Cuando se habla de «humanidad», es fundamental la idea de que se trata de algo que separa y distingue al hombre de la naturaleza. En realidad, sin embargo, no existe tal separación: las cualidades «naturales» y las llamadas verdaderamente «humanas» crecen juntas de modo inseparable. El hombre, en sus capacidades más elevadas y nobles, es totalmente naturaleza y encarna su misterioso carácter dual. Aquellas de sus capacidades que son aterradoras y se consideran inhumanas pueden incluso ser el único suelo fértil a partir del que toda humanidad puede crecer en impulso, acción y trabajo.
Así, los griegos, los hombres más humanos de la antigüedad, tienen un rasgo de crueldad, un deseo feroz de aniquilar, un rasgo que también es muy nítido en esa imagen especular grotescamente ampliada de los helenos, Alejandro Magno, pero en realidad debe infundir miedo en nuestros corazones a lo largo de toda su historia y mitología, si nos acercamos a ellos con el fláccido concepto de la «humanidad» moderna. Cuando Alejandro tiene los pies atravesados de Batis, el valiente defensor de Gaza, y lo ata, vivo, a su carro, para arrastrarlo mientras sus soldados se burlan, eso constituye una repugnante caricatura de Aquiles, que por la noche maltrata el cadáver de Héctor de manera similar; e incluso este rasgo nos es ofensivo y hace que nos estremezcamos. Nos asomamos aquí al abismo del odio. Con el mismo sentimiento también podemos observar la laceración mutua, sangrienta e insaciable, de dos facciones políticas griegas, por ejemplo, en la revolución de Corcira. Cuando el vencedor en una huida entre las ciudades ejecuta a toda la ciudadanía masculina de acuerdo con las leyes de guerra, y vende a todas las mujeres y niños como esclavos, vemos, en la sanción de esa ley, que los griegos consideraban una necesidad muy seria dejar que su odio fluyera hasta desbordarse; en esos momentos, el sentimiento acumulado e hinchado se aliviaba: saltaba el tigre, con una crueldad voluptuosa en los ojos terribles. ¿Por qué el escultor griego debe dar forma una y otra vez a la guerra y al combate en repeticiones innumerables: cuerpos humanos distendidos, con los músculos tensos por el odio o por la arrogancia del triunfo; cuerpos retorcidos, heridos; cuerpos agonizantes, que expiran? ¿Por qué todo el mundo griego exultaba ante las escenas de combate de la Ilíada? Me temo que no las entendemos de una manera suficientemente «griega»; que, de hecho, deberíamos estremecernos si alguna vez las entendiéramos «en griego»:
¿Pero qué yace detrás del mundo Homérico, como vientre de todo los Helénico? Porque en ese mundo la extraordinaria precisión artística, serenidad y pureza de las líneas nos elevan por encima de los meros contenidos: a través de una ilusión artística los colores parecen más ligeros, más suaves, más cálidos; y en esta cálida luz multicolor los hombres aparecen mejores y más armóniosos. ¿Pero qué es lo que vemos cuando, ya no conducidos y protegidos por la mano de Homero, nos adentramos en el mundo pre-Homérico? Sólo noche y terror y una imaginación acostumbrada a lo horrible. ¿Qué clase de existencia terrenal reflejan estos repulsivos mitos teogónicos? Una vida gobernada sólo por los hijos de la noche: conflicto, lujuria, engaño, vejez y muerte. Imáginemos la atmósfera del poema de Hesíodo, ya difícil de respirar, vuelta todavía más densa y sombría, y sin todas los aplacamientos y purificaciones que fluyeron sobre la Hélade desde Delfos y las numerosas moradas de los dioses; combinemos esta espesada atmósfera Beocia con la sombría voluptuosidad de los Etruscos; entonces ,una realidad así extraería de nosotros un mundo del mito en el que Urano, Cronos, Zeus y las guerras con los Titanes parecería como un alivio; la crueldad de la victoria es la cima del júbilo de la vida.
