En un sueño, en el último sueño de la mañana, hoy estuve de pie sobre un promontorio —más allá del mundo—; tenía una balanza y pesaba el mundo. ¡Ay, que demasiado pronto me vino la aurora: me encendió hasta despertarme, la celosa! Siempre está celosa de los incendios de mis sueños matutinos.
Mensurable para quien tiene tiempo, pesable para un buen pesador, alcanzable en vuelo para alas fuertes, adivinable para divinos cascanueces: así encontró mi sueño al mundo:— Mi sueño, un audaz navegante, mitad nave, mitad novia del viento, silencioso como las mariposas, impaciente como los halcones nobles: ¡cómo tuvo, sin embargo, hoy paciencia y reposo para pesar el mundo! ¿Le susurró acaso en secreto mi sabiduría, mi risueña, despierta, sabiduría diurna, la que se burla de todos los “mundos infinitos”? Pues dice: «donde hay fuerza, también el número se vuelve soberana: tiene más fuerza».
¡Con qué seguridad contempló mi sueño este mundo finito, no curioso, no ávido de lo antiguo, no temeroso, no suplicante! Como si una manzana colmada se ofreciese a mi mano, una madura manzana de oro, con suave, fresca, aterciopelada piel, así se me ofreció el mundo. Como si un árbol me hiciera señas, de anchas ramas, de fuerte voluntad, curvado para servir de respaldo y aún de reposapiés a los fatigados del camino, así se plantó el mundo en mi promontorio. Como si delicadas manos me acercaran un sagrario, un sagrario abierto para el deleite de ojos pudorosos y veneradores, así se me ofreció hoy el mundo al encuentro. No enigma bastante como para ahuyentar el amor humano, no solución bastante como para adormecer la sabiduría humana. Una cosa humana buena fue hoy para mí el mundo, al que tanto mal se le achaca.
¿Cómo agradecer a mi sueño matutino que yo así, al amanecer, hoy haya pesado el mundo? Como una cosa humana buena vino a mí este sueño, y consolador del corazón. Y para hacer como él durante el día, y aprender —y desaprender— de él lo mejor, quiero ahora poner en la balanza las tres cosas más malas y sopesarlas humanamente bien. Quien enseñó a bendecir enseñó también a maldecir: ¿cuáles son en el mundo las tres cosas más malditas? Estas quiero ponerlas en la balanza.
Voluptuosidad, afán de dominio, egoísmo: estos tres han sido hasta ahora los más maldecidos y los más calumniados y mentidos; a estos tres quiero sopesarlos humanamente bien.
¡Ea! Aquí está mi promontorio y allí el mar; este rueda hacia mí, hirsuto, adulador, el viejo y fiel monstruo canino de cien cabezas, al que amo. ¡Ea! Aquí quiero sostener la balanza sobre el mar batido; y también elijo un testigo para que lo vea: a ti, árbol ermitaño, de fuerte fragancia, de amplia bóveda, al que amo.
¿Sobre qué puente va hacia el algún día el ahora? ¿Por qué compulsión se fuerza lo alto hacia lo más bajo (que él)? ¿Y qué ordena incluso a lo más alto crecer aún hacia arriba?
Ahora está la balanza igual y quieta: tres pesadas preguntas arrojé en ella; tres pesadas respuestas carga el otro platillo.
Voluptuosidad: para todos los despreciadores del cuerpo vestidos de cilicio, su aguijón y su estaca; y maldita como “mundo” entre todos los ultramundanos, porque se burla y escarnece a todos los maestros del caos y el error.
Voluptuosidad: para la chusma, el fuego lento donde se consume; para toda la madera agusanada y para todos los andrajos apestosos, el horno presto de celo y hervor.
Voluptuosidad: para los corazones libres, inocente y libre; la dicha-jardín de la tierra, el desbordado agradecimiento de todo el futuro al ahora.
Voluptuosidad: solo para lo marchito un veneno dulzón; pero para los de voluntad de león, el gran fortalecimiento del corazón, y el reverentemente preservado vino de los vinos.
Voluptuosidad: la gran dicha-parábola para una dicha más alta y para la más alta esperanza. Porque a muchas cosas les está prometido matrimonio, y más que matrimonio, a muchas cosas que son más extrañas entre sí que hombre y mujer. ¿Y quién comprende del todo cuán extraños entre sí son hombre y mujer?
Voluptuosidad: pero quiero tener cercas en torno a mis pensamientos y también en torno a mis palabras, para que no irrumpan en mis jardines los puercos y los exaltados.
Afán de dominio: el látigo incandescente de los más duros de los duros de corazón; la atroz tortura que se reserva al más atroz; la llama sombría de hogueras vivientes.
Afán de dominio: el tábano malicioso que se impone a los pueblos más vanidosos; la escarnecedora de toda virtud incierta; la que cabalga todo corcel y todo orgullo.
