4.1. LA OFRENDA DE MIEL

Y de nuevo corrieron lunas y años sobre el alma de Zaratustra, y él no hizo caso de ello; pero su cabello se volvió blanco. Un día, cuando estaba sentado sobre una piedra delante de su cueva y miraba en silencio a lo lejos —pues desde allí se mira hacia el mar y por encima de abismos sinuosos—, entonces sus animales anduvieron pensativos en torno a él y por fin se plantaron delante de él.

«Oh Zaratustra —dijeron—, ¿miras acaso a lo lejos en busca de tu felicidad?»

«¡Qué importa la felicidad! Hace ya mucho que no aspiro a la felicidad; aspiro a mi obra.»

«Oh Zaratustra —volvieron a decir los animales—, eso lo dices como quien está harto de lo bueno. ¿No yaces acaso en un lago de felicidad azul celeste?»

«Vosotros, pícaros necios —respondió Zaratustra y sonrió—, ¡qué bien habéis escogido la parábola! Pero sabéis también que mi felicidad es pesada y no como una ola líquida de agua: me oprime y no quiere apartarse de mí, y actúa como brea derretida.»

Entonces los animales volvieron a andar pensativos en torno a él y luego se plantaron de nuevo delante de él. «Oh Zaratustra —dijeron—, ¿de ahí viene, pues, que tú mismo te vuelves cada vez más amarillo y más oscuro, aunque tu cabello quiera parecer blanco y color de lino? ¡Mira, estás sentado en tu brea!»

«¿Qué decís ahí, animales míos? —dijo Zaratustra riendo—. En verdad, blasfemé cuando hablé de la brea. Lo que me ocurre a mí les sucede a todos los frutos que maduran. Es la miel en mis venas la que vuelve más espesa mi sangre y también más silenciosa mi alma.»

«Así será, oh Zaratustra —respondieron los animales y se apretaron contra él—; pero ¿no quieres hoy subir a una alta montaña? El aire está puro, y hoy se ve más del mundo que nunca.»

«Sí, animales míos —respondió él—, aconsejáis certeramente y conforme a mi corazón: hoy quiero subir a una alta montaña. Pero procurad que allí tenga miel a mano: amarilla, blanca, buena, miel dorada de panal fresca como el hielo. Porque, sabedlo, allá arriba quiero ofrecer la ofrenda de miel.»

Pero cuando Zaratustra estuvo arriba, en lo alto de la cumbre, envió de vuelta a casa a los animales que lo habían guiado y vio que ahora estaba solo; entonces rió de todo corazón, miró a su alrededor y habló así:

«Que hoy haya hablado de ofrendas y de ofrendas de miel no fue más que un ardid de mi discurso y, en verdad, una necedad útil. Aquí arriba puedo hablar ya con más libertad que ante cuevas de ermitaños y animales domésticos de ermitaños.

¿Qué ofrendas? Yo derrocho lo que se me regala, yo, derrochador de mil manos; ¿cómo podría llamar a eso todavía ofrenda? Y cuando deseé miel, no deseé sino cebo y dulce sebo y baba, tras los cuales también los osos gruñones y las extrañas, hoscas y malévolas aves se relamen – tras el mejor cebo, como el que necesitan cazadores y pescadores. Pues si el mundo es como un oscuro bosque de fieras y jardín de delicias para todos los cazadores salvajes, tanto más, y con mayor agrado, se me aparece como un mar abismal y rico – un mar lleno de peces de muchos colores y de cangrejos, que también podría antojárseles a los dioses para volverse en él pescadores y lanzadores de redes: tan rico es el mundo en cosas extrañas, grandes y pequeñas. Sobre todo el mundo de los hombres, el mar de los hombres: hacia él lanzo ahora mi caña de pescar de oro y digo: ¡ábrete, abismo de los hombres!»

