3.9. EL REGRESO A CASA

¡Oh soledad! ¡Tú, mi hogar, soledad! Demasiado tiempo viví salvaje en salvaje tierra extraña como para no regresar con lágrimas a ti. Ahora, sólo amenázame con el dedo, como las madres amenazan; ahora, sonríeme, como las madres sonríen; ahora, dime sólo:

«¿Y quién fue el que, como una tempestad, huyó precipitadamente de mí? — el que al partir gritó: “¡Demasiado tiempo me senté con la soledad; allí desaprendí el silencio!” ¿Eso —lo aprendiste ahora, quizá? Oh Zaratustra, todo lo sé: y que tú, entre los muchos, estuviste más desamparado, tú uno solo, que nunca conmigo. Una cosa es desamparo, otra cosa soledad: eso lo aprendiste ahora. Y que entre los hombres siempre serás salvaje y extraño — salvaje y extraño incluso cuando te aman; porque, antes que nada, quieren ser tratados con miramiento.»

Pero aquí estás contigo —en tu hogar, en tu casa—; aquí puedes decirlo todo sin reservas y derramar todos los motivos: aquí nada se avergüenza de sentimientos ocultos, obstinados. Aquí todas las cosas acuden, en caricia, a tu discurso y te halagan, porque quieren cabalgar sobre tu espalda. Sobre cada parábola cabalgas aquí hasta cada verdad. Erguido y sincero puedes aquí hablar a todas las cosas; y, en verdad, a sus oídos suena como elogio que uno hable con todas las cosas — en recto.

“Pero una cosa distinta es estar desamparado. Porque —¿lo recuerdas aún, ¡Oh Zaratustra!?— cuando entonces tu pájaro gritó sobre ti, cuando estabas de pie en el bosque, indeciso, sin saber adónde, cerca de un cadáver — cuando dijiste: “¡Que mis animales me guíen! Más peligroso me pareció entre los hombres que entre los animales”— ¡eso era desamparo! ¿Y lo recuerdas aún, ¡Oh Zaratustra!? — cuando te sentabas en tu isla, una fuente de vino entre cubos vacíos, dando y gastando, y entre sedientos regalando y escanciando — hasta que, por fin, sediento, te sentaste solo entre borrachos, y te lamentaste en la noche: “¿No es tomar más bienaventurado que dar? ¿Y robar aún más bienaventurado que tomar?” — ¡eso era desamparo! ¿Y lo recuerdas aún, ¡Oh Zaratustra!? — cuando vino tu hora más silenciosa y te empujó lejos de ti mismo, cuando susurró con malicia: “¡Habla y rómpete!” — cuando te hizo aborrecible todo tu esperar y callar, y desalentó tu humilde valor: ¡eso era desamparo!

¡Oh soledad! ¡Tú, mi hogar, soledad! ¡Cuán bienaventurada y tierna me habla tu voz! No nos preguntamos, no nos reprochamos; caminamos francos, juntos, por puertas abiertas. Porque contigo todo es abierto y claro; y también las horas aquí corren con pies más ligeros. En lo oscuro, en efecto, se carga más pesadamente con el tiempo que en la luz. Aquí me saltan a la cara las palabras y los sagrarios de las palabras de todo ser: todo ser quiere aquí devenir palabra, todo devenir quiere aprender de mí a hablar.

Pero allí abajo — allí todo hablar es en vano. Allí, olvidar y pasar de largo es la mejor sabiduría: eso lo aprendí ahora. Quien quisiera comprenderlo todo en los hombres tendría que asirlo todo. Pero para eso tengo las manos demasiado limpias. Ni siquiera quiero respirar su aliento; ¡ay, que viví tanto tiempo entre su estruendo y su aliento viciado!

¡Oh bienaventurado silencio a mi alrededor! ¡Oh olores puros a mi alrededor! ¡Cómo, desde lo hondo del pecho, este silencio toma aliento puro! ¡Cómo escucha, este bienaventurado silencio!

Pero allí abajo — allí todo habla, allí todo se desoye. Uno puede anunciar su sabiduría al repique de campanas: los tenderos del mercado la ahogarán con el tintineo de sus peniques.

Todo entre ellos habla, ya nadie sabe comprender. Todo se va al agua; ya nada cae en pozos profundos.

Todo entre ellos habla, ya nada sale bien ni llega a término. Todo cacarea; pero ¿quién quiere aún sentarse en silencio en el nido y empollar huevos?

Todo entre ellos habla, todo se habla hasta gastarlo. Y lo que ayer aún era demasiado duro para el tiempo mismo y su diente, hoy cuelga, raspado y roído, de los hocicos de los de hoy.

Todo entre ellos habla, todo es traicionado. Y lo que antaño se llamaba secreto y reserva de almas profundas, hoy pertenece a los trompeteros de las callejas y a otras mariposas.

¡Oh ser humano, criatura extraña! ¡Tú, estrépito en oscuras callejas! Ahora yaces de nuevo detrás de mí: ¡mi mayor peligro yace detrás de mí!

En la indulgencia y en la compasión yació siempre mi mayor peligro; y todo lo humano quiere ser tratado con miramiento y tolerado. Con verdades contenidas, con mano de necio y corazón encaprichado, rico en pequeñas mentiras de la compasión: así viví siempre entre los hombres. Disfrazado me senté entre ellos, dispuesto a desconocerme para poder soportarlos, y gustosamente diciéndome: “¡Necio, no conoces a los hombres!”

Uno desaprende a los hombres cuando vive entre los hombres; hay demasiado primer plano en todos ellos: ¿qué han de hacer ahí ojos que ven lejos, que buscan lejos? Y cuando me desconocieron, yo, necio, los traté por ello con más indulgencia que a mí mismo: acostumbrado a la dureza conmigo y a menudo aún vengándome de mí por esa indulgencia. Acribillado por moscas venenosas y ahuecado, como la piedra, por muchas gotas de malicia, así me senté entre ellos y todavía me decía: “¡Inocente es todo lo pequeño de su pequeñez!”

En especial a los que ellos llaman “los buenos” los encontré como las moscas más venenosas de todas: pican con toda inocencia, mienten con toda inocencia; ¿cómo podrían ser justos conmigo? Al que vive entre los buenos, la compasión le enseña a mentir. La compasión vuelve viciado el aire para todas las almas libres. Porque la necedad de los buenos es insondable.

Ocultarme a mí mismo y mi riqueza, eso aprendí allí abajo; pues a cada cual lo hallé todavía pobre de espíritu. Esa fue la mentira de mi compasión: que yo, con cada uno, sabía —que a cada cual se lo veía y se lo olía— qué era para él suficiente espíritu y qué era ya demasiado. Sus maneras rígidas: yo las llamé “sabias”, no “rígidas” — así aprendí a tragar palabras. A sus sepultureros los llamé “investigadores y examinadores” — así aprendí a trocar palabras. Los sepultureros excavan para sí enfermedades. Bajo viejos escombros reposan malos miasmas. No se ha de remover el lodazal. Se ha de vivir en las montañas.

Con bienaventuradas narinas inhalo de nuevo la libertad de la montaña. Al fin está liberada mi nariz del olor de todo lo humano. Cosquilleada por brisas afiladas, como por vinos espumantes, estornuda mi alma — estornuda y se grita a sí misma: “¡Salud!”

Así habló Zaratustra.

Traducción desde el alemán (ed. crítica Colli-Montinari), revisada con ayuda de IA basada en arquitectura Transformer, siguiendo la segmentación de párrafos de Walter Kaufmann.

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