Además, en verdad fue del asesinato y la expiación del asesinato, a partir de donde se desarrolló la concepción de la ley griega; de modo que, también la cultura más noble toma su primera corona de victoria del altar de la expiación del crimen. Después de la ola de esa época sangrienta viene una depresión que corta profundamente en la historia helénica. Los nombres de Orfeo, Museo y sus cultos revelan las consecuencias hacia las que presionaba el espectáculo ininterrumpido de un mundo de lucha y crueldad: disgusto por la existencia, concepción de esta existencia como un castigo y una penitencia, creer en la identidad de existencia y culpa. Pero son precisamente estas consecuencias las que no son helénicas especificamente: Grecia, a este respecto, está en sintonía con la India y Oriente en general. El genio helénico estaba preparado con todavía otra respuesta a la pregunta: «¿Para qué sirve una vida de lucha y victoria?», y dio esa respuesta a lo largo de toda la historia griega.
Para comprenderlo, debemos partir de la idea de que el genio griego toleraba la terrible presencia de este impulso y lo consideraba JUSTIFICADO; mientras que el movimiento órfico contenía la idea de que una vida con un impulso así como su raíz no merecía ser vivida. Se reconocía la lucha y la alegría de la victoria – y nada distingue tanto al mundo griego del nuestro como la coloración, que así se deriva, de conceptos éticos individuales, por ejemplo «Eris» («Discordia») y envidia …
Y no sólo Aristóteles, sino toda la Antigüedad griega piensa de forma diferente a nosotros sobre el odio y la envidia, y opina con Hesíodo, que en un lugar llama a una Eris malvada -a saber, la que lleva a los hombres a luchas hostiles de aniquilación unos contra otros- mientras que alaba a otra Eris como buena-la que, como celos, odio y envidia, espolea a los hombres a la actividad: no a la actividad de luchas de aniquilación, sino a la actividad de luchas que son COMPETICIONES. El griego es envidioso, y no considera esta cualidad un defecto, sino el don de una divinidad BENÉFICA. ¡Qué abismo de juicio ético hay entre nosotros y él! …
Cuanto más grande y sublime es un griego, más brillante es la llama de la ambición que brota de él, consumiendo a todos los que corren en la misma carrera. Aristóteles hizo una vez una lista de tales contiendas hostiles a lo grande; el más llamativo de los ejemplos es que incluso un hombre muerto puede espolear a uno vivo hasta celos devoradores. Así es cómo describe Aristóteles la relación de Jenófanes de Colofón con Homero. No comprendemos toda la fuerza del ataque de Jenófanes contra el héroe nacional de la poesía, a menos que -como de nuevo más tarde con Platón- veamos que en su raíz yace un deseo abrumador de asumir el lugar del poeta derrocado y heredar su fama. Cada gran heleno entrega la antorcha de la competeción; cada gran virtud aviva la llama de una nueva grandeza. Cuando el joven Temístocles no podía dormir porque pensaba en los laureles de Milcíades, su impulso, despertado tan temprano, se liberó finalmente en la larga competición con Arístides, por convertirse en ese genio notablemente único, puramente instintivo de su actividad política, que Tucídides describe para nosotros. Qué características son la pregunta y la respuesta cuando a un destacado rival de Pericles se le pregunta si él o Pericles es el mejor luchador de la ciudad, y contesta: «aún cuando lo derribo, niega que cayera y logra su propósito, persuadiendo incluso a los que lo vieron caer».
Si se uno quiere observar esta convicción -totalmente indisimulada en su expresión más ingenua- de que la competencia es necesaria para preservar la salud del Estado, entonces habría que reflexionar sobre el significado original de OSTRACISMO, por ejemplo, tal como lo pronuncian los efesios cuando destierran a Hermodoro: «Entre nosotros, nadie será el mejor; pero si alguien lo es, que lo sea en otra parte y entre otros». ¿Por qué no debería nadie ser el mejor? Porque entonces la competencia llegaría a su fin y se pondría en peligro la eterna fuente de vida del estado helénico… Originalmente esta curiosa institución no es una válvula de seguridad, sino una forma de estimulo: se elimina al individuo que se levanta como una torre sobre el resto para que renazca la competencia de fuerzas – una idea que es hostil a la «exclusividad» del genio en el sentido moderno y presupone que en el orden natural de las cosas siempre hay VARIOS genios que se espolean mutuamente a la acción, incluso aunque se mantengan unos a otrosdentro de los límites de la medida. Ese es el núcleo de la noción helénica de la competencia: abomina del dominio de uno solo y teme sus peligros; desea, como PROTECCIÓN contra el genio, otro genio.
