[1] Una mañana, no mucho después de su regreso a la cueva, Zaratustra saltó de su lecho como un loco, gritó con voz terrible y se comportó como si aún yaciera alguien en el lecho que no quisiera levantarse de allí; y así resonó la voz de Zaratustra, que sus animales acudieron espantados, y que de todas las cuevas y escondrijos vecinos a la cueva de Zaratustra se escabulló toda clase de animales — volando, aleteando, arrastrándose, saltando, según la índole de pie y de ala que les fue dada. Pero Zaratustra dijo estas palabras:
¡Arriba, pensamiento abismal, desde mi profundidad! Soy tu gallo y alba de la mañana, gusano adormilado: ¡arriba! ¡arriba! Mi voz ha de cacarearte ya despierto. Desata los grilletes de tus oídos: ¡escucha! Porque quiero escucharte. ¡Arriba! ¡arriba! Aquí hay trueno suficiente para que hasta las tumbas aprendan a escuchar. Y límpiate el sueño y toda torpeza y ceguera de los ojos. Escúchame también con los ojos: mi voz es un remedio aún para los nacidos ciegos. Y una vez despierto, has de permanecer despierto eternamente. No es mi índole despertar del sueño a las tatarabuelas para mandarles — que continúen durmiendo.
¿Te mueves, te estiras, resuellas? ¡Arriba! ¡arriba! No has de resollar, has de hablarme. Zaratustra, el impío, te convoca. Yo, Zaratustra, el intercesor de la vida, el intercesor del sufrimiento, el intercesor del círculo — te convoco, mi pensamiento más abismal.
¡Salve a mí! Vienes, te escucho. Mi abismo habla, mi última profundidad la he vuelto del revés hacia la luz. ¡Salve a mí! ¡Acércate! ¡Dame la mano — ja! ¡suelta! ¡ja, ja! — náusea, náusea, náusea — ¡ay de mí!
[2] Pero apenas hubo Zaratustra pronunciado estas palabras, cayó al suelo como un muerto y permaneció mucho tiempo como un muerto. Y cuando volvió en sí, estaba pálido y tembloroso, quedó tendido y durante mucho tiempo no quiso ni comer ni beber. Tal estado duró en él siete días; sus animales no lo abandonaron, sin embargo, ni de día ni de noche, excepto que el águila salía volando en busca de alimento. Y lo que traía y reunía como botín lo depositaba sobre el lecho de Zaratustra, así que Zaratustra finalmente yacía entre bayas amarillas y rojas, uvas, manzanas de rosa, hierbas fragantes y piñas de pino. Pero a sus pies yacían tendidos dos corderos que el águila, con esfuerzo, había arrebatado a sus pastores.
Finalmente, después de siete días, Zaratustra se levantó de su lecho, tomó una manzana de rosa en la mano, la olió y su olor le pareció grato. Entonces creyeron sus animales que había llegado el momento de hablar con él.
“Oh Zaratustra —dijeron—, ya yaces así siete días, con ojos pesados: ¿no quieres ponerte por fin de nuevo sobre tus pies? Sal de tu cueva: el mundo te espera como un jardín. El viento juega con densas fragancias que desean llegar hasta ti; y todos los arroyos querrían correr tras de ti. Todas las cosas te anhelan, porque permaneciste siete días solo. ¡Sal de tu cueva! Todas las cosas quieren ser tus médicos. ¿Te llegó quizá un nuevo saber, uno amargo, pesado? Como masa fermentada yacías; tu alma se alzaba y se hinchaba más allá de todos sus bordes.”
“Oh animales míos —replicó Zaratustra—, parlotead, pues, y dejadme escuchar. Me reconforta tanto que parloteéis: donde se parlotea, allí se me presenta ya el mundo como un jardín. Qué hermoso es que haya palabras y sonidos: ¿no son palabras y sonidos arcoiris y puentes ilusorios entre lo eternamente separado?”
