad es curva; el tiempo mismo es un círculo.»

«¡Espíritu de la gravedad! —dije, airado—, ¡no te lo pongas tan fácil! O te dejo ahí agazapado donde estás, cojitranco —¡y yo te llevé a lo alto!— Mira —proseguí—, este Instante. Desde esta puerta “Instante” corre hacia atrás una larga calleja eterna: detrás de nosotros yace una eternidad. ¿No debe aquello que, de entre todas las cosas, puede correr, haber corrido ya una vez por esta calleja? ¿No debe aquello que, de entre todas las cosas, puede suceder, haber ya sucedido, haberse hecho y haber pasado? Y si todo ha estado ya, ¿qué piensas tú, enano, de este Instante? ¿No debe también esta puerta haber estado ya? ¿Y no están así firmemente anudadas todas las cosas, de modo que este Instante arrastra tras de sí todas las cosas venideras —y, por tanto, también a sí mismo? Porque lo que, de entre todas las cosas, puede correr, también en esta larga calleja hacia delante debe aún correr una vez más.»

Y esta lenta araña que se arrastra a la luz de la luna, y esta luz de luna misma, y tú y yo en la puerta, susurrando juntos —susurrando de cosas eternas—, ¿no debemos todos haber estado ya? ¿Y no debemos volver, y correr por aquella otra calleja, allá afuera, delante de nosotros, por esta larga y pavorosa calleja —no debemos volver eternamente?»

Así hablé yo, y cada vez más quedo, porque temía mis propios pensamientos y mis tras-pensamientos. De pronto oí a un perro aullar cerca. ¿Había oído yo jamás a un perro aullar así? Mi pensamiento retrocedió. ¡Sí! Cuando era niño, en la niñez más remota: entonces oí a un perro aullar así. Y también lo vi, erizado, la cabeza alzada, temblando, en la medianoche más callada, cuando hasta los perros creen en fantasmas; y me dio compasión. Justo entonces pasaba la luna llena, muda como la muerte, por encima de la casa; justo entonces se detuvo, una redonda brasa —quieta sobre el tejado llano, como en propiedad ajena—: por eso se espantó entonces el perro; pues los perros creen en ladrones y en fantasmas. Y cuando volví a oír aullar así, me compadecí de nuevo.

¿Dónde estaba ahora el enano? ¿Y la puerta? ¿Y la araña? ¿Y todo aquel susurro? ¿Acaso soñaba? ¿Desperté?

Entre peñascos salvajes me encontré de pronto, solo, desolado, en la más desolada luz de luna. Pero allí yacía un hombre. ¡Y allí —el perro—, saltando, erizado, gimiendo; al verme acercarme, volvió a aullar, luego gritó: —¿oí yo jamás a un perro clamar auxilio así? Y, en verdad, lo que vi no lo había visto nunca: vi a un joven pastor, retorciéndose, atragantándose, convulso, de rostro desencajado; de su boca pendía una serpiente negra y pesada. ¿Había visto yo jamás tanto asco y pálido espanto en un solo rostro? ¿Se habría dormido? Entonces la serpiente se le metió en la garganta; allí se clavó de un mordisco. Mi mano tiró de la serpiente y tiró: —en vano; no la arrancó de la garganta. Entonces estalló en mí un grito: «¡Muerde! ¡Muerde! ¡Córtale la cabeza! ¡Muerde!» —así gritó en mí mi horror, mi odio, mi asco, mi compasión; todo lo bueno y lo malo en mí gritó con un solo grito.

¡Vosotros, audaces, en torno a mí! ¡Vosotros buscadores, tentadores, y cuantos de vosotros os habéis embarcado con astutas velas en mares inexplorados! ¡Vosotros, gozadores del enigma! ¡Adivinadme, pues, el enigma que entonces contemplé; interpretadme la visión del más solitario! Porque fue una visión y un presentimiento: —¿qué vi entonces en parábola? ¿Y quién es el que aún ha de venir? ¿Quién es el pastor a cuya garganta así se le arrastró la serpiente? ¿Quién es el hombre a cuya garganta se arrastrará así todo lo más pesado, lo más negro?

Pero el pastor mordió, como mi grito le había aconsejado; mordió con un buen mordisco. Escupió lejos la cabeza de la serpiente —y se incorporó de un salto. Ya no era pastor, ya no era hombre; era un transformado, un iluminado, que reía. ¡Jamás en la tierra rió un hombre como él! ¡Oh, hermanos míos, oí una risa que no era risa de hombre! —y ahora me consume una sed, un anhelo que jamás quedará saciado. Mi ansia por esa risa me devora: ¡oh, cómo soporto aún vivir! ¿Y cómo podría soportar morir ahora?

Así habló Zaratustra.

Traducción desde el alemán (ed. crítica Colli–Montinari), revisada con ayuda de IA basada en arquitectura Transformer, siguiendo la segmentación de párrafos de Walter Kaufmann.

Comments

Leave a comment