Todo talento debe desplegarse en la lucha; ése es el mandato de la pedagogía popular helénica, mientras que los educadores modernos nada temen más que el desencadenamiento de lo que llaman ambición… Y del mismo modo que los jóvenes se educaban a través de competiciones, sus educadores participaban también en competiciones entre sí. Los grandes maestros musicales, Píndaro y Simónides, se erguían uno al lado del otro, desconfiados y celosos; en el espíritu de la competición, el sofista, el maestro avanzado de la antigüedad, se encuentra con otro sofista; incluso el tipo más universal de instrucción, por medio del drama, se impartía al pueblo sólo bajo forma de una tremenda lucha entre los grandes artistas musicales y dramáticos. ¡Qué maravilloso1: «Aún el artista odia al artista». Mientras que el hombre moderno no teme nada en un artista más que la emoción de cualquier lucha personal, el griego conoce al artista SÓLO COMO COMPROMETIDO EN UNA LUCHA PERSONAL. Precisamente donde el hombre moderno percibe la debilidad de una obra de arte, el heleno busca la fuente de su mayor fuerza. Lo que, por ejemplo, resulta de especial significación artística en los diálogos de Platón es en su mayor parte el resultado de una competición con el arte de los oradores, los sofistas y los dramaturgos de su tiempo, ideada con el propósito de permitirle decir al final: «Mirad, yo también puedo hacer lo mismo que mis grandes rivales; es más, puedo hacerlo mejor que ellos». Ningún Protágoras ha inventado mitos tan hermosos como los míos; ningún dramaturgo un conjunto tan vívido y cautivador como mi SIMPOSIÓN -ningún orador ha escrito discursos como los de mi Gorgias- y ahora repudio todo esto por completo y condeno todo arte imitativo». Sólo el concurso me hizo poeta, sofista y orador». ¡Qué problema se abre ante nosotros cuando indagamos en la relación de la competición con la concepción de la obra de arte!
Sin embargo, cuando eliminamos la competición de la vida griega, inmediatamente nos adentramos en ese abismo prehomérico de un aterrador salvajismo de odio y ansia de aniquilación. Este fenómeno, lamentablemente, aparece con bastante frecuencia cuando una gran personalidad es eliminada repentinamente de la competición por un acto extraordinariamente brillante y se convierte en HORS DE CONCOURS a su propio juicio, así como en el de sus conciudadanos. El efecto es casi sin excepción aterrador; y si uno suele inferir de esto que el griego era incapaz de soportar la fama y la felicidad, debería decirse más precisamente que era incapaz de soportar la fama sin ulterior competición, o la felicidad al final de la competición. No hay ejemplo más claro que las últimas experiencias de Milciades. Situado en un pico solitario y elevado muy por encima de todos sus compañeros de lucha por su incomparable éxito en Maratón, siente despertarse en él un deseo vengativo contra un ciudadano de Atenas con el que tiene una larga enemistad. Para satisfacer este deseo, hace un mal uso de la fama, de la propiedad estatal, del honor cívico, y se deshonra a sí mismo… Una muerte ignominiosa sella su brillante carrera heroica y la oscurece para toda la posteridad. Después de la batalla de Maratón, la envidia de los poderes celestiales se apoderó de él. Y esta envidia divina se inflama cuando contempla a un ser humano sin rival, sin oposición, en la cima solitaria de la fama. Solo los dioses están a su lado ahora, y por lo tanto están en su contra. Lo seducen para que cometa un acto de «hybris» y bajo él se derrumba.
Observemos bien que, que, como perece Milciades, perecen también las ciudades griegas más nobles, cuando por mérito y buena fortuna llegan al templo de Niké desde el hipódromo. Atenas, que había destruido la independencia de sus aliados y luego castigado severamente las rebeliones de sus súbditos; Esparta, que expresó su dominio sobre Grecia después de la batalla de las Termópilas, de maneras aún más duras y crueles, han provocado también, siguiendo el ejemplo de Milciades, su propia destrucción a través de actos de HYBRIS, como prueba de que, sin envidia, celos y ambición en la competición, la ciudad helénica, al igual que el hombre helénico, degenera. Se vuelve malvado y cruel; se vuelve vengativo e impío; en resumen, se vuelve «prehomérico»…
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