3.1. EL CAMINANTE

Era medianoche cuando Zaratustra tomó su camino sobre la cordillera de la isla, para llegar con la aurora a la otra ribera: pues allí quería embarcar. Había en aquel lugar una buena rada, donde también los barcos extranjeros gustaban de echar el ancla; éstos se llevaban consigo a más de uno que quería cruzar el mar desde las islas bienaventuradas.

Y mientras Zaratustra subía así la montaña, iba recordando por el camino sus muchas caminatas solitarias desde la juventud, y cuántas montañas, cordilleras y cumbres había ya ascendido.

Soy un caminante y un escalador de montañas, decía a su corazón; no amo las llanuras y parece que no puedo permanecer mucho tiempo sentado y quieto. Y lo que aún me llegue como destino y experiencia —habrá en ello un caminar y un ascender montañas: al final uno no hace sino experimentarse a sí mismo. Ha pasado el tiempo en que aún podían sobrevenirme azares; ¿y qué podría ya venirme que no fuese ya mío propio? Sólo retorna, al fin vuelve a casa: mi propio sí-mismo, y lo que de él estuvo largo tiempo en lugares extranjeros y disperso entre todas las cosas y los azares. Y aún sé una cosa: ahora estoy ante mi última cumbre y ante aquello que más tiempo se me había reservado. ¡Ay, debo ascender mi camino más duro! ¡Ay, he comenzado mi caminata más solitaria! Pero quien es de mi especie no escapa a una hora así: a la hora que le habla:

«¡Sólo ahora recorres tu camino a la grandeza! Eso está ahora reunido en uno: cumbre y abismo.

Recorres tu camino a la grandeza: ¡ahora se ha convertido en tu último refugio lo que hasta ahora se llamó tu último peligro!

Recorres tu camino a la grandeza: esto debe ser ahora tu mayor coraje: ¡que ya no hay camino tras de ti!

Recorres tu camino a la grandeza: ¡Aquí nadie ha de seguir furtivamente tus pasos! Tu propio pie borró el camino tras de ti, y sobre él está escrito: Imposibilidad.

Y si de ahora en adelante te faltan todas las escaleras, has de saber aún subir a tu propia cabeza: ¿cómo, si no, querrías ascender? ¡Sobre tu propia cabeza y más allá de tu propio corazón! Ahora lo más suave en ti ha de convertirse todavía en lo más duro. El que siempre se ha tratado muy indulgentemente, enferma al final por su mucha indulgencia. ¡Alabado sea lo que endurece! Yo no alabo la tierra donde mana mantequilla y miel.

Es necesario aprender a apartar la mirada de uno mismo para ver mucho: — esta dureza le es necesaria a todo el que asciende montañas.

Pero quien, como conocedor, es impertinente con los ojos, ¿cómo habría de ver de las cosas algo más que su frente? Tú, oh Zaratustra, quisiste ver de todas las cosas fundamento y fondo: así has de subir ya por encima de ti mismo —arriba, hacia lo alto—, ¡hasta tener incluso tus estrellas debajo de ti!

¡Sí! Mirar hacia abajo a mí mismo y aun a mis estrellas: a eso sólo llamaría yo mi cumbre; eso aún quedó para mí como mi última cumbre.»

Así hablaba Zaratustra consigo mismo, en el ascenso, consolando su corazón con duros dichos; pues estaba dolorido en su corazón como nunca antes. Y cuando llegó a lo alto de la cordillera, he aquí: yacía el otro mar extendido ante él; y se quedó inmóvil y guardó silencio largo rato. Pero la noche, a esa altura, era fría, clara y cuajada de estrellas.

«Reconozco mi suerte —dijo por fin, con tristeza—. ¡Bien! Estoy listo. Acaba de comenzar mi última soledad.

¡Ay, este negro, triste, mar debajo de mí! ¡Ay, esta preñada desazón nocturna! ¡Ay, destino y mar! ¡A vosotros debo ahora descender! Estoy ante mi montaña más alta y ante mi caminata más larga: por eso he de descender primero más profundo de lo que jamás ascendí —más profundo, en el dolor, que jamás ascendí—, hasta dentro de su más negra marea. Así lo quiere mi destino. ¡Bien! Estoy listo.

¿De dónde vienen las más altas montañas? —así pregunté una vez. Entonces aprendí que vienen del mar. Esta prueba está escrita en su roca y en las paredes de sus cumbres. Desde lo más profundo debe lo más alto llegar a su altura.—»

Así habló Zaratustra en la cima de la montaña, donde hacía frío; pero cuando llegó a la proximidad del mar y al fin estuvo solo bajo los acantilados, en el camino se había cansado y estaba aún más nostálgico que antes.

«Ahora todo duerme —dijo—; también el mar duerme. Ebrio de sueño y extraño, su ojo me mira. Pero respira cálido, eso lo siento. Y siento también que sueña. Se retuerce, soñando, sobre duras almohadas. ¡Escucha, escucha! ¡Cómo gime por malos recuerdos! ¿O por malos presentimientos? ¡Ay, estoy triste contigo, tú, oscuro monstruo, y aún me soy adverso por tu causa! ¡Ay, que mi mano no tiene fuerza suficiente! De buen grado, en verdad, querría redimirte de malos sueños.—»

Y mientras Zaratustra hablaba así, rió con melancolía y amargura de sí mismo: «¡Qué, Zaratustra! —dijo—, ¿quieres aún cantar consuelo al mar? ¡Ay, tú, amante necio Zaratustra, tú, sobre-bienaventurado en confianza! Pero así fuiste siempre: siempre te acercaste con familiaridad a todo lo terrible. A cada monstruo querías todavía acariciar. Un soplo de aliento cálido, un poco de pelambre suave en la pata —y al punto estabas dispuesto a amarlo y a atraerlo.

¡El amor es el peligro del más solitario: el amor a todo, con tal de que viva! Es para reír, en verdad, mi necedad y mi modestia en el amor».—

Así habló Zaratustra y rió por segunda vez; pero entonces recordó a sus amigos abandonados —y, como si se hubiera propasado con ellos en sus pensamientos—, se airó consigo mismo por esos pensamientos. Y enseguida ocurrió que el que reía lloró: de ira y de anhelo lloró Zaratustra amargamente.

Traducción revisada con asistencia de IA basada en la arquitectura Transformer. Edición orientada por el texto alemán (Colli y Montinari) y la división estructural de Walter Kaufmann.

Comments

Leave a comment