¡Ábrete y lánzame tus peces y cangrejos relucientes! Con mi mejor cebo atraigo a mí hoy los más extraños peces de los hombres. Mi propia felicidad la arrojo fuera, a todas las anchuras y lejanías, entre amanecer, mediodía y ocaso, para ver si muchos peces de los hombres no aprenden a tirar de mi felicidad y retorcerse hasta que, mordiendo mis agudos, ocultos anzuelos, deban subir a mi altura, los más coloridos gobios del abismo hasta el más malévolo de todos los pescadores de peces de hombres. Pues ese soy yo, desde el fondo y desde el comienzo: el que tira, el que atrae, el que eleva, el que hace crecer; un tirador, un criador y un maestro de disciplina; aquel que no en vano se dijo una vez a sí mismo: “¡Llega a ser el que eres!”.

Así, pueden ahora los hombres subir hasta mí; pues aún espero las señales de que ha llegado el tiempo para mi descenso. Aún no me hundo yo mismo, como debo, entre los hombres. Por eso espero aquí, astuto y burlón, sobre altas montañas: no un paciente, no un impaciente, más bien alguien que desaprendió también la paciencia, porque ya no “soporta”. Pues mi destino me deja tiempo. ¿Se ha olvidado acaso de mí? ¿O está sentado detrás de una gran piedra, a la sombra, cazando moscas? Y, en verdad, siento por esto afecto hacia él, hacia mi eterno destino, porque no me acosa ni me apremia, y me deja tiempo para bufonadas y maldades: ¡así que hoy, para una pesca, ascendí a esta alta montaña!

¿Ha pescado alguna vez un hombre peces en las altas montañas? Y aunque sea una necedad lo que aquí arriba quiero y hago, ¡mejor aun esto que ahí abajo volverme solemne de esperar y verde y amarillo — un hinchado resoplador de ira de esperar, una santa tormenta-aullido salida de las montañas, un impaciente que grita a los valles: “¡Oíd, o os fustigo con el azote de Dios!”!

¡No es que yo guarde rencor a tales iracundos por ello! Me bastan para reírme. Impacientes deben ya estar estos grandes tambores de estrépito, que o bien hablan hoy o no hablan nunca. Pero yo y mi destino no hablamos para el hoy, tampoco hablamos para el nunca; para hablar tenemos ya paciencia, tiempo y sobretiempo. Porque un día debe llegar y no puede pasar de largo. ¿Qué debe un día llegar y no puede pasar de largo? Nuestro gran Hazar. Eso es nuestro gran, lejano reino de los hombres, el reino de Zarathustra de mil años. ¿Qué tan lejano puede ser ese “lejos”? ¿Qué me incumbe? Pero por eso no está para mí menos firme: con ambos pies me planto seguro sobre este suelo, sobre un suelo eterno, sobre dura roca primigenia, sobre esta, la más alta y la más dura cordillera primigenia, a la que todos los vientos llegan como a una línea divisoria de los vientos, preguntando: ¿dónde?, ¿de dónde?, ¿hacia dónde afuera?

¡Aquí ríe, ríe, mi clara maldad intacta! ¡Desde las altas montañas arroja hacia abajo tu resplandeciente carcajada de burla! ¡Ceba con tu resplandor para mí a los más hermosos peces de los hombres! Y lo que en todos los mares me pertenece, mi en-y-para-mí en todas las cosas: eso, péscamelo fuera, eso tráemelo arriba hasta mí. — Por eso espero yo, el más malévolo de todos los pescadores.

¡Fuera, fuera, caña de pescar mía! ¡Dentro, hacia abajo, cebo de mi felicidad! ¡Destila tu rocío más dulce, miel de mi corazón! ¡Muerde, caña de pescar mía, en el vientre de toda negra aflicción!

¡Fuera, fuera, ojo mío! ¡Oh, cuántos mares en torno a mí, qué crepusculares futuros de hombres! Y sobre mí: ¡qué quietud del rojo de las rosas, qué silencio sin nubes!

Traducción revisada con asistencia de IA basada en la arquitectura Transformer. Edición orientada por el texto alemán (Colli y Montinari) y la división estructural de Walter Kaufmann.

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