Una tarde marchaba Zaratustra con sus discípulos por el bosque; y cuando buscaba un manantial, he aquí que llegó a una pradera verde, silenciosamente rodeada de árboles y matorrales: en ella danzaban doncellas unas con otras. Tan pronto como las doncellas reconocieron a Zaratustra, cesaron su danza; pero Zaratustra se acercó a ellas con gesto amistoso y dijo estas palabras:
“No abandonéis la danza, encantadoras doncellas. No vine a vosotras como un aguafiestas con mala mirada, ni como enemigo de doncellas. Abogado de Dios soy ante el diablo —que no es otro sino el espíritu de la gravedad. ¿Cómo podría yo, vosotras ligeras, ser hostil a divinales danzas? ¿O a pies de doncellas con bellos tobillos?
Bien puedo ser un bosque y una noche de árboles oscuros, pero quien no se asusta de mi oscuridad encuentra también laderas de rosas bajo mis cipreses. Y puede encontrar también al pequeño dios, el más grato a las doncellas: yace junto al manantial, quieto, con ojos cerrados. En verdad, a plena luz me duerme, el haragán. ¿Ha ido, tal vez, demasiado a por mariposas? No os enfurezcáis conmigo, hermosas danzantes, si castigo al pequeño dios un poco. Chillará, probablemente, y llorará —pero da risa aún al llorar. Con lágrimas en los ojos ha de solicitaros para una danza; y yo mismo quiero cantar una canción para su danza: una canción de baile y burlesca sobre el espíritu de la gravedad, mi máximo, más poderoso demonio, del que dicen que es el “señor del mundo”.
Y esta es la canción que Zaratustra cantó, cuando Cupido y las doncellas danzaron juntos:
¡En tu ojo miré recientemente, oh vida! Y en lo insondable me pareció hundirme. Pero me sacaste fuera con una caña de pescar de oro; burlonamente reíste cuando te llamé insondable.
“Así habla el discurso de todos los peces —dijiste tú—: lo que ellos no logran sondear, eso lo llaman insondable. Pero soy solamente cambiante, y salvaje, y en todo una mujer —y no virtuosa—, aunque vosotros, los hombres, me llaméis ‘la profunda’, o ‘la fiel’, ‘la eterna’, ‘la misteriosa’. Pero vosotros, los hombres, nos regaláis siempre vuestras propias virtudes —¡ay, vosotros los virtuosos!”
Así rió, la increíble; pero yo no creo en ella nunca, ni en su risa, cuando habla mal de sí misma. Y cuando hablé cara a cara con mi salvaje sabiduría, me dijo furiosa: “Quieres, anhelas, amas —por eso solamente alabas la vida”. Casi le habría yo respondido con dureza y dicho la verdad a la iracunda; y uno no puede responder con mayor dureza que cuando le dice “la verdad” a su propia sabiduría. Así están las cosas entre nosotros tres: desde el fondo de mi corazón, solo amo a la vida —y, en verdad, ¡tanto más cuando la odio! Que sienta afecto por la sabiduría, y a menudo demasiado, lo causa el que ella me recuerda muchísimo a la vida. Tiene su ojo, su risa y hasta su caña de pescar de oro: ¿qué puedo hacer, si ambas se parecen tanto?
Y cuando una vez la vida me preguntó: “¿Quién es, entonces, esa —la sabiduría?”, entonces dije con entusiasmo: “¡Ah, sí! ¡La sabiduría! Uno tiene sed de ella y no se sacia, se la mira a través de velos, se la atrapa a través de redes. ¿Es hermosa? ¿Qué sé yo? Pero las carpas más viejas todavía muerden su anzuelo. Cambiante es, y rebelde; a menudo la vi morderse el labio y peinarse a contrapelo. Tal vez sea mala y falsa, y en todo una mujerzuela; pero cuando habla mal de sí misma, es entonces cuando más seduce.”
Cuando dije esto a la vida, rió maliciosa y cerró los ojos. “¿Pero de quién hablas?” —dijo ella—, “¿tal vez de mí? Y si tuvieras razón, ¿se me dice eso así en la cara? ¡Pero ahora habla también de tu sabiduría!”
¡Ay, y ahora abriste los ojos de nuevo, oh amada vida! Y en lo insondable me pareció hundirme de nuevo.
Así cantó Zaratustra. Pero cuando la danza llegó a su final y las doncellas se habían ido, se volvió triste.
“El sol ya hace mucho que está abajo —dijo finalmente—; el prado está húmedo, de los bosques viene frescura. Algo desconocido hay a mi alrededor y mira pensativo. ¡Qué! ¿Vives aún, Zaratustra?
¿Por qué? ¿Para qué? ¿Por medio de qué? ¿Adónde? ¿Dónde? ¿Cómo? ¿No es necedad vivir todavía?
Ay, amigos míos, es la tarde la que así pregunta desde mí. ¡Perdonadme mi tristeza! Atardeció: ¡perdonadme que atardeciera!”
Así habló Zaratustra.
Traducción revisada con asistencia de IA basada en la arquitectura Transformer. Edición orientada por el texto alemán (Colli y Montinari) y la división estructural de Walter Kaufmann.
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