3.8. DE LOS APÓSTATAS

¡Ay, yace todo ya marchito y gris lo que hasta hace poco, en este prado, estaba verde y multicolor! ¡Y cuánta miel de esperanza llevé de aquí a mis colmenas! Estos corazones jóvenes se han vuelto ya todos viejos —¡y ni siquiera viejos!—, sólo cansados, vulgares, perezosos: y a eso lo llaman: «Nos hemos vuelto de nuevo piadosos.»

Hasta hace poco los vi, de madrugada, salir corriendo con pies valerosos; pero los pies del saber se les cansaron, y ahora calumnian incluso su valentía de la mañana. En verdad, más de uno alzaba antaño las piernas como un danzarín; la risa en mi sabiduría le hacía señas: entonces se lo pensó. Ahora mismo lo vi, encorvado, arrastrarse hacia la cruz. En torno a la luz y a la libertad revoloteaban antaño como mosquitos y como jóvenes poetas; un poco más viejos, un poco más fríos: y ya son más sombríos, más murmuradores y más arrimados a la estufa.

¿Se les acobardó quizá el corazón porque a mí la soledad me devoró como una ballena? ¿Tendió su oído quizá, anhelante y largo tiempo, en vano, hacia mí y hacia mis llamadas de trompeta y de heraldo? — ¡Ay! Siempre son sólo pocos aquellos cuyo corazón tiene prolongado valor y osadía; y a esos también el espíritu les permanece paciente. Pero el resto es cobarde. El resto: eso lo componen siempre la vasta mayoría, el de diario, el superfluo, los demasiado-muchos — ¡todos ellos son cobardes!

Quien es de mi índole, también las vivencias de mi índole se le cruzarán en el camino: de modo que sus primeros compañeros deben ser cadáveres y bufones. Sus segundos compañeros, en cambio — esos se llamarán a sí mismos sus creyentes: un enjambre vivo, mucho amor, mucha necedad, mucha veneración imberbe. A estos creyentes no ha de atar su corazón quien es de mi índole entre los hombres; en estas primaveras y prados multicolores no ha de creer quien conoce la índole volátil y cobarde de los hombres.

Si pudieran de otro modo, también querrían de otro modo. Lo a medias echa a perder lo entero. Que las hojas se marchiten — ¿qué hay que lamentar? Déjalas ir y caer, oh Zaratustra, y no te lamentes. Mejor aún, sopla con susurrantes vientos entre ellas, — sopla entre estas hojas, oh Zaratustra: para que todo lo marchito corra lejos de ti aún más deprisa.

«Nos hemos vuelto de nuevo piadosos» —así confiesan estos apóstatas; y algunos de ellos son aún demasiado cobardes para confesarlo así.

A esos los miro a los ojos — a esos se lo digo a la cara y al rubor de sus mejillas—: ¡vosotros sois de los que vuelven a rezar!

¡Pero es una vergüenza rezar! No para todos, pero sí para ti y para mí y para cualquiera que tenga su conciencia en la cabeza. ¡Para ti es una vergüenza rezar!

Lo sabes bien: tu diablo cobarde dentro de ti —ese que con gusto querría juntar las manos, poner las manos en el regazo y tenerlo más cómodo— ese diablo cobarde te susurra: «¡hay un Dios!». Pero con ello perteneces a la ralea que rehúye la luz, a quienes la luz nunca deja reposo; ahora debes hundir cada día la cabeza más profundamente en la noche y la bruma.

Y, en verdad, elegiste bien la hora: justo ahora vuelan de nuevo las aves nocturnas. Llegó la hora para todo el pueblo que rehúye la luz, la hora vespertina y de fiesta, en la que no “festeja”. Lo oigo y lo huelo: llegó su hora de caza y de procesión —no una caza salvaje, sino una caza mansa, renqueante, husmeadora, de los que pisan quedo y rezan quedo—, — una caza de santurrones sentimentales: ¡todas las ratoneras del corazón están otra vez dispuestas! Y donde levanto una cortina, sale disparada una polillita nocturna. ¿Estaría allí acurrucada con otra polillita? Porque por todas partes huelo pequeñas congregaciones agazapadas; y donde hay cuartitos, allí hay nuevos hermanos de rezo y el vaho de los hermanos de rezo.