A cada alma le corresponde otro mundo; para cada alma toda otra alma es un trasmundo. Entre lo más semejante, precisamente, miente la apariencia de la forma más bella, pues la grieta más pequeña es la más difícil de salvar.
Para mí — ¿cómo habría un fuera-de-mí? No hay afuera. Pero eso lo olvidamos con todos los sonidos; qué hermoso es que lo olvidemos. ¿No han sido regalados nombres y sonidos a las cosas para que el hombre se reconforte en las cosas? Es una hermosa locura, el hablar: con ello danza el hombre por encima de todas las cosas. ¡Qué hermoso es todo decir y toda mentira de los sonidos! Con los sonidos danza nuestro amor sobre arcoiris de muchos colores.
“Oh Zaratustra —dijeron a esto los animales—, para quienes piensan como nosotros, todas las cosas danzan ellas mismas: eso viene, se da la mano, ríe y huye — y regresa. Todo se va, todo regresa; eternamente rueda la rueda del ser. Todo muere, todo florece de nuevo; eternamente corre el año del ser. Todo se quiebra, todo es nuevamente ensamblado; eternamente se construye a sí misma la misma casa del ser. Todo se separa, todo se saluda de nuevo; eternamente permanece fiel a sí mismo el anillo del ser. En cada ahora comienza el ser; alrededor de cada aquí rueda la esfera del allí. El centro está en todas partes. Torcida es la senda de la eternidad.”
“¡Oh vosotros, pícaros locos y organillos! —replicó Zaratustra y sonrió de nuevo—, qué bien sabéis lo que en siete días debía cumplirse — y cómo ese monstruo se me arrastró a la garganta y me estranguló. Pero yo le mordí la cabeza y la escupí lejos de mí. ¿Y vosotros, ya habéis hecho una canción de organillo de ello? Pero ahora yazgo aquí, cansado aún de ese morder y escupir lejos, enfermo aún de mi propia redención. ¿Y vosotros contemplasteis todo eso? Oh animales míos, ¿sois también vosotros crueles? ¿Habéis querido contemplar mi gran dolor, como hacen los hombres? Pues el hombre es el animal más cruel.”
“En tragedias, corridas de toros y crucifixiones es donde hasta ahora se ha sentido mejor en la tierra; y cuando se inventó para sí el infierno, mira, eso fue entonces su cielo en la tierra.”
“Cuando el gran hombre grita, al punto acude el pequeño; y la lengua se le sale del cuello de pura lascivia. Pero él lo llama su “compasión””
El hombre pequeño, especialmente el poeta — ¡con cuánta avidez acusa a la vida en palabras! Escuchad, pero no dejéis de escuchar el placer que hay en todo acusar. A tales acusadores de la vida los sobrepasa la vida con un parpadeo. “¿Me amas?”, dice la insolente; “espera aun un poco; aun no tengo tiempo para ti.”
El hombre es contra sí mismo el animal más cruel; y en todo lo que a sí mismo “pecador” y “portador de la cruz” y “penitente” se llama, no dejéis de escuchar la voluptuosidad que hay en ese lamento y acusación.
Y yo mismo, ¿quiero con esto ser acusador del hombre? Ay, animales míos, esto solo aprendí hasta ahora: que al hombre lo peor que hay en él le es necesario para lo mejor que hay en él, — que todo lo peor es su mejor fuerza y la piedra más dura para el más alto creador; y que el hombre tiene que volverse mejor y más malo.
No a este madero de suplicio fui atado: saber que el hombre es malo, sino que grité como aun nadie ha gritado: “¡Ay, que lo peor en él sea tan pequeño! ¡Ay, que lo mejor en él sea tan pequeño!”