Afán de dominio: el terremoto que rompe y abre todo lo podrido y ahuecado. La que rueda, ruge y castiga, la demoledora de sepulcros blanqueados. El relampagueante signo de interrogación junto a las respuestas prematuras.
Afán de dominio: ante cuya mirada el hombre se arrastra, se agacha y se somete, y se hace más bajo que serpiente y puerco, hasta que por fin el gran desprecio grita desde él.
Afán de dominio: la temible maestra del gran desprecio, que predica a ciudades y reinos, a la cara: «¡fuera contigo!», hasta que de ellos mismos grita: «¡fuera conmigo!».
Afán de dominio: pero también asciende, seductora, hacia los puros y los solitarios, y hacia alturas autosuficientes, ardiendo como un amor que pinta, seductor, bienaventuranzas púrpuras en el cielo de la tierra.
Afán de dominio: ¿pero quién la llamaría “afán” cuando lo alto anhela ir hacia abajo tras poder? En verdad, nada enfermo ni ávido hay en tal anhelar y descender. Que la altura solitaria no se eternice en soledad y se baste a sí misma eternamente; que la montaña vaya a los valles y los vientos de la altura a las tierras bajas. ¡Oh, quién hallaría el justo nombre de bautismo y de virtud para tal anhelo! «La virtud que hace regalos»: así llamó Zaratustra una vez a lo innombrable.
Y en aquel tiempo sucedió también —y en verdad, sucedió por primera vez— que su palabra proclamó bienaventurado al afán de sí mismo, al sano, al saludable afán de sí mismo que brota de un alma poderosa; de un alma poderosa a la que pertenece el cuerpo alto, el hermoso, triunfante, vivificante, en torno al cual toda cosa se vuelve espejo; el cuerpo ágil y persuasivo, el danzante, cuya parábola y compendio es el alma alegre de sí misma. La alegría de sí mismos de tales cuerpos y almas se llama a sí misma «virtud».
Con sus palabras acerca de bueno y malo, tal alegría de sí se protege como con bosquecillos sagrados; con los nombres de su dicha aparta de sí todo lo despreciable. Aparta lejos de sí todo lo cobarde; dice: «Malo — eso es cobarde». Despreciable le parece el siempre preocupado, suspirante, lastimoso, y quien recoge aun las más pequeñas ventajas. Desprecia también toda sabiduría bienaventurada en el dolor; porque, en verdad, hay también sabiduría que florece en la oscuridad, una sabiduría de sombras nocturnas, la que siempre suspira: «¡Todo es vanidad!».
La medrosa desconfianza vale para ella poco, y todo aquel que quiere juramentos en lugar de miradas y manos; también toda sabiduría demasiado desconfiada, pues tal es la índole de las almas cobardes. Aún menos vale para ella el rápidamente complaciente, el perruno, el que de inmediato yace sobre el lomo, el humilde; y también hay sabiduría que es humilde, y perruna, y piadosa, y rápidamente complaciente. Odiado le es por completo, y le causa repulsión, quien nunca quiere defenderse, quien traga hacia dentro saliva venenosa y malas miradas, el demasiado paciente, el que todo lo soporta, el que con todo se contenta: porque esa es la índole servil.
Tanto si es servil ante los dioses y las patadas divinas, como si lo es ante los hombres y las estúpidas opiniones humanas, sobre toda índole de siervo escupe este bienaventurado afán de sí mismo. Malo: así llama a todo lo que está quebrado y mezquino-servil, a los ojos que guiñan sin libertad, a los corazones oprimidos, y a esa falsa índole condescendiente que besa con anchos labios cobardes.
«Falsa sabiduría»: así llama a todo lo que bromean los siervos, los viejos y los cansados; y, en especial, a toda la mala, absurda, demasiado ingeniosa necedad sacerdotal. Pero los falsos sabios —todos los sacerdotes, los cansados del mundo y aquellos cuya alma es de índole de mujer y de siervo—: ¡oh, cómo le ha jugado malas pasadas al afán de sí mismo desde siempre su juego! ¡Y eso precisamente habría de ser virtud y llamarse virtud: que se le jueguen malas pasadas al afán de sí mismo! Y «sin yo» — así se querían, con buen fundamento, todos esos cobardes cansados del mundo y arañas cruceras.
Pero a todos ellos les llega ahora el día, la transformación, la espada del juicio, el gran mediodía; entonces muchas cosas han de volverse manifiestas.
Y quien proclama al yo sano y sagrado, y bienaventurado al afán de sí mismo, en verdad, dice también —como adivino— lo que sabe: «¡Mira, llega, está cerca, el gran mediodía!».
Así habló Zaratustra.
Traducción desde el alemán (ed. crítica Colli-Montinari), revisada con ayuda de IA basada en arquitectura Transformer, siguiendo la segmentación de párrafos de Walter Kaufmann.
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