Se sientan largas tardes uno junto a otro y dicen: «¡Volvámonos de nuevo como los niñitos y digamos “querido Dios”!». — echados a perder en la boca y en el estómago por los piadosos pasteleros.

O bien contemplan largas tardes a una astuta, acechante araña de la cruz, que predica prudencia a las propias arañas y así enseña: «¡bajo las cruces es bueno tejer!».

O bien se sientan todo el día con cañas de pescar junto a los pantanos y por ello se creen profundos; pero al que pesca donde no hay peces, a ese no lo llamo ni siquiera superficial.

O bien aprenden, piadosos y alegres, a tañer el arpa con un poeta-cantor que con gusto querría tañer su camino hasta el corazón de mujercitas jóvenes; pues se cansó de las mujercitas viejas y de su elogio.

O bien aprenden a estremecerse con un erudito medio loco que, en habitaciones oscuras, espera a que le vengan los espíritus — ¡y el espíritu sale corriendo por completo!

O bien escuchan atentamente a un viejo flautista vagabundo de ronroneos y gruñidos, que aprendió de los vientos turbios la tristeza de los tonos; ahora silba según el viento y predica tristeza en tonos turbios.

Y algunos de ellos se han vuelto incluso serenos nocturnos: ahora saben tocar el cuerno, vagar por la noche y despertar viejas cosas que hace ya mucho tiempo dormían. Cinco palabras sobre viejas cosas oí anoche junto al muro del jardín: venían de esos viejos, afligidos y resecos serenos nocturnos.

«Para ser un padre, no se ocupa bastante de sus hijos: ¡los padres humanos lo hacen mejor!» —

«¡Es demasiado viejo! Ya ni siquiera se preocupa por sus hijos» — respondió así el otro sereno nocturno.

«¿Tiene entonces hijos? ¡Nadie puede probarlo si él mismo no lo prueba! Hace ya tiempo que quisiera verlo probarlo alguna vez a fondo.»

«¿Probar? ¡Como si alguna vez hubiese probado algo! Probar le resulta difícil; da mucha importancia a que se le crea.»

«¡Sí! ¡Sí! La fe lo hace bienaventurado —la fe en él—. ¡Así es la índole de los viejos! ¡Así nos pasa también a nosotros!» —

Así se hablaron entre sí los dos viejos serenos nocturnos y evitadores de la luz, y luego tocaron, apesadumbrados, sus cuernos: así ocurrió anoche junto al muro del jardín. Pero a mí se me retorció el corazón de risa, y quería reventar, y no sabía adónde; y se hundió en el diafragma. En verdad, aún será mi muerte que me asfixie de risa, cuando veo asnos borrachos y oigo a serenos nocturnos dudar así de Dios. ¿No ha pasado ya hace mucho también el tiempo de todas esas dudas? ¡Quién se atreve aún a despertar esas viejas cosas dormidas, que rehúyen la luz!

Con los viejos dioses, sí, las cosas llegaron a su fin hace ya mucho tiempo; y, en verdad, tuvieron un buen y alegre final de dioses. No se pusieron crepusculares hasta morir —¡eso lo mienten, ciertamente!—; más bien, rieron un día hasta morir. Eso ocurrió cuando la palabra más impía salió de la boca de un dios mismo: —«¡Hay un solo Dios! ¡No tendrás otros dioses junto a mí!»—. Un viejo dios de barba airada, un celoso, se olvidó así de sí mismo; y todos los dioses rieron entonces, se tambalearon en sus tronos y gritaron: «¿No es precisamente divinidad que haya dioses, pero no Dios?»

Quien tenga oídos, que oiga.

Así habló Zaratustra en la ciudad que él amaba y la cual es apodada «la vaca multicolor». Pues desde aquí le quedaban apenas dos días de camino para volver a su cueva y a sus animales; y su alma exultaba sin cesar por la cercanía de su regreso al hogar.

Traducción desde el alemán (ed. crítica Colli-Montinari), revisada con ayuda de IA basada en arquitectura Transformer, siguiendo la segmentación de párrafos de Walter Kaufmann.

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