El gran hastío del hombre — eso me estranguló y se me arrastró a la garganta; y lo que vaticinó el adivino: “Todo es igual, nada vale la pena, el saber estrangula.” Un largo crepúsculo cojeaba delante de mí, una tristeza mortalmente cansada, ebria de muerte, que hablaba con boca bostezante. “Eternamente regresa el hombre del que tú estás cansado, el pequeño hombre” — así bostezaba mi tristeza, y arrastraba el pie y no podía dormirse. En cueva se me convirtió la tierra de los hombres, su pecho se hundió hacia dentro, todo lo viviente se me volvió podredumbre de hombres, y huesos, y carcomido pasado. Mi suspiro se sentó sobre todas las tumbas de los hombres y ya no pudo levantarse; mi suspiro y mi preguntar graznaban y estrangulaban y roían y se lamentaban día y noche: “¡Ay, el hombre regresa eternamente! ¡El pequeño hombre regresa eternamente!”
Desnudos los había visto una vez a ambos, al hombre más grande y al hombre más pequeño: demasiado parecidos el uno al otro, — demasiado humano también el más grande. ¡Demasiado pequeño el más grande! — eso fue mi hastío del hombre. Y el eterno retorno también del más pequeño — eso fue mi hastío de toda existencia. ¡Ay, náusea, náusea, náusea! —
Así habló Zaratustra, y suspiró y se estremeció; pues recordó su enfermedad. Pero entonces sus animales no le dejaron seguir hablando.
“¡No sigas hablando, tú convaleciente!” —así le replicaron sus animales—, sino sal fuera, donde el mundo te aguarda como un jardín. Sal fuera a las rosas y a las abejas y a las bandadas de palomas; pero especialmente a los pájaros cantores, para que de ellos aprendas a cantar. Pues cantar es para el que convalece; el sano puede hablar. Y cuando también el sano quiere canciones, quiere canciones distintas de las del que convalece.”
“¡Oh vosotros, pícaros locos y organillos, callad ya!” respondió Zaratustra y se sonrió de sus animales. “¡Qué bien sabéis qué consuelo inventé para mí en siete días! Que debo volver a cantar — ese consuelo inventé para mí y esta convalecencia: ¿queréis vosotros también hacer enseguida de eso una canción de organillo de nuevo?”
“No sigas hablando” —le replicaron una vez más sus animales—; “mejor aun, tú, convaleciente, prepara para ti primero una lira, ¡una nueva lira! Porque mira, oh Zaratustra, para tus nuevas canciones son menester nuevas liras. Canta y ruge desbordándote, oh Zaratustra, sana con nuevas canciones tu alma, para que puedas soportar tu gran destino, que aún no ha sido el destino de ningún hombre. Porque tus animales lo saben bien, oh Zaratustra, quién eres y debes llegar a ser: mira, eres el maestro del eterno retorno; ese es ahora tu destino. Que tú, como el primero, debas enseñar esta enseñanza, ¿cómo no habría de ser este gran destino también tu más grande peligro y enfermedad?”
“Ahora muero y desaparezco — dirías —, y en un ahora soy una nada. Las almas son tan mortales como los cuerpos. Pero el nudo de las causas regresa de nuevo, en el que estoy enredado; este volverá a crearme. Yo mismo pertenezco a las causas del eterno retorno. Vengo de nuevo, con este sol, con esta tierra, con este águila, con esta serpiente — no a una vida nueva, ni a una vida mejor, ni a una vida parecida: vengo eternamente de nuevo a esta misma e idéntica vida, en lo más grande y en lo más pequeño, para enseñar de nuevo el eterno retorno de todas las cosas, para pronunciar de nuevo la palabra del gran mediodía de la tierra y del hombre, para proclamar de nuevo el superhombre a los hombres. Hablé mi palabra, me quiebro en mi palabra: así lo quiere mi suerte eterna; como proclamador perezco. Ahora ha llegado la hora de que el que desciende se bendiga a sí mismo. Así termina el descenso de Zaratustra.”
Cuando los animales hubieron hablado estas palabras, callaron y esperaron a que Zaratustra les dijera algo; pero Zaratustra no oyó que callaban. Más bien permaneció tendido, con los ojos cerrados, semejante a alguien que duerme, aunque no dormía; pues conversaba en ese momento con su alma. Pero la serpiente y el águila, cuando lo encontraron así silencioso, honraron la gran quietud que había en torno a él y se marcharon con cautela de allí.
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