Y Zaratustra caminó pensativo más lejos y más hondo, a través de bosques y dejando atrás tierras pantanosas; pero, como le sucede a todo el que cavila sobre cosas de peso, pisó sin darse cuenta a un hombre. Y mira, de repente le saltaron al rostro un grito de dolor, dos maldiciones y veinte malas injurias; así que, en su espanto, levantó el bastón y aun golpeó también al que había pisado. Pero inmediatamente después recobró la sensatez, y su corazón rió de la necedad que acababa de cometer.
«Perdona», dijo al que había pisado, que se había levantado furioso y se había sentado; «perdona y atiende ante todo a una parábola. Como un caminante que sueña con cosas lejanas, sin darse cuenta, en un camino solitario tropieza con un perro dormido, un perro que yace al sol; cómo entonces ambos se levantan de golpe, se encaran, como enemigos mortales, estos dos aterrorizados a muerte: así nos ha sucedido a nosotros. ¡Y, sin embargo! ¡Y, sin embargo — qué poco faltó para que se acariciasen mutuamente, ese perro y ese solitario! ¡Pues ambos son — solitarios!»
— «Quienquiera que seas», dijo todavía furioso el pisoteado, «con tu parábola también pisas demasiado cerca, y no solo con tu pie. Mira, ¿acaso soy un perro?» Y al mismo tiempo se levantó el que estaba sentado y sacó su brazo desnudo del pantano. Pues antes había yacido tendido en el suelo, oculto e irreconocible, como quienes acechan a una fiera del pantano.
«¿Pero qué estás haciendo?», gritó Zaratustra sobresaltado, pues veía que por el brazo desnudo corría abundante sangre. «¿Qué te ha sucedido? ¿Te mordió, infeliz, una bestia maligna?»
El que sangraba rió, todavía irritado. «¿Qué te importa a ti?», dijo, y quiso seguir adelante. «Aquí estoy en casa y en mi terreno. Que me pregunte quien quiera; pero a un zopenco difícilmente le responderé».
«Yerras», dijo Zaratustra compasivo, y lo sujetó. «Aquí no estás en tu casa, sino en mi reino, y en él nadie ha de sufrir daño. Llámame, sin embargo, como quieras: yo soy el que debo ser. Yo mismo me llamo Zaratustra. ¡Bien! Por allí arriba va el camino hacia la cueva de Zaratustra; no está lejos. ¿No quieres curar tus heridas conmigo? Te ha ido mal, infortunado, en esta vida: primero te mordió la bestia, y luego — te pisó el hombre».
Pero cuando el pisoteado oyó el nombre de Zaratustra, se transformó. «¿Pero qué me ocurre!», exclamó; «¿quién me importa ya en esta vida, sino este solo hombre, a saber, Zaratustra, y ese solo animal que vive de sangre, la sanguijuela?
Por causa de la sanguijuela yacía yo aquí en este pantano, como un pescador, y ya había sido mordido diez veces mi brazo expuesto, cuando muerde aún un erizo más hermoso a por mi sangre: el propio Zaratustra. ¡Oh felicidad! ¡Oh maravilla! ¡Alabado sea este día que me atrajo a este pantano! ¡Alabada sea la mejor, la más viva ventosa que hoy vive! ¡Alabado sea el gran sanguijuela de la conciencia, Zaratustra!»
Así habló el pisoteado; y Zaratustra se regocijó por sus palabras y por su actitud refinada y reverente. «¿Quién eres?», preguntó, y le tendió la mano; «entre nosotros queda aún mucho por aclarar y por despejar: pero ya, me parece, se hace más puro y más luminoso el día».
«Yo soy el concienzudo del espíritu», respondió el preguntado; «y en cosas del espíritu nadie lo toma fácilmente con mayor severidad, estrechez y dureza que yo, salvo aquel de quien lo aprendí: el propio Zaratustra».
«¿Eres entonces quizá el conocedor de la sanguijuela?», preguntó Zaratustra; «¿y sigues a la sanguijuela hasta los últimos fundamentos, tú, concienzudo?»
«Oh Zaratustra», respondió el pisoteado, «eso sería algo desmesurado: ¿cómo podría atreverme a ello? De aquello de lo que soy maestro y conocedor, eso es del cerebro de la sanguijuela: — ese es mi mundo. ¡Y es también un mundo! Perdona, sin embargo, que aquí hable mi orgullo, pues no tengo aquí a nadie igual. Por eso dije: “aquí estoy en casa”. ¡Cuánto tiempo llevo ya siguiendo a este uno solo, al cerebro de la sanguijuela, para que la verdad resbaladiza ya no se me escape aquí! Aquí está mi reino. Por eso arrojé todo lo otro lejos; por eso todo me vino a ser igual a lo otro; y muy cerca, junto a mi saber, acampa mi negra ignorancia».
Mi conciencia del espíritu lo quiere así de mí: que sepa una sola cosa, y que fuera de eso no sepa nada. Me repugnan todas las medias tintas del espíritu, todos los brumosos, los flotantes, los visionarios.
Donde mi honestidad se detiene, allí estoy ciego y quiero también estar ciego. Pero donde quiero saber, allí quiero también ser honesto: a saber, duro, severo, estrecho, cruel, inexorable.
«Eso que una vez dijiste, oh Zaratustra: “El espíritu es la vida que se corta a sí misma en la vida”, eso me condujo y me sedujo hacia tu enseñanza. Y, en verdad, con mi propia sangre acrecenté para mí mi propio saber».
— «Como lo que se ve enseña», dejó caer Zaratustra; pues todavía fluía la sangre por el brazo desnudo del concienzudo hacia el suelo. Diez sanguijuelas, en efecto, se habían incrustado en él. «¡Oh tú, extraño compañero, cuánto me enseña ahí mismo esta evidencia, a saber, tú mismo! Y quizá no deba yo verterlo todo en tus oídos severos. ¡Bien! Así nos separamos aquí. Con gusto, sin embargo, querría encontrarte de nuevo. Allí arriba conduce el camino a mi cueva: esta noche has de ser allí mi querido huésped. Con gusto querría también resarcirte en tu propio cuerpo de que Zaratustra te pisara con los pies: sobre ello reflexiono. Pero ahora un grito de auxilio me llama con urgencia lejos de ti».
Así habló Zaratustra.
Traducción desde el alemán (ed. crítica Colli-Montinari), revisada con ayuda de IA basada en arquitectura Transformer, siguiendo la segmentación de párrafos de Walter Kaufmann.
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